Querida mía, es imposible tener un corazón
para el odio y otro para el amor.
El ser humano tiene un solo corazón,
y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío.
Tamara Stepánovna (2015, 364), tomado de
La guerra no tiene rostro de mujer
El delirio de quienes han reclamado el título de “dueños del mundo” como Adolf Hitler, Lósif Stalin y Benitto Mussolini, ha perseguido a muchos hombres a lo largo historia, y pareciera nunca acabarse. Por el contrario, se renueva constantemente. Ahora, por ejemplo, es Putin. Otro más que ha visto en la guerra una oportunidad para demostrar su frágil masculinidad, como si se tratase de un partido de fútbol, donde hay ídolos y hazañas.
Pero, del otro lado están las mujeres, las que han enfrentado batallas, las olvidadas de la guerra, para las que no existen héroes.
La guerra no es más que la sublevación de la tiranía masculina y así lo evidencian los libros de historia, que exaltan los dioses de guerra e invisibilizan el papel de las mujeres, quienes tienen una perspectiva completamente diferente y capaz de equilibrar con su empatía la degradación humana que implica un conflicto bélico.
Hoy el mundo está de punta ante la creciente tensión entre Rusia y los países occidentales. A través de un discurso nacionalista apoyado en una profunda nostalgia de lo que ya no es, Putin ha buscado justificar su tiranía y arrogancia. Y, como si fuera poco, amenaza con iniciar una guerra nuclear, una guerra donde el ego puede más, y donde los países occidentales responderían ante esa primera piedra.
Ante un panorama político gobernado en su mayoría por hombres, pareciera que trataran la situación como si fuese una partida de ajedrez, en el acecho de imponerse y hacer el jaque mate por la necesidad de controlar. Si lo miramos así, podemos encontrar un sin número de incoherencias donde se revela que esos héroes no tienen la intención de salvar el mundo, sino que se mueven bajo sus intereses. Dado es el caso de Estados Unidos, el país que condena duramente un bombardeo a Ucrania, pero no dudan en intervenir bélicamente al mundo árabe cuando se les viene en gana.
Hace tiempo me encontré con Svetlana Alexevich a través de sus letras. La guerra no tiene rostro de mujer, no es un libro largo, pero le dediqué casi un mes a su lectura. Muchas veces me sorprendí a mí misma, incapaz de pasar la página luego de algunos de sus relatos.
¿Que qué siento cuando escucho la palabra guerra? ¡Dios! Luego de este libro, una gran preocupación.
Vengo de un país de mayoría católica donde no se respeta ni el primer mandamiento. En Colombia la guerra es el pan de cada día, pero nunca había dimensionado su magnitud y degradación, nunca me había sentido tan cerca de ella hasta que leí a Svetlana.
En medio de una sociedad donde los cánones y la percepción masculina eran dueños de la historia, Alexievich recopiló en una autentica novela de voces, los testimonios de por lo menos 700 mujeres soviéticas sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, para mostrar una guerra desconocida y olvidada hasta ese momento: la guerra femenina.
Una guerra donde, en sus propias palabras, “no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”. Svetlana no habla de artillería o estrategias de combate, sino que expone la parte oscura de la guerra que obviaban los libros de historia: hambre, frío, violencia sexual, miedo, suciedad e incluso belleza.
Las mujeres contaban cómo les temblaban las manos al matar a una persona, pero también la alegría que sentían al encontrar a alguien vivo entre los muertos (sin importar si era de los suyos o no); el hambre atroz que se comía a los perros, ratas y gatos, pero también la empatía al compartir lo poco que les quedaba; el particular olor a carne quemada, pero la alegría de encontrar en las ruinas un pedazo de sus seres queridos; el odio que desbordaba al ver a sus enemigos, pero también las relaciones humanas que surgían cuando ambos sufrían y desaparecía el odio.
No todas eran francotiradoras o estaban en primera línea del frente, en realidad había una diversidad de oficios en ellas, entre cocineras, lavanderas, cirujanas, pilotos… mejor dicho, mujeres de la guerra, olvidadas luego de dejar sus uñas en la tierra. Luego de dejarlo todo.
Este libro me alejó de una percepción pobre sobre la guerra que me habían proporcionado los libros de historia, donde parecían categorizar a buenos y malos, y a ganadores y perdedores. Supe que estaba llena de estereotipos, limitaba a la guerra en ruinas, al a sangre y al polvo. Me di cuenta lo equivocada que estaba.
Desconocía, por ejemplo, lo difícil que era matar, aunque te hayan entrenado toda la vida para ello; el sufrimiento de los que no tienen voces; la alegría de recibir una carta de seres queridos y la empatía que podía surgir con el enemigo.
Las mujeres, usadas históricamente como herramientas de guerra, quienes no han tenido ni un cuarto de reconocimiento a su dolor en un libro de historia, saben que no existen buenos ni ganadores en una guerra, solo almas sumidas en el propio infierno.
Definitivamente, la ganadora del nobel de literatura en 2015 es un referente para entender la guerra desde una perspectiva más humana, desde la reconstrucción de una memoria que nunca había incluido la perspectiva femenina, esa que se pregunta cuántos muertos más serán necesarios para que dejemos de matarnos.