Aquella noche, mientras me mirabas con los ojos aguados, imploraste mi ayuda para empacar tus camisas. ¡Las venderé todas!, me decías. Esa misma noche, en la que, con la garganta seca y la nariz húmeda, le dijiste a mamá que cambiarías de contacto… me es imposible olvidar la expresión de tu rostro cuando susurraste de manera inaudible que te irías, allí, donde nadie pudiera encontrarte. Empacaste tu vida entera en pocas bolsas y mencionaste notoriamente a los buenos monjes y su desapego por las cosas materiales, no me esperaba, en aquel entonces, que no te refirieras a tus viejas prendas, sino a eso que llamabas familia. Tampoco me esperaba que, días más tarde, ya no supiera más de ti. Te fuiste sin que yo pudiera anhelar, una vez más, aquellas palabras que tanto esperaba que algún día pronunciaras. ¿Por qué te fuiste en el momento más angustioso de mi existencia? ¿Qué hago, entonces, con todos estos sentimientos que me aprisionan el alma? Si me la atraviesas como quien atraviesa la puerta cada día, sin remordimiento, sin pensar, por inherencia. El problema fue que no la atravesaste para quedarte. Por el contrario, saliste para nunca más volver y con ello causar un vacío en mi interior. Si pudiera, me aferraría a ti como candado cerrado cuando debe asegurarse. Pero te has marchado con la llave entre el bolsillo, esa misma que, seguramente, se perderá a medio camino. Y fue entonces cuando, en medio de cuatro desoladas paredes que me aprisionaban, me di cuenta de que dediqué gran parte de mi existencia a tratar de hacerte feliz, a tratar de enorgullecerte, a ser alguien cada día más alejado de mi verdadero ser. Me dediqué a complacerte y, al igual que tú, tus anhelos se hicieron viento. Hoy no me queda más que volver a comenzar sola a pesar del miedo. Hace algunos meses qué no daría por que te hubieses quedado, pero ahora, aún sin comprender la razón de tu partida, me he resignado. He de aceptar que sí pronuncié un no te vayas, pero estoy segura de que no escuchaste más que un eco tras el sonido de mis palabras.