Pasiones cautivas
Cristian Rojas
Una de las consecuencias derivadas del confinamiento, como la medida más recurrida para enfrentar la propagación de la Covid-19, ha sido el menoscabo de la vida emocional.
Confinar la cotidianidad ha resultado ambivalente. Por un lado, se previene el contagio, hecho que conlleva a disminuir la mortalidad, y por otro, se desencadena una emocionalidad asociada al sufrimiento psíquico y al deterioro de la salud mental.
Ya sea en la modalidad de cuarentena o de teletrabajo —otra forma de ser obligados a recluirnos en el hogar—, el confinamiento ha supuesto una remarcable alteración de la movilidad entre esferas (educativa, familiar, empresarial), la cual ha conllevado a que las emociones y los sentimientos experimentados y expresados en la calle, la universidad, la empresa, entre otros espacios, se concentren en un solo lugar: la casa. A este cambio súbito es lo que designo con la expresión disrupción del espacio emocional.
Aun cuando pertenezcan al ámbito subjetivo, la expresión de las emociones hace parte de lo que podríamos llamar su ámbito público. Hay expresiones de las emociones validadas socialmente y, aunque no las sintamos, se nos insta a expresarlas, como sucede con la sonrisa.
Uno de los fundamentos de la felicidad, siendo comprendida bajo el estatuto de imperativo social, son el conjunto de discursos que indican sonreír en cada instancia de la vida: en una entrevista de trabajo para ser más empáticos, en medio de una multitud para no parecer sospechosos o en una red social para recibir más y mejores valoraciones.
No obstante, hay otras expresiones que, debido a prejuicios sociales, están excluidas de la mirada pública. El considerar al llanto como una expresión reservada a las mujeres constituye uno de esos prejuicios. Este rasgo sociocultural y público de las emociones ya lo había detectado a principios del siglo XX el antropólogo Marcel Mauss al estudiar los ritos funerarios de algunas tribus australianas. Llorar a los muertos no era una expresión natural, sino una forma de obligación social. Se lloraba, se gritaba, se danzaba por el muerto, y todo esto solo públicamente.
La casa ha devenido en los últimos meses como el espacio en el cual se experimentan y se expresan las emociones. Antes de los confinamientos, ¿cuál era el camino por el que paseábamos cuando nos sentíamos tristes? o ¿cuál era el parque en el que nos sentábamos a añorar un amante?; ahora los diferentes sitios de la casa se han constituido en los espacios en que nos es permitido, además de experimentar toda nuestra vida emocional, expresarla: la cama del cuarto ha recogido nuestras lágrimas, el televisor de la sala nos ha visto reír a carcajadas, las paredes de la cocina han escuchado nuestros profundos suspiros.
La casa ha devenido en el único lugar desde donde se nos permite amar y transmitir cariño. Claro está, virtuel, mon amour. También a los muertos no se les llora en una sala de velación o en el cementerio, se les llora a través de una pantalla. Durante los confinamientos, la casa ha sido el lugar en el que se han realizado cenas familiares intervenidas por abrazos, pero también donde se han engendrado acaloradas discusiones y obscenos maltratos a las mujeres.
Allí ha intervenido el amor, pero también la ira, el odio y el resentimiento que fragiliza los lazos de pareja y los vínculos parentales, pues las expresiones de ira han derivado en convivencias pisoteadas por frías palabras y constantes amenazas de mutua agresión física. Parte del fenómeno de las separaciones y divorcios post-confinamiento encuentran su explicación en esta expresión de las emociones en los hogares.
De lugar que nos protege de las inclemencias de la vida exterior, en este contexto de un virus, la casa también ha sido un lugar para la muerte solitaria. La fatiga de estar en un mismo sitio se ha traducido en la fatiga de ser uno mismo. Para muchas personas el saberse alejadas corporalmente de los otros ha remarcado su sensación de sentirse solas o, más bien, desoladas. No de la soledad que se disfruta cuando queremos meditar en un asunto muy serio o de la que gozan los escritores, imperturbables al confinamiento debido a que pasan sus días entre palabras escritas y libros que, como decía Borges, no saben de su existencia.
Me refiero a aquella desolación que se experimenta como una forma de malestar individual o padecimiento psíquico que roza los límites del sufrimiento corporal. Que carcome la existencia tornándola gris y apática. Sospecho que desde esta perspectiva se puede explicar el incremento de las cifras de suicidio.
Con los confinamientos no solo se restringe parte de la vida económica, sino que también se abre un panorama de incremento de las incertidumbres laborales. Desde el punto de vista de los teletrabajadores, la incertidumbre por el retorno a los habituales espacios de trabajo; entre estos se ha reportado un incremento en los niveles de estrés y agotamiento causados por jornadas laborales transcurridas entre limpiar la casa, llamadas de clientes, mensajes urgentes del jefe, la niña que le dio una patada al hermanito, otra llamada y, mientras tanto, ¡se subió la leche! Sin embargo, desde el punto de vista de los desempleados, obligados a quedarse en casa, la incertidumbre se desencadena por otras razones. En un panorama extendido de desempleo la pregunta más vital es: ¿cómo voy a suplir mis necesidades y las de mi familia? Hay quienes no hallan respuesta…
Esta biopolítica del confinamiento acuartela nuestros cuerpos y nuestras pasiones.