Ser hincha del Deportivo Independiente Medellín no es para cualquiera. Apoyar al ‘Poderoso de la Montaña’ significa saber sufrir, ser paciente y, sobre todo, ser muy humilde. La humildad es la característica más importante del DIM y de su gente: el hincha rojo sabe ser feliz con lo “poco” que se tiene y sabe disfrutar lo que se gana.
Hablan las canciones de que no necesitamos que esté arriba para quererlo o que solo dos estrellas bastaron para amarlo, como hicieron generaciones anteriores a nosotros que vivieron los 45 años de sequía entre 1957 y 2002.
Cuentan los que estuvieron ahí las historias de aquella estrella de Navidad del año 2002 que puso fin al sufrimiento, de esa legendaria presentación en la Copa Libertadores de América de 2003 que les permitió soñar o de ese famoso 27 de junio de 2004 como el día en el que la humildad derrotó a la arrogancia que caracteriza a su rival clásico, Atlético Nacional, y a su hinchada.
Como la persona con mala suerte que soy, nací en 2005, por lo cual no pude vivir esta hermosa época del “Rey de Corazones”. Tengo que conformarme con escucharla a través de los relatos de mi padre, Andrés. La oveja negra de una familia de hinchas de Nacional y antagonista de su padre, Rigoberto, de Palmira y fanático del Deportivo Cali.
Cada que vemos partidos juntos me cuenta historias de esa época, las llevo escuchando toda la vida. Y aunque fui contemporáneo con la quinta conquista en 2009, a duras penas la puedo recordar.
Toda mi vida soñaba con ese momento, el que le pudiera compartir a mis hijos y nietos, y cada año se me escapaba, pero hubo dos que dolieron especialmente: 2012, vs. Millonarios y 2015, vs. Deportivo Cali.
La primera se convirtió en la que posiblemente sea la mayor “tusa” futbolística de mi vida, tenía 7 años apenas y estaba viendo el partido junto a toda la familia de mi papá. Después de lograr empatar y aguantar con las uñas ese resultado, la suerte nos traicionaría y perderíamos por penales.
Mi tío Alejandro no desaprovecharía la oportunidad y trató de torcerme diciendo que el Medellín nunca ganaría nada y que sería mucho más feliz siendo hincha de Nacional. Dudo que haga falta aclarar si le funcionó.
La segunda se nos escapó de local. Nuevamente estaríamos con la familia de mi papá y las burlas no se harían esperar después de perder en Cali y empatar en Medellín. Mi abuelo se ganó mi odio ese día tras jurar que mientras él viviera, el Medellín jamás lograría ganar otra estrella. Una lágrima rodó por mis mejillas esa noche pensando en si tenía razón.
Después de ese partido, mi papá me abrazaría y me diría:
“Hijo, ser hincha del Medellín va a ser lo más difícil, pero también lo más lindo que jamás vas a sentir en tu vida”.
Llegaría 2016 y algo se sentía distinto. Siempre me ilusionaba con cada nuevo semestre, con cada oportunidad de ganar una estrella, pero había algo diferente ese año, algo me lo decía en mi interior.
Era una sensación que recorría toda mi columna vertebral, que sentía cada que los veía jugar y me hacía decir “este año sí”, jamás la olvidaré. Nunca me había sentido tan seguro de algo en mi vida y la mejor parte fue que se haría realidad.
El 2016-I fue una de las mejores campañas del Medellín en el torneo local, clasificando primero. Se enfrentaría en cuartos de final frente al Deportivo Cali. El Medallo, como es usual, perdería el partido. Significaba tener que escuchar a mi abuelo alardear y menospreciar al rojo. Gracias a eso empecé a comprender la importancia de la humildad.
Llegaría la vuelta, el Medellín remontaría y pasaría de ronda. Mi abuelo se convirtió en fiel reflejo de la frase “la lengua es el azote del culo” y mi papá y yo lo celebramos tratando de aguantar la risa para no hacerlo enojar.
También está esa infame tanda de penales frente a Cortuluá en el Atanasio, que casi logra matarme de un infarto. Disparo tras disparo, la tanda se extendió hasta el cobro 22, físicamente era incapaz de ver sin sentir nauseas de los nervios.
Era el turno del visitante y en mi propia casa, junto a mi papá, gritamos la atajada de David González que sellaba el pase a la final como si Colombia hubiera ganado su primer mundial.
El DIM estaría de nuevo en la gran final del fútbol profesional colombiano y su rival sería el Junior de Barranquilla. Comenzaría en “la Arenosa”, donde el 1-1 en el Metropolitano dejó la serie abierta y a mí aterrado.
Todas las finales que había visto las perdimos, hecho que adjudicaba a mi mala suerte. Mi mente me traicionaba, era inevitable pensar en otro posible fracaso. Sentía ansiedad, pero intentaba confiar en que esta vez sería a otro precio; con toda nuestra hinchada colmando el Atanasio Girardot, debía ser a otro precio.
Era Día del Padre, 19 de junio de 2016. La casa de mi abuela, con todos mis tíos y primos hinchas de Nacional nos recibían a mi padre y a mí con brazos abiertos. Mi abuelo, aún sentido por haber eliminado al Cali, nos saludó de mala gana. “Mijo, nosotros le hacemos fuerza al Medellín hoy, pero no vaya a llorar otra vez si pierden”, me dijeron.
Siempre lloraba por la impotencia, por la ira, por las ganas de verlos “campeonar”, así como mi padre lo había hecho tantas veces. El balón comenzó a rodar en el “Coloso de la Avenida Centenario”.
Aún recuerdo las palabras del relator Eduardo Luis López antes de que comenzaran los 90 minutos que definirían una nueva tristeza o mi primera alegría: “Se escribe la historia en el Atanasio Girardot, ya juegan la gran final de nuestro fútbol…”.
Pitazo final: Medellín 2-0 Junior…
¡Campeones!