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Siempre he podido confiar en mi mente 

Por: Diana Carolina Garcés

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Por mucho tiempo no me he sentido a gusto en mi cuerpo. Definitivamente no me siento a gusto en el mundo o en lo que hemos construido en él; lo que llamamos “civilización”. Sin embargo, siempre he tenido mi mente. En mi mente siempre me he sentido, sino en paz, al menos con certeza de que las batallas que allí lucho las puedo ganar.

El mundo es un lugar hostil en el cual hay muchas cosas aterradoras, pero el terror que te hace sentir tu propia mente es, en efecto, inefable, porque no sabes de dónde proviene ni cómo pararlo.

El día que me rendí estaba en clase. El profesor estaba hablando de un tema particularmente difícil de seguir y en el que tenía mucho interés porque lo había visto en mi trabajo un par de veces, pero no lo comprendía del todo. Todo iba bien, hasta que en un momento no pude entender más. Así, sin matices. No podía comprender el sentido de lo que estaba escuchando; escribía y sabía que no era tan difícil el tema pero simplemente mi mente no lo podía traducir en entendimiento. Nunca he estado más asustado en mi vida. Siempre he desconfiado de todo a mi alrededor menos de mi mente; me aterraba pensar que algo pudiera estar mal con mi cerebro.

Decidí que era cansancio y lo dejé estar. A los pocos días, comprendí totalmente el tema y me pareció la cosa más natural del mundo; como era algo que veía algunas veces en mi trabajo, esperé un nuevo caso para pedirle a mi jefe que me lo dejara llevar. La oportunidad se presentó, ¡mi jefe me permitió hacerlo sin supervisión! Me sentí en la cima de mi carrera.

Pues bien, me dispuse a llevar a cabo la tarea. Contacté con el cliente y acordamos una cita.

Mientras llegaba el día para reunirme con el cliente seguí notando señales de alarma. De un momento a otro al alma me llegaba la sensación de que algo estaba terriblemente mal y que jamás me podría recobrar de algo que estaba a punto de pasar. La sensación duraba minutos y era tortura pura. Casi como si te echaran el maleficio cruciauts en la mente. Era un tipo de dolor nuevo e infinitamente superior al dolor físico. O en ese momento me lo pareció. Días después, llegó a mí el equivalente de este dolor de mi mente a mi cuerpo, y fue como si llevara el infierno en mi interior y se estuviera esparciendo a través de mis poros.

La cosa era así: estaba haciendo cualquier actividad común y corriente y de repente una sensación extraña me recorría alguna extremidad hasta que el dolor me cubría todo el cuerpo. Lo único que podía sentir (porque para ese punto ya no tenía la habilidad de pensar) era que necesitaba amputarme todo el cuerpo.

Las cosas se empezaron a poner incluso más extrañas. De repente me encontraba en la universidad y cuando tomaba consciencia de mí otra vez, estaba en un lugar totalmente distinto. No recordaba cómo había llegado allí, qué había hecho o qué estaba haciendo. Hubo momentos en los que ni siquiera sabía qué día era.

Así sucedió el día del encuentro con el cliente. Lo último que recuerdo antes de saberme hablando con él era que estaba en la clase donde explicaron el procedimiento que pronto iba a realizar en beneficio de mi cliente. Un segundo después, allí estábamos y yo sentía una extraña sensación de no tener control sobre mi cuerpo. Pero miento. En el fondo sabía que aquello que tomaba las decisiones seguía siendo parte de mí y que nunca se iría. En realidad, siempre lo supe. Y en ese momento, decidí dejarlo ganar.

Empecé con los hechos, ¿qué había pasado? ¿por qué había cometido ese acto que sabía que me iba a obligar a imponerle una sanción? Ahí empezaron las súplicas, lo que me obligó a pasar a la segunda etapa, ¿había alguna circunstancia que explicará por qué había cometido la falta? Trató de inventarse mil, pero le recordé que las situaciones en las que están permitidas cometer tal acción eran muy específicas y que por más que tratara de encontrar la manera de acomodar esas situaciones a sus motivaciones, nunca lo lograría.

Finalmente, le dije que había que pensar si se merecía el castigo. Decidimos que así era y por fin el momento para el que me había preparado había llegado. Salió perfectamente, tan perfectamente que de haberme visto el profesor, me habría puesto la máxima nota. Así que lo llamé y le mostré mi obra, le dije que era tal cual él nos habría enseñado.

Hasta el sol de hoy no entiendo lo que pasó. El profesor se puso histérico, más tarde le dijo a la policía que jamás en la vida había enseñado algo semejante a lo que yo acababa de hacer y que el día de esa clase me había desmayado y que ni siquiera presencié la explicación.

Pero yo no le creo, el recuerdo de esa clase está tan vívidamente en mi mente que la puedo recitar de memoria. Siempre he sido inteligente y sé con certeza que puedo confiar en mi mente.

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