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Por qué hago karate

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Por qué hago karate

Texto por

María Clara Vásquez Berrío 

Karate Claris 

¿Cómo es posible que algo que comenzó como una terapia conductual se vuelva lo más importante en la vida de una persona? 

Después de dos años conviviendo solo con primos, varones y mayores, entré a la guardería, donde casualmente también era la única mujer del curso. Aprendí a jugar con pistas de Hot Wheels, carros a control remoto y balones, y decidí que los vestidos no eran cómodos para trepar árboles y hacer volteretas. Mi primera infancia, a no ser por los vestidos que mi mamá me obligaba a usar, fue prácticamente la misma de cualquier hombrecito promedio. Nunca jugué con muñecas, es más, hacía “campos de concentración” con las poquitas barbies que tenía. Tampoco tuve tardes de té, ni mucho menos jugué a la familia. Era una niña muy brusca, demostraba mi afecto con puños o golpes y era extremadamente hiperactiva.  

Cuando tenía cuatro años entré al colegio, era solo de mujeres, y por obvias razones estaba fuera de mi zona de confort. Tenía muchos problemas con las compañeras, lloraban cuando les daba un puño, les jalaba el pelo o les decía que eran unas “niñitas” –ignorando el hecho de que yo también era una–. Nunca me identifiqué como hombre, siempre me gustó ser mujer, solo era diferente, pero, eso preocupaba a las profesoras y psicólogas. Ese colegio tenía dos sedes: una masculina y otra femenina, conectadas solo por un puente.  

Un día, la coordinadora del colegio y la psicóloga llamaron a mi mamá y le sugirieron meterme al equipo de taekwondo de la sede masculina. Le explicaron los beneficios de las artes marciales en conductas hiperactivas, en temas de disciplina y para entender que existen diferentes momentos y lugares para utilizar la fuerza física. Era la única niña del equipo y amaba “agarrar a puños” a niños mayores que yo. Estuve en el equipo cuatro años, hasta que el colegio construyó la sede masculina en otro sitio. A mi mamá le quedaba imposible llevarme a diario y me sugirió empezar otro deporte. Elegí patinaje artístico, porque estaba de moda entre mis compañeras y no quería seguir siendo la niña “rara”. Duré dos años, pero lo odiaba. El maquillaje, las faldas y los peinados definitivamente no eran para mí.  

Después de experimentar en cinco o seis deportes más, y dos cambios de colegio, tuve una conversación muy seria con mis papás –quienes cada vez se preocupaban más por las situaciones de bullying por las que pasé, debido a que era una niña inteligente, pero muy diferente a las demás–. Les dije que quería volver a las artes marciales, el único lugar donde me podía sentir libre y feliz, y donde nadie me juzgaba.  

Para esa edad el taekwondo era una alternativa muy violenta. Para ganar debes noquear a tu oponente. Mis papás siempre han sido sobreprotectores y les aterrorizaba solo pensar que iban a lesionar a su única hija. Después de muchos ruegos y ojos de ternero degollado, ellos accedieron a inscribirme en karate-do –una alternativa menos violenta, pero con los mismos preceptos de disciplina–. Empecé de cero, otra vez a cinturón blanco, pero feliz. Era otra vez la única mujer en el lugar. Me sentía invencible y poderosa. El dojo del Museo el Castillo, con el sensei Enrique, era netamente de karate-do tradicional, por eso no competíamos en torneos, solo entre nosotros. Yo soy un ser humano que vive y respira competitividad, pero no quería que eso fuera un problema con mi verdadera pasión: las artes marciales.  

Busqué un deporte que me complementara el karate y me permitiera competir. Me decidí por el tenis de campo, ya que en el club estaba esa oportunidad y, de por sí, iba a allá a hacer nada. El plan era seguir con mi karate hasta el fin de los tiempos, pero al graduarme del colegio el objetivo era entrar al equipo de tenis de la Universidad Eafit. Lo tenía entre ceja y ceja. Sin embargo, a veces, el destino trabaja de formas misteriosas. Entré a la universidad y efectivamente empecé a entrenar con el equipo de tenis, pero, en la actividad de Bienestar Universitario elegí taekwondo.  

El sensei de taekwondo era el mismo sensei del equipo representativo de karate-do de la universidad. Quedó impactado con mis técnicas y me invitó a una audición para el equipo de karate. Sin pensarlo ingresé al equipo, y encontré una forma de unir mi pasión de competir con mi mayor amor: el karate-do.  

Olvidé el equipo de tenis y me entregué en cuerpo, mente y espíritu (como diría el Bushido) a las artes marciales. Hice mi voto al Dojo Kun y quien me conozca no tardará ni dos segundos en notar que, en vez de ser Maria Clara Vásquez, soy Karate Claris. 

 

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