Una carta a Andrés Caicedo
María Isabel Flórez Ramírez
Luis Andrés Caicedo Estela nació en la ciudad de Cali el 29 de septiembre de 1951. Llegó a la familia como el niño más amado y esperado, tras la muerte de dos hermanos en el vientre de su madre. Desde muy temprana edad comenzó a destacarse por su sensibilidad, su inteligencia y, lo más relevante, una profunda tristeza que nada nunca logró remediar.
“Que nadie sepa tu nombre y que nadie amparo te dé.
Que no accedas a los tejemanejes de la celebridad.
Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos”.
Andrés Caicedo
Andrés, reconstruir los pasos de una vida que marcó mi adolescencia no ha sido una tarea fácil. Vos, tan enigmático y controvertido… Los primeros acercamientos a tus libros, de naturaleza álgida y lacerante, terminaron haciéndome mal.
Hoy retomo tu vida y obra porque quiero saber más, quiero desentrañar todas esas historias casi fantasiosas que cuentas en tus libros, que no son más que una radiografía de tu propia vida.
Ser joven y quererse comer el mundo. Eso quería yo a mis quince años, la edad en la que empezaste a escribir: siempre me he preguntado de dónde salía tanta genialidad a tan corta edad. Quién iba a imaginar que aquel niño de la alta sociedad caleña, de buena familia y costumbres tradicionales iba a retratar de forma tan precisa esas fiestas del bajo mundo y a una generación marcada por las drogas, el sexo, el alcohol, la salsa y el rock.
Cali de los años 70, una ciudad de contrastes, al menos para vos. Por un lado, esas tardes en tu casa en la emblemática avenida Sexta, paseando por el distinguido parque Versalles y asistiendo a esas estiradas fiestas que vos mismo describías como aburridas e insípidas.
Y en la noche, un rostro diferente de esa misma ciudad: una Cali rumbera, de vida nocturna, violenta y transgresora, pero a la vez fascinante, un parque de diversiones para los jóvenes con ganas de bailar y experimentar todo tipo de placeres.
Placeres que, incluso, trascendieron a la niñez de donde vos vivías. Los hermanos Guillermo y Clarisol Lemos, de 12 y 8 años, esos niños de otro mundo que conociste cuando ya eras un viejo que rondaba los 20, esos con quienes te metías los pases de perico, el Valium 10 y fumabas marihuana.
¿Ellos te robaron la inocencia a vos o se las robaste vos a ellos? Nadie habla de eso, el hecho es que son estos los verdaderos angelitos empantanados: mezcla de una inocencia y una ternura rotas.
Seguían siendo ángeles, pero vivían en el infierno. Fueron tus grandes amigos. Te acompañaron tus últimos cinco años, hasta el momento en que, en la cima de tu carrera, decidiste acabar con tu vida.
“Este libro ya no es para Clarisolcita, pues cuando creció llegó a parecerse tanto a mi heroína que lo desmereció por completo” – Dedicatoria para Clarisol Lemos en ¡Que viva la música!
¡Que viva la música! fue el principio del fin. Después de tanto luchar para que te publicaran recibís el primer ejemplar y, justo ese día, decidís que ya, que ya no más, que tras dos intentos de suicidio esta sería la vencida.
¿Estabas realmente cansado o no pudiste lidiar con el desamor de Patricita, la mujer de tu vida? Vivir después de los 25 años era volver a repetirse, así se lo hiciste saber en numerosas ocasiones a tus amigos y conocidos.
Sesenta pastillas de Seconal, el barbitúrico de efectos sedativos e hipnóticos, fueron suficientes para dejarte postrado para siempre sobre tu máquina de escribir, bajo esa negación a madurar y caer en deterioro.
¿Quién se imagina a un Jim Morrison, a un Kurt Cobain o a una Janis Joplin de 70 años? Ellos, al igual que vos, decidieron inmortalizarse en el tiempo con una vida corta: pertenecen a un paradigma, a los recuerdos y las memorias de una generación. Eso sos y parte de tu éxito es precisamente eso, ser un adolescente eterno.
“A los 19 años no tendrás sino cansancio en la mirada, agotada la capacidad de emoción y disminuida la fuerza de trabajo; entonces bienvenida sea la dulce muerte fijada de antemano, adelanta a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos” – Fragmenton de Calicalabozo
Llegué a tu obra sin planearlo, no buscaba transformar nada en mí, tampoco me apasionaba la literatura, pero siempre fui una persona rebelde. Desde pequeña me cuestiono todo, quiero romper cada molde y desobedecer todo aquello que se me imponga.
Esa juventud y esa frescura que rodean a tus obras no tardaron en llamarme la atención: tus cuentos, tus guiones y tu novela más famosa. Allí me vi reflejada como una joven llena de “privilegios” con ganas de salir de la burbuja, de esa monotonía en la que la vida termina por perder el sentido.
A vos te mató esa angustia existencial que nunca se curó, ese algo que nació contigo, que te acompañaba incluso en los momentos más felices. Como si fuera premeditado, tu muerte significó darles alcance a tus creaciones, querías unos pocos buenos amigos, pero se te creció el mundo.
Pasaste a ser el pelado de jeans ajustados, pelo largo y gafas que almorzaba en el restaurante Los Turcos, a ser el poeta, el crítico de cine y el escritor cuyas obras se han traducido a más de siete idiomas (algo que desearían muchos autores colombianos contemporáneos).
“No tengo otra cosa que decir además de que no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no te vayas, no te vayas, no te vayas, no te vayas, no te vayas.
¿Será posible que a esta hora estés almorzando en Los Turcos?, ¿en Los Mellizos? Dentro de un momentico voy a ver, mejor dicho ya no sé qué hacer, no tengo ni idea de a dónde puedas estar y eso me mata, me mata la indecisión, la inseguridad, quiero verte, Patricia, entregaría mi vida a cambio del privilegio enloquecedor de abrazarte, de recostar mi cabeza en tu pecho, y abrazarte, encontrar la seguridad en ti” – Fragmento de la última carta escrita por Andrés para su novia Patricia Restrepo.
Patricia, Patricita como solías llamarla de cariño. Tu amor único, tu vida entera, tu redención y tu agonía. Con ese frenesí con el que le suplicabas que no se fuera, que no te dejara, le diste a entender no solo a Patricia, sino a todos, que ya no quedaba nada más por qué luchar.
Tú enrúmbate y después derrúmbate: una premisa de vida que llevabas con absoluta disciplina. Como dicen los vaqueros: es tiempo de morir. Y fue así como finalmente te derrumbaste aquel 4 de marzo de 1977.
Con profunda admiración y respeto,
María Isabel Flórez Ramírez