Tengo 20 años y siempre he tenido todo lo que he querido: vacaciones en el exterior, un carro, visitas recurrentes a la estética y a la peluquería y una cuenta bancaría que me permitía seguir llenando mi closet y satisfacer mis caprichos de niña mimada. Era la orgullosa hija de papi y mami que solo se preocupaba por estudiar y pensar qué iba a hacer el fin de semana; no había sufrimiento, depresión, ansiedad ni crisis de pánico, para ese entonces la vida parecía tan dulce y divertida como una fiesta para niños.
Y lo fue hasta que la enfermedad se volvió cotidiana, la sombra del duelo una nueva amiga y el deseo de morir una idea tentativa.
El cuatro de abril de 2020, tras regresar de un paseo por Punta Cana, mi mamá entró a la lista de pacientes diagnosticados con Covid-19 en Colombia. Una semana después fue internada en una clínica y,15 días más tarde, la intubaron y trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
Siendo la hija mayor de padres separados, y con dos hermanas, me correspondía encargarme de que las cosas en la casa siguieran marchando bien: pagar los recibos, hacer mercado y estar pendiente de que mi hermana asistiera a sus clases virtuales. Administrar el tiempo para realizar lo anterior, y a la vez rendir en la universidad, fue sencillo: ser organizada es mi mayor aptitud, pero la dicha de creer que puedo controlarlo todo fue corta.
Lluvia de complicaciones
Mi mamá era una supermamá: se paraba a las 4:30 a. m. para que el día le rindiera y pudiera ir al gimnasio, pasarse por sus empresas, hacer las labores del hogar, salir con mi hermana menor y tener algo de tiempo para ella… y fue precisamente su capacidad para hacer miles de cosas en menos de 24 horas, lo que inició la presión hacia mí de realizar todo de la manera tan perfecta como lo hacía ella.
Así fue como, justo cuando mi mamá cumplió un mes en la UCI, los comentarios empezaron a llegar. Muchos venían de personas muy cercanas y otros de quienes si acaso sabían mi nombre.
“Deberías ser tú quien esté al frente de las empresas y no la secretaria”.
“¿No crees que a tu mamá le gustaría salir de esa clínica y saber que fuiste tú quien se encargó de sus negocios?”
“¿Por qué no figuras como la responsable de tu mamá ante la clínica?”
“Ya estás grande, ¿por qué no te encargas de todo tú?”
“No ayudas en nada, solo sabes gastar plata”.
Mientras los “consejos sobre qué era lo mejor” continuaban, la salud de mi mamá se estancaba: los reportes médicos decían lo mismo día tras día “está estable, pero hay que ver cómo responde a los medicamentos”. Mi idea de salir con amigos, para distraerme de los agobiantes reproches de mucha gente y la dolorosa situación de mi madre, también fue criticada: al parecer los momentos de diversión estaban prohibidos y lo único aceptable era sentarme a rezar todo el tiempo.
Mi salud mental se fue cayendo como las hojas de un árbol, una por una: primero las noches de insomnio y el constante cansancio, le siguieron los llantos, y luego las recurrentes crisis de ansiedad. No lo noté, me parecían actitudes afines a una persona como yo, sensible y llorona porque no tiene a su mami al lado, pero alguien se dio cuenta de lo que me sucedía, después otra persona también lo notó y más tarde otra.
Estaba tan cegada con mi dolor y con el sobre esfuerzo que hacía para tratar que cumplir las expectativas de los demás, que dejé que eso me consumiera y empezara a llevarse parte de mi esencia.
Muy dentro de mí gritaba por ayuda, deseaba que alguien me la ofreciera, pero me parecía insignificante mi problema comparado al sufrimiento de mi madre. Ahora me doy cuenta de que cualquier sentimiento de tristeza es válido y necesitar apoyo está bien.
El deseo de estar bien
Las sesiones de terapia se incluyeron en mi agenda, sucedían cada ocho días, así que tenía una semana para tratar de hacer las cosas bien (mejorar en aspectos cotidianos y trabajar en el reconocimiento, la aceptación y el control de las emociones) y de esa manera sentir que poco a poco mi vida retomaba su camino, porque yo quería estar bien, deseaba que así fuera.
Pensaba que si yo me encontraba en buenas condiciones eso haría que todo en mi vida estuviese genial, incluyendo a mi mamá … ¡Vaya teoría!
Durante la permanencia de mi mamá, de más de siete meses en UCI, me hice la valiente: saqué una sonrisa cada mañana, seguí afirmando que ella regresaría pronto -aun cuando ya perdía la esperanza-, asistí juiciosa a las citas con mi psicóloga y traté de no causarle problemas a quienes estaban cerca de mí.
Lo hice con más firmeza en los días negros, aquellos en los que los médicos me decían: “a tu mamá le dio un infarto”, “tuvo una recaída”, “necesita un trasplante, pero por ahora no es candidata”, “tiene una nueva infección”, “¿estás consciente de que se puede morir?”. Ahora que lo pienso, tal vez las malas noticias me forzaban a sentirme contenta y crear un imaginario de vida feliz.
Luego, 14 de octubre, llegó la llamada final: hubo un fuerte grito de mi parte luego de bajar las escaleras de mi casa y escuchar la noticia. Pero, fue dos semanas más tarde, cuando empecé a creer que nada tenía sentido: la idea de encontrarme con mi mamá en un lugar donde no existe el sufrimiento me pareció maravillosa, mas no fue algo que comencé a planear.
El surgir de aquel pensamiento
Recuerdo que una tarde de semana, alguien llegó a buscarme al cuarto para entregarme un documento, no logro evocar el día exacto en que sucedió, pero sí la mirada fría y acusadora de quien dijo la que hoy sería la frase más desgarradora en mis 20 años: “me da la impresión de que tú lo que estabas esperando era que tu mamá se muriera”, después de escuchar eso mi corazón se quebró en pedazos tan pequeños que casi se hizo polvo.
Con el dolor del duelo por perder a mami llegó la desmotivación para levantarme de la cama, la ausencia de ganas por comer, el silencio eterno, los llantos inconsolables, los flashbacks de los mejores momentos, el pensamiento tormentoso de “qué hubiese pasado sí…” y la frase acusadora, fue así cómo inició a rondar en mi cabeza el deseo de morir.
Regresé a mis habituales citas con la psicóloga pasado el primer mes de fallecida mi mamá -la necesitaba, lo sabía y esta vez no me dio temor decirlo-. Le comenté desesperada mis problemas y me diagnosticó ansiedad y trastorno adaptativo con estado de ánimo depresivo. Estaba lista para empezar con la medicación, la anhelaba y confiaba en su poder persuasivo, mas ella la descartó ya que no quería generarme dependencia, así que usó otros métodos como el yoga, la meditación, la ingesta de vitaminas y hacer unos ejercicios que me permitieran reestablecer una relación con mis hobbies. No le conté sobre el suicidio, sabía que alertaría a mi papá y ya teníamos demasiados problemas como para sumar otro.
Durante noviembre y diciembre de ese año llegué a establecer la forma en la que haría el acto, pero cada que trataba de concretar una fecha algo me detenía hasta el punto de desistir y determinarlo como algo que jamás ocurriría y volvería a pensar.
Una gran razón para ceder
Hay quienes pueden creer que me faltaba determinación para hacerlo, que no estaba 100 % segura y que fue una idea que se metió en mi cabeza como consecuencia a los sucesos ocurridos a partir de abril de 2021, sin embargo, mucho después de analizar y aprender en cierta medida a vivir con ese tipo de dolor, prefiero pensar que no lo hice gracias a la ayuda de mi mamá.
Cada que pensaba en cómo lo haría me venía a la mente su imagen y pensaba: “ella no estaría orgullosa de mí si lo hiciera”; o de repente escuchaba a mi hermanita hablar y me cuestionaba qué sería de ella sin mí: ya había perdido a su mamá, ¿sería injusto perder a su hermana?; y luego aparecía mi papá, incapaz de sobrellevar dos perdidas en tan poco tiempo… y así sucedía una y otra vez.
Poco es lo que se habla en internet sobre quienes sobreviven a la idea del suicidio, encontré una página en la que algunas personas cuentan cómo lo intentaron, pero fracasaron porque algo les salió mal; no es lo mismo a lo que planteo, aunque sí se parece un poco.
Si mi yo de enero de 2021 hubiese leído este texto, no creería que su imaginación pudiera llegar tan lejos y que sentiría el dolor de una gran pérdida, pero mi yo de septiembre no dudaría de su veracidad.
Es muy curioso el cómo y el por qué se puede llegar a renunciar a una idea tan agresiva como lo es el suicidio, es algo que merece respeto y la atención que se le ha restado. Así como logré encontrar en mi hermana, mi papá y mi mamá una inspiración para no caer en el sueño eterno, alguien más podría conseguirlo.
No espero que quien lea esto encuentre en mí una inspiración para comértelo, aspiro que vea una posibilidad de sentirse capaz de alzar la mano y aclamar por un auxilio que no tardará en llegar. A veces el dolor propio es invisible para los demás, pero la declaración de pedir apoyo siempre será bien escuchada y atendida.
Hoy conté mi historia y espero que alguien cuente con orgullo la suya pronto.
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