Nuestros abuelos siempre nos cuentan cómo eran sus vidas a nuestra edad. A los 18, mi abuela llevaba cuatro años de casada, varios hijos y una vivienda propia. ¿Qué cambió?
Así como mi abuela, la mayoría de los de su generación tenían la vida hecha y resuelta a una temprana edad; pero nosotros a los 20 años no tenemos ni idea de cómo vamos a hacer para conseguir un salario estable, una vivienda y, muchos, ni siquiera queremos tener hijos. La vida se ha convertido en algo tanto errático como efímero. Nos acostumbramos a vivir el momento y a disfrutar cada segundo de la vida, porque no queremos matarnos gastando gran parte de ellas en un trabajo, del que ni siquiera disfrutamos, solo para ahorrar dinero.
Todo esto varía con la época en la que se vive, claro. Por ejemplo, nuestros abuelos fueron criados basándose en la situación del momento. Los tiempos de las grandes guerras y la baja esperanza de vida obligaban a las familias a crecer mucho más rápido y así aportar lo más que pudiesen a la sociedad. A nosotros nos sirve más dedicar nuestras vidas a estudiar. Tener más cartones en los muros para poder tener un trabajo lo suficientemente bueno como para poder pagar un arriendo y, con suerte, poder comprar una vivienda propia.
Por otro lado, a muchos de nuestros abuelos les tenían los matrimonios arreglados con cualquier persona. En el caso de mi familia, a mi abuela le organizaron un matrimonio con un negociante de unos cuarenta años que le podía aportar mucho a su familia en ese entonces. Ella era solo una niña. A sus 14 años, preparándose para casarse con un amigo de su papá; un hombre que le daba miedo. Por esta razón, ella se casó con el primer hombre relativamente romántico que encontró. Un militar once años mayor que ella; quien amenazó su vida y la de sus hijos varias veces. En esa época el amor no era mucha opción. Todo funcionaba por conveniencia.
Esa misma abuela me inculcó la clásica idea de “llegar virgen al matrimonio”, pero viéndolo desde su historia, ella se casó a los catorce y dedicó el resto de su vida a un hombre, su única experiencia vagamente romántica. Y nunca supo lo que era enamorarse de alguien sin sentirse obligada a hacerlo.
Mi mamá, quien me dice lo mismo que la abuela, se casó a los veinte años con su primer novio, y estoy segura de que ella se arrepiente de no haber podido disfrutar su juventud. Mi papá le prohibió estudiar lo que ella soñaba: veterinaria. Decía que eso era porque su lugar era en casa, cuidando a su hogar y a sus hijos. Él tampoco es que se involucrara mucho en nuestra crianza. Pero ahora, que tengo 18 años, él intenta esconderme lo más que puede, porque también tengo que ser ese tipo de mujer, enclaustrada. Y si no lo voy a ser, tengo que hacer lo que él me pide, estudiar lo que él quiere y ser parte de sus múltiples negocios sin encontrar mi propia esencia, así como les tocó a mis hermanos.
Yo no quiero eso. No quiero perder la oportunidad de conocerme a mí misma y a más personas. No quiero dedicar mi vida a limpiar una casa y a servirle a un hombre que no sabré si estará ahí para mí en las buenas y en las malas. No quiero gastar mi vida y desperdiciar todo mi esfuerzo para ser la típica mujer sumisa y obediente que mi madre y mi abuela tuvieron que ser.
La vida es muy corta como para amarrarme a un hombre, para seguir con la mentalidad de mis abuelos y mis padres. Muy corta como para quedarme esperando a que llegue un príncipe azul a mantenerme y a darme hijos e hijos sin dejarme vivir mi propia vida y cumplir mis sueños.
En este momento soy la oveja negra de mi casa. Varias relaciones fallidas, una mentalidad completamente distinta y unos sueños que van más allá de tener la familia ideal. No quiero dedicar mi vida a seguir las instrucciones de mi papá, trabajando para que él quede satisfecho. No quiero vivir como las mujeres de antes: vivir para hacer feliz a alguien más.