Me encuentro al borde de la depresión. Mi médico de cabecera se ha rendido conmigo, ya no sabe qué otro tratamiento recomendar. Ahora solo se aprovecha de mí, constantemente me usa sin ningún reparo, pero mi hermano gemelo y yo nos encontramos profundamente lastimados. Cada vez que recuperamos nuestra confianza la humanidad se encarga de recordarnos lo desechables que podemos llegar a ser. Me irrita.
Los primeros hechos tuvieron lugar en nuestra juventud. El tío Tutankamón siempre nos brindó especial atención, nos mandaba a fábricas de lino y solo nos presentaba a unos pocos amigos, nobles y sacerdotes, porque siempre demostró afecto. Él reconocía nuestra importancia, ¡ahh! Sí que extrañamos al tío… Luego de su muerte se hizo más complicado todo; su esposa, quien nos detestaba, se encargó de enviarnos durante un verano a Grecia. ¡Qué desgracia aquella!, sus habitantes poco respetuosos abusaban de manera frecuente de nosotros, primero nos catalogaron como “estuche de dedos”. Qué apodo tan ridículo, aún nos traumatiza. También nos usaban como escudo entre sus dedos y las espinas de rosas, ¿acaso creían que éramos caballeros para protegerlos de semejante banalidad? Y, por si fuera poco, nos invitaban a sus cenas festivas únicamente con la intención de no manchar sus manos de comida.
En esos períodos tan tormentosos conseguimos una nueva amiga. Ella era muy amable y se hizo cargo de nosotros, hasta que alcanzamos a cruzar la frontera para llegar a Persia, ese sí que fue un tiempo hermoso. Gracias a Jenofonte conocimos a la familia real y estos, al reconocer la importancia que poseíamos, convirtieron nuestro nombre en sinónimo de autoridad, y como no hay que ser descorteses ni mal agradecidos les prestamos nuestro servicio incluso en el invierno. Más tarde, los musulmanes nos echaron como perros de aquel precioso lugar y mientras encontrábamos dónde establecernos, unos bárbaros nos dieron la mano, gracias a ellos y a los vikingos logramos sobrevivir durante todos estos años.
Cuando cumplimos nuestra mayoría de edad nos encontrábamos en la Edad Media, allí los nobles y episcopales nos recibieron con los brazos abiertos; fue un respiro después de tan arduo viaje, pero por norma debíamos ser bautizados y en aquel suceso recibimos el nombre de Guantes. No mentiré, esta sí es una época que añoramos más. Nosotros empezábamos a ser más conocidos y gracias a lo cercanos que éramos con la realeza el pueblo tuvo una imagen de respeto hacia nosotros. Nos daban uso de manera sagrada en las manos del Papa o con nobleza en los más finos caballeros, los últimos eran dichosos de portarnos; sin embargo, se les ocurrió la gran idea de utilizarnos como medio para declarar contienda, no de la nada nació la expresión “darse guantazos”. Miserables, tacharon con aquello nuestra imagen de grandeza.
Luego de un tiempo nuestra producción se hizo masiva, ya no era apreciada y cada que teníamos un pequeño contratiempo éramos desechados de la manera más mundana. Ahora cualquiera podía llevarnos en sus manos, ya no éramos importantes y nuestro ciclo de vida era más corto, solo fue cuestión de años para que nuestro nombre fuera desgastado y nosotros perdiéramos cualquier dignidad que nos quedara. Ya no somos de finas telas, sino de cualquier algodón comprado en la esquina, ya solo servimos para el frío o, aún peor, para el servicio hospitalario. Nos convertimos en seres totalmente desechables, incluso nuestro médico de cabecera nos da un único uso. Comenzamos a sufrir de una ansiedad incontrolable y ahora se ha convertido en una depresión profunda; por eso tomamos la decisión de acudir a consulta psicológica.