Y aquí estoy, derramando lágrimas por alguien que nunca conocí personalmente pero que, sin saberlo, hizo tanto por mí, tanto por ese Juan Sebastián de 13 años que se acostó a llorar aquella noche en su habitación, convencido de que nunca podría ser feliz después de que su mamá le advirtiera “mucho cuidado con salir maricón”.
En honor a Karis, líder y activista de la comunidad LGBTIQ+.
“No me imagino todo lo que tuvo que pasar esta mujer para ser quien es hoy en día”, pensaba cada vez que la veía pasar por las calles de Caldas, impecable con sus jeans ajustados, sus blusas de boleros y esos icónicos tacones rojos que resonaban como un himno de resistencia en este pueblo retrógrado.
Hoy, mientras lloro en un bus camino a la universidad leyendo las noticias de su muerte, asimilo que ya no veré más a Karis Saldarriaga desfilando por estas calles. La mataron el 20 de octubre a sus 61 años. La mataron en su propia casa, en este mismo pueblo que ella se atrevió a desafiar durante décadas con su sola existencia, tal como lo han hecho conmigo.
“Es que o nos cambian de mesa o nos vamos,” decía mi novio, enfurecido, elevando la voz mientras una mesera se negaba a movernos, escudándose en que “no se podía.” A pesar de que habíamos visto cómo ya había cambiado a otros, ella simplemente no quería darnos un lugar más visible, uno donde pudiéramos ser vistos por los demás, especialmente por los niños. Como si fuéramos algo que esconder, algo que debía mantenerse en las sombras.
Qué no hubiera dado yo de niño por ver a dos hombres abrazados en la calle, para ver que lo que sentía no era algo que debía ocultar como un maldito secreto. Así, quizás, no habría cargado con el peso de un tabú que me encadenó durante tanto hijueputa tiempo.
De cierta forma, me considero un gay afortunado. Nací en el siglo XXI y en uno de los 39 países que, al menos en papel, “me otorga derechos”. Puedo casarme, adoptar, y lo más importante, vivir. Pero que el Estado me lo permita no significa que sus habitantes lo hagan. No significa que estén de acuerdo con que salga de la mano con mi novio por la calle, que nos abracemos, y mucho menos que nos besemos en público.
Tengo 21 años y vivo en un departamento con una dualidad casi cómica. Por un lado, es el más conservador del país, pero por otro, para desgracia de mis poco o más bien nada queridos godos, es un enorme criadero de maricas y machorras. A pesar de esto, todavía no se acostumbran a vernos libres, a vernos felices, a vernos siendo nosotros mismos.
¿Por qué hablo de esto? Porque en los diez meses que van de este año en pleno 2024, mi novio y yo hemos dejado de ir a tres de nuestros restaurantes favoritos de nuestro retrógrado pueblo con ínfulas de ciudad, Caldas, Antioquia. ¿La razón? Ser lo que somos: gays, maricas, cacorros, volteados, dañados, como quieran llamarlo, ninguna de esas palabras me molesta, pues es lo que soy.
Pero lo que más les incomoda es que no nos dejamos opacar, que nuestro amor y nuestra naturalidad están a plena vista. Ya pasé 18 años escondido, reprimido, más bien depresivo, por ocultar esa maricada que tanto les molesta. El día que salí del clóset me prometí que jamás volvería a esconderme, y aunque hasta ahora me ha costado la entrada a algunos de mis lugares favoritos, puedo decir con orgullo que no he vuelto a esconder mi maricada.
Cuando me encuentro en momentos como estos, me transporto a cuando tenía 18 años en el día en que se lo conté o más bien confirmé a mi mamá, al momento en que hice lo que ninguna persona heterosexual jamás tiene que hacer: decirles a sus padres qué lo atrae y qué no. ¿O acaso algún hombre heterosexual ha tenido que sentarse frente a sus padres y decirles: “Mamá, papá, me gustan las mujeres”? Nunca, jamás. Es algo que simplemente no sucede.
Así que, cuando me discriminan en algún lugar público, lo único que pienso es: si no me importó decepcionar a mi mamá, hacer que la mujer que me dio la vida sintiera asco por mí, menos me va a importar el juicio de unos extraños que nada aportan a mi existencia.
Menos aún me afecta la hipocresía de políticos de doble moral que, como el exsenador Roberto Gerlein, se atreven a calificar las relaciones sexuales homosexuales como algo “sucio, asqueroso y excremental” mientras sus propios expedientes están manchados con escándalos financieros y vínculos cuestionables como el no tener problema como cuando recibió cheque por 10 millones de pesos que fue girado “al parecer” por el cartel de Cali. Y qué decir de aquellas instituciones religiosas que pretenden dar lecciones de moral mientras esconden bajo sus mantos casos aberrantes de pederastia que han destruido innumerables vidas inocentes.
Si no me doblegó el rechazo de mi propia sangre, ¿por qué habría de importarme el juicio de quienes predican virtud desde pedestales de cristal?, ¿por qué debería importarme lo que sientan un par de extraños que no hacen nada por mí? Salvo, por supuesto hacerme sentir vergüenza ajena, vergüenza de que, como lo era mi mamá, ellos también son homofóbicos. Y lo más irónico de la homofobia es que, de tanto pensar en nosotros (los homosexuales), en nuestra existencia, se aseguran de que tarde o temprano terminen teniendo unos hijos bien, pero bien mariconcitos como yo.
No entiendo cuál es el dilema con que mostremos nuestra esencia libremente. ¿Será porque nosotros sí tuvimos las güevas u ovarios, suficientes para salir del clóset? Y mientras tanto, ellos se están muriendo de desdicha, fingiendo ser heterosexuales en relaciones que no les traen más que vacío y frustración. Porque, para nadie es un secreto, que hay más de una persona atrapada en una relación con alguien del sexo que no les atrae, solo para aparentar, para disimular, para no enfrentarse a su propia falta de dignidad.
Pero aquí estoy, y aquí seguiré, en pie de lucha, sin callarme, sin una pizca de vergüenza por ser quien soy. Al contrario, agradecido por lo que me tocó ser, inspirando a otros a ser felices, a ser auténticos, a ser quienes realmente son. Y que cuando vayan con su pareja y alguien intente hacerlos sentir incómodos o discriminados, puedan responder como la vida me lo enseñó, sin pena y directo: “¿Cuál es el problema? Si simplemente soy un cacorro más”.
Y mientras escribía estas líneas, pensé en Karis. En cómo su asesinato me recordó por qué es tan importante seguir luchando, seguir siendo visible, seguir existiendo sin pedir perdón. Porque cada vez que alguien intenta empujarnos a las sombras, cada vez que pretenden escondernos en las mesas del fondo de los restaurantes, cada vez que nos niegan el derecho a existir plenamente y no lo permitimos, estamos honrando el legado de personas como ella.
Personas que abrieron el camino a punta de tacones rojos y dignidad inquebrantable, que nos enseñaron que ser diferentes no es una sentencia de muerte sino una invitación a la vida auténtica. Hoy que no estás, Karis, y que lamentablemente conocí tu nombre por este hecho trágico, mis lágrimas son tanto de tristeza como de agradecimiento. Gracias por no dejarte opacar, por ser esa luz que necesité en aquellos momentos oscuros donde solo el suicidio parecía una opción. Gracias por ser pionera, por ser berraca, por ser simplemente Karis. Tu muerte no será en vano mientras sigamos aquí, visibles y orgullosos, siendo en tu caso en especial mucho más que una simple mujer trans más.