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Retratar a quien huye del recuerdo

Por Natalia Penagos Mesa

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En mi caso, como muchos otros, llegamos a su faceta de columnista por impulso, tratando de verificar o anular ese mito de que no todo buen escritor es buen columnista.

Leía de nuevo sus columnas y repasé mis apuntes una y otra vez antes de escribir la primera frase, ¿será que empiezo mencionando su tiempo como escritor?, ¿debería hablar de su padre y de cómo marcó su vida y estilo?, ¿o comenzar con una alegoría sobre el hecho de que toda su sangre recorre una válvula cardíaca de pericardio de una vaca?, ¿o del hecho de que muchos de sus lectores no saben que su segundo nombre es Joaquín?, ¿cómo retratar a alguien que la mitad de su vida ha huido del recuerdo? Eran todas, a su modo, maneras muy tentativas de empezar, pero luego de leer una entrevista dada por Héctor Joaquín Abad Faciolince a la BBC entendí que tal vez hasta ahora solo estaba pensando en cómo retratarlo mejor, sin ni siquiera tener la decencia de comenzar por lo que para mí sería un buen inicio: ¿Qué me transmite Abad como columnista?

A decir verdad, todo depende del Abad que analicemos. Si miramos a eso del 1992 cuando estaba explorando en el mundo del periodismo luego de dedicarse meramente a su carrera de escritor, nos encontraremos con alguien más reflexivo y poético, manso y soft en lo que plantea, transmitiéndole al lector una situación de reflexión cómoda —casi que con una tacita de cafecito en la mano en cualquier sala de la ciudad—. A diferencia del Abad contemporáneo: directo, preciso y sin rodeos —de esos que te ponen incómodo y te hierven la sangre— y, aunque, no siempre es fan del llamado a la acción, no suele olvidar uno que otro sarcasmo, ya sea chiste, pulla o ironía. Hay quienes dicen que tal característica la heredó de su padre, su inspiración y referente. Y es que, si bien el doctor Héctor Abad Gómez sostenía con puño firme las manos de sus pacientes, con la misma fuerza empuñaba la pluma cuando de su opinión se trataba. 

En más de un caso, Abad (hijo) buscó indirectamente esa cercanía con su padre. Primero al intentar estudiar medicina, carrera que no culminó. Y después de su muerte en distintos estados psicológicos que atravesó, que lo llevaron a huir del país; a tratar de olvidar su tierra. Por lo que él atribuye en gran medida su carrera como columnista a su padre. Si bien Abad no tiene mucho inconveniente en escribir sobre temáticas variadas, la política, las creencias y en su mayoría todo aquello que se da por sentado son sus temas favoritos y más recurrentes. No necesariamente porque sean los más polémicos, pero tampoco se pierde el furor incandescente de algunos dramas nacionales.

Dado que alguien que nació justo al “finalizar” la época de la violencia en Colombia, a esas de un primero de octubre de 1958, no es extraño encontrar en más de una de sus columnas, especialmente las más antiguas, un tinte juguetón, un tanto hiriente, metafórico y sarcástico. Además, en más de una ocasión se las ha dado de moralista ético y se ha permitido la banal dicha de criticar los comportamientos de algunos funcionarios públicos, como lo fue el caso de la exministra de comunicaciones María del Rosario Guerra, a quién le dejó clarito que eso del rejo ya es cuento viejo. Así lo mencionaría él, ya que es fiel creyente del uso argumentativo de los dichos, historias, anécdotas familiares y frases populares, que en más de una ocasión le sirven de introducción para otorgar un contexto no tan técnico o una ejemplificación más cercana.

Sí bien es claro que ni Uribe ni Petro son sus figuras políticas favoritas y sus discursos de militancia hacia el fajardismo pueden ser de las columnas más atrayentes, de vez en cuando nos encontramos con una columna intimista o reflexiva, como aquella de las “Malas lenguas” que se publicó en el Espectador -periódico para el que actualmente escribe- y más tarde en su página personal, donde de una manera más informal nos abre las puertas de su vida privada, nos ilustra sobre sus hijos, viajes o galardones en medio de quejas o denuncias de algún caso o momento significativo que lo haya sulfurado hasta el punto de tener que escribirlo.

En mi caso, como muchos otros, llegamos a su faceta de columnista por impulso, tratando de verificar o anular ese mito de que no todo buen escritor es buen columnista, pero con Abad, el mito en eso se queda. Sin embargo, su estilo no siempre ha estado tan marcado, a eso del 2020, tal vez por los aires apocalípticos de la pandemia, en sus columnas se empezó a notar una simpleza, como si escribir fuese su acción por contrato y no por gusto, como lo es el caso de “Quemar iglesias”, donde incluso su escritura se ve sosa y sin forma, sin una coherencia clara o estructura desarrollada, me falta ese escepticismo, esa ironía y ese sarcasmo desafiante que lo caracterizaba. No obstante, las columnas que ha publicado en este último año parecen retomar de nuevo esa chispa del Abad que en algún momento fue, como si estuviera retratando lo olvidado.

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