Muchachas, el islam es el camino
Texto por Camila Bettin
María Isabel Jiménez
Manuela Jaramillo
María José Gaviria
Ilustración por Laura Restrepo C
Antes del viernes 12 de marzo de 2021 era poco, casi nulo, el contacto que habíamos tenido con la comunidad musulmana de Medellín, o la religión islámica en general, salvo por el momento en el que nos llenamos de coraje y marcamos al número del templo As-Salam, la Mezquita de Medellín, que habíamos encontrado vía Facebook cuatro días antes; un poco nerviosas y preparadas para el posible rechazo, nos contestó del otro lado una de las voces más amables que hemos oído.
–Aló, Mezquita de Medellín… ¿Quién llama? –contestaron con un español a medias.
–Buenas tardes, soy Camila Bettin, estudiante de Comunicación Social de la Universidad Eafit –contestó una de nosotras.
–Hola Camila, mi nombre es Sheik ¿en qué te puedo ayudar?
–Es todo un gusto Sheik. Junto con unas compañeras, estoy haciendo un reportaje sobre la diversidad religiosa en el Valle de Aburrá. Nos gustaría, muy respetuosamente y sin incomodar, conocer un poco del islam y visitar su templo.
–Claro que sí, nuestras puertas están abiertas todos los días desde las 5 de la mañana, puedes venir cuando gustes –dijo.
Tomamos la decisión de ir el viernes, el día sagrado de los practicantes, en el que su presencia en el templo, a la una de la tarde, es obligatoria para inclinarse en dirección a la Meca y recitar los salmos de paz que Alá les proclama.
¿Qué carajos nos ponemos? Fue lo primero que nos preguntamos las cuatro ese día en la mañana antes de emprender nuestro camino hacia As-Salam. Gracias a Dios, o a Alá, existe WhatsApp; intercambiamos un par de fotos, discutimos sobre cuáles eran las medias más apropiadas para pisar aquel suelo musulmán y qué partes de nuestros cuerpos debíamos cubrir de más.
Tal y como lo acordamos, al medio día nos estábamos saludando, después de un año sin vernos, en la estación Poblado del Metro de Medellín. Desde allí, ansiosas y expectantes, nos acompañó la voz española de Waze al barrio Guayabal, colmado de centros automotrices, edificios industriales y cafeterías rápidas.
–¿Pa’ dónde va? –preguntó el anciano que cuidaba el parqueadero más próximo a nuestro destino.
–Para la mezquita –respondimos extrañadas, en un tono irreal, casi desconfiando de nosotras mismas.
–Déjelo por allá, detrás de la furgoneta si me hace el favor y a la salida me paga.
Estaba lloviendo, abrimos nuestras sombrillas, tomamos las cámaras, los morrales y las bufandas, que pronto serían nuestros hiyabs. Mientras el semáforo cambiaba de color, nos paramos a divisar los establecimientos de la calle de en frente, tratando de identificar algo que ni siquiera sabíamos cómo se veía. “Es ahí, en el letrero blanco de las letras en árabe”, exclamó Cami, mientras los carros pitaban y nosotras cruzábamos la cebra peatonal apuradas.
En la entrada de aquel edificio de cuatro pisos, ladrillo rojo y escaleras infinitas, se encontraba aquel hombre con quien habíamos hablado por teléfono, Sheik Mohamed —sí, un Mohamed en pleno Medellín—. Nos reparó de arriba a abajo a cada una, notó que no hacíamos parte de su comunidad y que Santiago, compañero y pareja de una de nosotras, nos acompañaba, pero con la misma amabilidad de la primera conversación nos dijo:
–As-Salaam alei-kum, paz para ustedes. Mujeres al tercer piso y hombres al cuarto, allí se encargan de prepararlos.
Subimos por unas anchas escaleras y altas paredes blancas rodeadas por un ambiente ajeno que, inmediatamente, nos transportó a otro lugar, no sabíamos cuál, ni mucho menos podíamos explicar la sensación que a nuestros cuerpos invadía, pero estamos seguras de que estábamos en otro mundo, uno cargado de energía bonita y esperanzadora. Nos despedimos de Santiago en la entrada del culto femenino y una niña de aproximadamente 12 años desinfectó nuestras manos y lo miró a él exclamando, con sus enormes ojos cafés y mirada alegre, que ese no era su lugar.
Al cruzar la reja que separaba a las mujeres del mundo exterior, aquella misma niña observó nuestros zapatos como si del diablo se tratase y susurró “sin zapatos, por favor”, medio encartadas y nerviosas por el nuevo aire que respirábamos, procedimos a obedecer a la jovencita, colocando nuestros zapatos en una esquina del salón. Nos mirábamos confundidas, mientras dos señoras se acercaban a nosotras preguntándonos si deseábamos que nos organizarán el hiyab, “sí, por favor”, respondimos todas al unísono.
Con delicadeza, amabilidad y ternura las manos de aquellas mujeres recogieron nuestros cabellos y nos enrollaron en su religión, cultura y vida. Fue ese el momento que hizo de aquel día uno especial en nuestra existencia. “A todas les queda muy bien”, nos dijo Aisha Salazar, la mujer, bajita y de ojos claros, que por dos horas sería nuestra guía espiritual, mientras nos indicaba en qué lugar del salón nos podíamos sentar. “Acá niñas”, dijo María José convencida de que era el lugar perfecto, “en cualquier lugar, menos ahí” refutó una de las presentes, coloradas de la pena y siendo observadas por todas, nos desplazamos y pedimos excusas.
Era un espacio amplio, aproximadamente de 15 x 10 metros, tapizado con una enorme alfombra verde y pequeñas cintas amarillas en línea recta que indicaban el orden de sentada y medían la distancia a la hora de rezar. Inmediatamente entramos al salón, un olor a curry, pique y quizás pollo se posaba en el aire, no estábamos seguras de dónde provenía, pero penetraba nuestros poros; pensábamos que era simplemente el olor natural del lugar o incluso que las personas tenían ese olor característico, hasta que escuchamos un fuerte estruendo, giramos nuestros cuerpos y encontramos una pequeña cocineta que a la una de la tarde cobraba vida, y es que “claro, acá se le da almuerzo a todo el que venga”, nos contó Aisha después.
–Niñas, ya va a empezar el sermón: uno es en árabe y otro en español. No pueden usar celulares ni hablar” –nos dijo nuestra guía retirándose sigilosamente. Inmóviles, procurando no hacer ruido ni para respirar, y un poco prevenidas sobre cómo debíamos actuar —quizás sesgadas por lo que alguna vez habíamos oído sobre la seriedad de este evento—, fijamos nuestra mirada en el suelo hasta que de repente escuchamos el llamado de Alá, un canto excesivamente celestial del que, si bien no entendíamos nada de lo que decía, teníamos la certeza de que el mensaje también estaba dirigido a nosotras, pues casi mágicamente a medida de que la melodía avanzaba nuestra prevención se desvanecía.
Escuchamos cautelosamente los dos salmos, de uno no entendimos nada y del otro solo unas pocas ideas por el mal español de quien hablaba. Llegó el momento del rezo y nuevamente nos pidieron movernos de lugar, cogimos nuestras cosas afanadamente y nos recostamos en la pared enfrente del mosaico enorme que numeraba los cinco principios básicos de todo aquel que se asume musulmán. En cuestión de segundos, las mujeres, con sus faldas largas y cabezas tapadas, posaron en frente de cada una de sus mantas. Mientras nosotras estábamos pasmadas y nuestras mentes en blanco, ellas, coordinadamente, se arrodillaban con la cabeza en dirección al suelo, en dirección a la Meca, mientras el líder profesaba unos cánticos en árabe; luego se levantaban, hacían una especie de ademán y recitaban sus plegarias a manera de coro. Así sucesivamente unas cinco veces.
Al terminar el rito, Aisha se sentó frente a nosotras, nos miró a cada una a los ojos y nos dijo en un tono bastante determinado:
–Lo primero que les quiero decir es que, por favor, no crean en las noticias. Los musulmanes, los que lo somos de verdad, no matamos ni hacemos el mal.
Nos entregó unos folletos con información básica sobre su religión y se dispuso a contarnos toda la historia no solo sobre el islam, sino sobre quien la había guiado a él; quién es Alá, cuáles son sus principios y qué significado tiene sus prendas, eran algunos de los contenidos de aquel papel amarillo que leíamos.
Aisha Salazar era una mujer de aproximadamente 45 años, paisa de pura sepa, cristiana de nacimiento y madre de tres hijos, que solo hasta apenas cuatro años había descubierto su verdadera fe y ahora asegura que “no se cambia por nadie”. Fue cuando se divorció que encontró el camino que más feliz la ha hecho: el del islam, el de Alá, el de la paz. Y es que según ella “todo aquel que tenga la valentía de leer sobre religión, entenderá que el islam es la única y la verdadera”. Sin duda la forma en la que ella hablaba transmitía total conocimiento del tema, seguridad, una paz y transparencia casi inhumanas.
En medio de la conversación, comiendo pollo picante, arroz picante y sopa aún más picante, Aisha se despedía de sus hermanas en árabe y nos respondía a nosotras en español, contradiciendo todas las dudas que teníamos y negando los estereotipos por los cuales reconocemos, lastimosamente, a los musulmanes. Le preguntamos, por ejemplo, si se tapan por machismo, irónicamente se rió y exclamó impresionada:
–No, mija, está loca. Yo me tapo y me siento mucho más respetada. Con mi hiyab las personas en la calle me dan paso, me dejan pasar en la fila y todo. Cuando lo uso, Alá me recompensa.
Con el plato de comida vacío y la lengua acalambrada de tanto hablar, le agradecimos a Aisha su hospitalidad y amabilidad, le dijimos que la seguiríamos visitando y que la admirábamos, porque ese día nos enseñó lo que debíamos aprender con amor y pasión. Sonrió y sacudió su mano diciendo:
–Muchachas, vuelvan cuando quieran. Ya saben, el islam esa es la religión y la verdadera vida.