Skip to content

Sobrevivir como inmigrante en las calles de Medellín

Por: Andrea Alzate Santana y Danna Cassas Pérez

Compartir:

Esta es la historia de un día de trabajo callejero de dos de los tantos ciudadanos venezolanos que de repente llegaron a esta ciudad. La suya es la realidad abrumadora y frustrante de miles de personas no solo aquí, sino en todo el mundo, tras llegar a un país ajeno.

Erimer Cortés y Jesús Camargo, dos víctimas de la situación que apagó a Venezuela. Ella es del Estado Carabobo y él de Maracay. Hace 6 años, cada uno tenía una vida estable: salían a trabajar, ella a atender su propio negocio de repuestos de autos, y él hacía su cargo administrativo en una multinacional. Soñaban con viajar y crecer económicamente.

Dentro de sus planes estaba darles estudio a sus hijos y comprar una casa más grande. Eran dos personas comunes, con estrato socioeconómico medio, que tenían asegurado el hoy, el mañana, e incluso, el futuro cercano.

De pronto, su estabilidad tembló y cayó tan rápido como un relámpago. Nunca predestinaron sus condiciones actuales, en las que sus sueños no tienen cabida y lo único seguro es el presente.

Trabajan en un semáforo de una calle en El Poblado, la zona donde mejor les ha ido y, por lo tanto, se han “casado” con ella.

Ellos son el ejemplo vivo de la gente que no se rinde y que persiste en medio de la precariedad y la insatisfacción diaria.

La presencia masiva de venezolanos ha generado nuevas normas callejeras de relación. Unos terminan en la calle y no tienen otra salida que regresar a su país. Otros optan por el camino fácil de la delincuencia común. Otros lloran y se desploman ante la necesidad.

Erimer y Jesús madrugan y trasnochan cada día para intentar superar las adversidades como inmigrantes.

Inicio de la jornada laboral

Calle 3 Sur con la avenida El Poblado a las 8 de la mañana. El clima a esas horas pintaba cálido y fresco, supimos entonces que el día sería soleado.

Allí está el semáforo escogido por Erimer Cortés y Jesús Camargo, quienes laboran en esta zona desde las 7:00 de la mañana hasta la 8:30 de la noche, jornada a la que no faltan por órdenes del miedo, aquel que les despierta la preocupación cada día por salir a cubrir sus necesidades básicas.

Nos recibieron con empatía. Con amabilidad y sarcasmo, Jesús expresó: “Siéntense, están como en su casa”, mientras soltaba una leve carcajada y señalaba con el limpiaparabrisas unas escaleras al costado derecho. Al mismo tiempo, Erimer saludaba en silencio con una sonrisa en su rostro tímido.

Aquel sarcasmo resultó no serlo tanto, pues el movimiento de ambos en esa calle aparentaba ser muy familiar, las risas y la comunicación frecuente que compartían con la vendedora de frutas, con el malabarista y con el músico del violonchelo reflejaba las características casi de una vecindad.

El rojo del semáforo paraba los carros, pero a ellos los movilizaban esos 45 segundos: eran su momento para entrar al juego del rebusque.

Erimer, con su cajita de dulces y cigarrillos colgada como un “canguro”, se paraba en la esquina en busca de miradas que le hicieran un llamado para comprar. Jesús, en una subida rápida y agitada por aquella loma, se le acercaba a cada carro con la esperanza de que alguien le diera el permiso para limpiar.

Cada rol era asumido como si se tratara de una gerencia; la dinámica que usaban era saludar con amabilidad, mirar directo a los ojos para ubicar a un posible cliente, levantar la caja de dulces o el trapito en símbolo de ofrecimiento, despedir a la gente con un “Dios me lo bendiga, manito”, y poner la mejor cara, incluso con aquellos que imponen una mirada arrogante.

Todo un trabajo que parece que les saliera natural. Pero cuando pasa el semáforo de color, respiran profundo, se orillan y regresan a su estado habitual y sereno, tal cual como cuando a un actor le bajan el telón o un empleado sale de la oficina del jefe, o cuando un estudiante termina de dar su presentación.

Erimer Cortés vive en un cuarto en una residencia en el Centro de Medellín junto a su esposo, tres hijos, su suegra y dos perros.
Mucho dinero para conseguir

Erimer empezó a relatar su vida diaria como inmigrante desde hace un año y medio que llegó a Colombia. “Al principio me iba tan mal que me tocaba venirme caminando desde el Centro hasta esta zona. Con los días fui conociendo cómo es la movida y me fui adaptando”, cuenta con un toque de conmoción.

Ella es sensible y delicada, sus gestos corporales dan la certeza de la angustia que siente y de su lucha. Es madre de tres hijos (dos niñas y un niño) que dependen totalmente de ella, son la razón por lo extenso de su jornada laboral.

También tiene un esposo, quien trabaja en un semáforo más adelante, comen dos veces al día (desayuno y cena), y hay días en los que les alcanza solo para una comida.

–¿Usted dónde vive, Erimer?

– Estoy viviendo en un cuarto subarrendado de una residencia en el Centro. Allí estoy con mis tres hijos, mi esposo, mi suegra y dos perritos que son nuestra adoración.

–¿Y cuánto pagan?

–16 mil por noche, viene siendo unos 490 mil pesos mensuales.

–¿Y no les ha tocado vivir en la calle?

–¡Ay madre mía, Dios me ampare! Si yo no llego con mínimo 30 mil pesos a la casa en la noche, nos toca escoger entre la papita y el arriendo.

“¡Verga chica, a mí también me toca jodido!, tengo que responder por mis tres hijos y la mujer”, añade Jesús. Al contrario de Erimer, él es más espontáneo, se expresa fácil, y cuando cuenta sus dificultades se le nota más tranquilo, cosa que se demostraba en su respuesta más frecuente: “Que sea lo que Dios quiera”.

Debido a la difícil situación en su país, Jesús Camargo viajó primero a Perú, luego regresó a Venezuela y, finalmente, vino a Colombia con su esposa e hijos.
A veces solo comen los niños

Él reside en Colombia hace cuatro años. Siempre ha encontrado su sustento económico con trabajo informal, vive en un pequeño apartamento en el Centro donde paga 350 mil pesos mensuales. Su comida diaria varía entre arepa y arroz, y a veces le toca dejar de comer porque solo alcanza para sus tres niños.

–¿O sea que la plata que recogen solo les alcanza para hoy? –preguntamos.

–Panitas, es difícil pensar en un futuro cuando ni el presente está asegurado. Si yo pienso en mañana, no consigo para hoy –dijo Jesús.

–¿Entonces la intranquilidad es de todos los días?

–Claro mis niñas. Para la incertidumbre, buena cara.

–Pero… ¿a veces no los coge la nostalgia?

–¡Uff! Y es peor cuando se junta con el cansancio.

Ya se acercaban las 12 del día y el sol comenzaba a picar. Erimer y Jesús se sentaron haciendo el primer descanso de la jornada.

La jornada laboral de estas personas en las calles es, por lo general, de 7 de la mañana a 8:30 de la noche, bajo el sol y el agua.
Como entre amigos

A eso de las 12:30, bajo la sombra fresca que caía sobre aquellas escaleras del edificio El Porvenir, nos dispusimos los cuatro a tomar café con pan y a conversar.

–Y eso que hoy no traje los perritos, acá estuvieran ladrándoles –dijo Erimer con algo de gracia mientras partía su pan.

–¿A las niñas donde las dejas?

–Ahora me las está cuidando una amiga que está embarazada allá en la residencia. Otros días me las cuida la suegra y otros me toca traerlas –contestó ella sin dejar de masticar.

–¿Y cómo te viniste con las niñas desde Venezuela?

–¡Chama, eso fue duro! Primero atravesamos la trocha que cruza la frontera caminando, luego varios camiones nos dieron la colita hasta acá, pero hubo otros pedazos en los que también nos tocó caminar. Fue un viaje de unos 10 días para conseguir pesos y comida, y seguir avanzando.

– Jesús, nos contaste que llevas 4 años acá ¿verdad? –ante eso, él acentó con la cabeza–. ¿Cómo hiciste en la pandemia?

–¡Verga, ni me acuerdes! Ahí sentí que nos quitaron lo único que nos quedaba para vivir: las calles para chambear. Hice de todo un poquito: pinté casas, lavé carros, corté hierba, pero no era lo mismo –respondió llevando a su boca el último sorbo de café.

La suma de aventuras e infortunios como inmigrantes era cada vez más amplia.

Erimer, al ver la decaída lenta y angustiante de su negocio, atravesó Brasil donde consiguió trabajo como mesera, separándose de sus hijos por dos años.

Y Jesús, con la pérdida de su trabajo, partió a Perú, regresó a Venezuela, y debido a la agudizada situación que encontró tomó la decisión de trasladarse a Colombia junto a sus hijos y esposa.

Alrededor de 30 mil pesos deben recoger a diario estas personas en las calles para su sostenimiento y el de sus familias.
Una realidad apabullante

–¿Ustedes cuánto se hacen en un día y para qué les alcanza?

–Mire mami, cada cambio de color nos deja entre 100 y 400 pesos –una verdadera fortuna para ellos–. En la jornada de la mañana tenemos que recoger por lo menos 16 mil. Esos pesitos los metemos en un potecito sin falta, ahí tenemos el arriendo fijo. Y en la jornada de la tarde debemos conseguir unos 20 mil pesos que son para la comida –contó Jesús.

– ¡Exacto mamita!, a mí me toca igual, pero a mi esposo, por ejemplo, le toca conseguir para la pipeta de gas que cuesta 80 mil mensual, la lavada que cuesta 20 mil semanal y el cuido para los perros –complementó Erimer.

– Erimer, ¿y ustedes de acá cómo se van?

– Gracias a Dios hay unos camiones rojos (buses rojos), que pasan como a las 8:30 de la noche y ya nos conocen, entonces nos dejan el pasaje a mil.

La inmigración venezolana en Colombia es una manifestación que se intensificó desde el 2010 por el estallido de la crisis económica en ese país.

Se ha observado un incremento vertiginoso de inmigrantes venezolanos en los últimos 4 años, siendo Antioquia el quinto departamento con mayor migración venezolana del país con 152.646, según las cifras de Migración Colombia. Medellín es la cuarta ciudad con 87.502 inmigrantes.

Su presencia ha traído una serie de retos y consecuencias a las que se tiene que enfrentar la sociedad colombiana, pero no pesan tanto como los obstáculos que afrontan los propios venezolanos, como Erimer y Jesús, quienes además de cargar con su identidad de inmigrantes deben atender la xenofobia, el rechazo y la pobreza.

Compartir: