No amarme me ha llevado a odiarme
Ana Sofía Serna Gaviria
Vivir en una sociedad superficial y perfeccionista es una de las problemáticas que considero más relevantes hoy en día. Si uno no se acepta por completo, termina haciéndose daño.
Algo que he notado durante los últimos años, y de lo que cada vez estoy más segura, es de que la gran mayoría de personas en el mundo hemos sufrido, durante nuestras vidas, algún tipo de inseguridad o disgusto al vernos en un espejo o al subirnos en una báscula. Ya sea porque nos sentimos más delgados de lo que quisiéramos, más rellenitos, porque no nos gusta alguno de nuestros rasgos físicos, o porque nos hemos llegado a comparar con referentes que están en puntos casi de perfección, muy complicados de alcanzar.
Y lo que me parece más preocupante de este asunto es que nunca quedamos satisfechos, por más de que intentamos cambiar lo que no nos gusta de nosotros mismos. En nuestra sociedad, además de que existe la tendencia de estar comparándonos con los demás, existe la convicción de que quienes nos rodean nos van a querer más por cómo nos veamos físicamente.
Recuerdo muy bien el momento en el que empecé a estrellarme con esta realidad de la búsqueda del “perfeccionismo” superficial y estético. Yo tenía once años, era una niña de carácter fuerte y despreocupada por mi aspecto físico.Tenía mi mejor amiga, y de ella admiraba que era demasiado bonita. Nos sentábamos en todos los descansos del colegio juntas y solíamos compartir lo que nos mandaban en la lonchera. Un día cualquiera, en uno de esos descansos del almuerzo, le pregunté qué iba a comer; quedé muy sorprendida cuando me dijo que no iba a seguir almorzando porque necesitaba estar más flaca.
Esa tarde llegué de nuevo a mi casa, todo lo que pensaba con respecto a lo que mi amiga me había dicho era un rompecabezas indescifrable en mi mente. Me acuerdo de cómo me miraba en el espejo y me estiraba la piel de la barriga y los cachetes; y empezaba a pensar en que podría verme tan delgada como ella si yo también dejaba de comer lo que me empacaba mi mamá para la hora de almuerzo.
Y, en efecto, días después empecé a hacer lo mismo que ella. No me comía lo que me mandaba mi mamá, botaba la comida y en las noches le decía que en verdad estaba llena, que me sirviera poco. Ver la comida me producía náuseas, cada vez que me miraba al espejo detestaba lo que estaba enfrente. Junto con mi amiga empezamos a seguir los blogs de Tumblr que mostraban niñas que no comían más que lechuga y zanahoria, y sus huesos les sobresalían. En algún punto intentamos cortarnos la piel nosotras mismas, porque no nos sentíamos seguras de lo que éramos.
En ese entonces no pensaba en la magnitud de lo que estaba viviendo. Para mí era un simple asunto de quererme ver más delgada y dejar de lado el “enemigo” que no me lo permitía: la comida. Estaba empezando a obsesionarme con no comer, con ser algo rebelde y verme menos cachetona.
Así pasaron más o menos dos meses, y mi mamá se empezó a preocupar, porque no comía igual que antes; llamó a mi profesora para preguntarle si yo sí estaba comiendo lo que me mandaba de almuerzo, y decía que me veía ojerosa y la ropa me estaba quedando holgada. Y fue ella misma la que pronto no dudó en decirme que me estaba enfermando.
Hoy en día le agradezco a mi mamá por haberse dado cuenta a tiempo de que estaba cayendo en un desorden alimenticio, uno que aún no había tomado mucha fuerza en mi cabeza.
A pesar de que cambié mi forma de pensar, y ya estaba más consciente de que estaba teniendo comportamientos anoréxicos, y volví a comer poco a poco como lo hacía, todavía me sentía como una basura frente al espejo. Me seguí criticando fuertemente durante los años, nunca había sido suficiente para la persona más importante en mi vida: yo misma.
Mi choque con la realidad, en este mundo que no se conforma con nada, continúa en la actualidad. Y es algo que me cuesta todos los días. Me digo a mí misma: “No pelees con la comida, que al fin y al cabo no tiene la culpa”.
Esta es una sociedad en la cual, lastimosamente, es muy común pelearse con la alimentación; si no estamos contentos con nuestra figura o con los números que vemos en la báscula, tendemos a castigarnos con lo que creemos “mejor” para vernos diferentes. Considero que no hay cosa peor que seguir evadiendo lo que en verdad es la solución: pensar en el bienestar propio. Es la primera herramienta que todos deberíamos considerar antes de hacernos daño física y mentalmente.