La película de Super Mario ha sido un éxito global en taquilla y fenómeno cultural que ha movilizado a varias generaciones, desde niños aficionados hasta adultos nostálgicos.
“Vamos rápido que ya va a empezar”, escucho a un niño decirle a su madre en el pasillo. El teatro está lleno, lo usual para un sábado. Son las cinco de la tarde, hora pico en las salas de cine.
Entre las filas de gente esperando por comprar algo de confitería en el multiplex de Viva Envigado veo gorras rojas con la M mayúscula, camisetas con ilustraciones del personaje y familias tomándose fotos rodeando un cartón con el elenco de la película.
Para muchos podrá ser algo banal, superfluo; muchos serán indiferentes a este estreno que ahora copa los cines del país… Algunos hasta se indignarán por eso y criticarán el capitalismo depredador que exprime hasta el último centavo de toda franquicia exitosa o el acaparamiento gringo de los teatros como algo que va en detrimento del cine local.
No es mi caso. Para mí, el estreno de la película viene siendo como un triunfo, un sueño cumplido del Santiago pequeño: el niño y el adolescente.
De ese Santiago que, cuando llegaba la hora de dormir, escondía su Nintendo DS debajo de la almohada, rezaba el Padre Nuestro y el Ave María no más como para cumplir un trámite, y esperaba a que su madre apagara la luz y cerrara la puerta para abrir la doble pantalla que iluminaba la penumbra bajo las cobijas.
La vida, entonces, era lo que pasaba entre la última vez que había apagado el aparato y la próxima que lo encendiera. Mario siempre estuvo ahí, a través de los años.
Al principio, Mario era Mario, sin contexto: sin internet, sin Wikipedia, sin redes sociales. La parte por el todo: no era necesario saber nada más que lo que el juego enseñaba sobre su universo.
Mario ya existía en el mundo antes que yo: yo existía en el mundo de Mario. Con eso alcanzaba. Después vino el fanatismo y la costumbre de buscar la revista Club Nintendo en cada visita a la Librería Nacional.
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Adentro de la sala, oscuridad. Emoción contenida. Va entrando la gente y el olor a crispetas se riega por el aire.
La función es subtitulada —es decir, con el audio en inglés— y, como era de esperarse, en esta sala no hay niños. Por ahora, porque estamos todos a punto de volver a serlo. Grupos de amigos. Padres de familia. Parejas. Todos masticando la paciencia en forma de maíz explotado.
En la pantalla aparecen Mario y Luigi en su versión clásica, pixelada, la más conocida: la de la primera entrega de Super Mario Bros. —el videojuego de 1985— en un abrebocas que sirve como presentación del logotipo de Nintendo.
Es casi surreal verlo en una pantalla de cine. Después del fracaso rotundo de la anterior adaptación de Mario al séptimo arte en 1993, Nintendo prefirió abstenerse de licenciar sus propiedades intelectuales a compañías cinematográficas en los años siguientes.
Sin embargo, durante la década pasada la estrategia de la compañía cambió y hubo conversaciones internas con respecto al deseo de expandir las oportunidades para que las audiencias y los fanáticos pudieran conectarse con sus personajes.
En 2017 incursionaron en el mundo de los parques temáticos y en 2018 se hizo público que Nintendo colaboraría con Universal e Illumination Studios, casa productora detrás de Mi villano favorito, para realizar una nueva película sobre Mario.
Chris Meledandri, CEO de Illumination, cuenta en una entrevista con Bloomberg que conoció al creador de Mario, Shigeru Miyamoto, en 2014. Dos años después tuvieron discusiones serias sobre la posibilidad de llevar a cabo el proyecto, y en 2020 inició la producción.
A inicios de los ochentas, Nintendo era apenas reconocible en Occidente por sus juegos de cartas, en lo que se habían especializado desde su fundación en 1889.
Donkey Kong —que marcaría la primera aparición del fontanero bigotudo— llegó al mercado estadounidense en 1981 con la intención de competir con Pac-Man en el mercado de las “maquinitas”.
Su propuesta se distanciaría de las tendencias del momento, que eran los juegos de laberintos o de disparos, y por primera vez en la historia desarrollarían una narrativa entre los personajes de un videojuego.
Fue un éxito comercial y los videojuegos evolucionarían para consolidarse como otro medio eficaz, masivo y profundo para contar historias.
Cuatro años después Miyamoto reutilizaría el personaje de Mario como protagonista para la siguiente gran apuesta de Nintendo: Super Mario Bros., un juego para consolas caseras que se convertiría en un fenómeno global y un hito de la cultura popular, y que se haría un lugar para siempre en la memoria colectiva de miles de jugadores de todo el mundo.
Y es que hoy en día cualquier persona menor de 40 años es familiar con el personaje de gorra roja, overol, nariz exagerada y redonda y bigote negro frondoso.
Cualquiera sabe su nombre, incluso sin haber jugado nunca alguno de los más de 200 videojuegos de distintos géneros que han surgido desde entonces, en lo que se consolidaría como una franquicia comercial exitosa trascendiendo, además, su medio de origen para explotarse en juguetes, juegos de mesa, ropa, series de televisión, parques temáticos y, ahora, una película.
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Una muestra de que el primer Super Mario Bros. (1985) es un ícono de los videojuegos es el hecho de que un simple vistazo a una imagen del primer nivel —Mundo 1-1— es capaz de detonar todo tipo de recuerdos en quien la mire: dónde estaba cuando conoció el juego por primera vez, quién se lo mostró, a quién vio jugarlo primero, cómo fue aprender a jugar sin necesidad de que alguien le explicara nada. Mi pareja, que nunca tuvo uno de los juegos, conecta esa imagen con la de su tío jugando en la casa con sus amigos.
En la película, los hermanos Mario y Luigi son dos plomeros incipientes de Brooklyn que, accidentalmente, terminan entrando a una tubería que los transporta a mundos paralelos. Ahí se separan, y nos quedamos con la perspectiva de Mario, que llega al Reino Champiñón, un lugar atestado de pequeños y tiernos hongos bípedos gobernado por una princesa humana.
Justo en ese momento, el Reino se prepara para combatir a Bowser, una bestia que parece tortuga y a la vez dragón y que, al mejor estilo de tirano imperialista, tiene planes de conquistar varios otros reinos dentro de este mundo ficticio. Mario decide tomar parte en esa lucha con la esperanza de reencontrarse con su hermano.
La película le hace un homenaje al Mundo 1-1 en una secuencia en la que Mario y Luigi corren por una zona de construcción de Brooklyn.
Y es que hay muchos que lo llaman “un nivel perfecto” o una “masterclass de diseño”.
La experiencia de jugarlo, de vivirlo por uno mismo te enseña todo lo que necesitas saber para dedicar horas enteras a intentar superar todos los niveles. “Una vez que el jugador sabe qué tiene que hacer, el juego empieza a ser de él”, dice Miyamoto.
Todo eso tocando los botones, es decir, saltando a la piscina para aprender a nadar sin flotador, pedaleando la bicicleta aunque todavía no sepamos manejar el equilibrio. Todo eso porque el diseño está pensado para generar curiosidad e interés y hay que descubrir lo que viene por nuestra cuenta.
En una secuencia posterior de la película, la Princesa decide entrenar a Mario para que esté listo para enfrentarse a Bowser. Mario es un tipo cualquiera; no es ni siquiera un plomero ejemplar —podría ser cualquiera de nosotros—.
Entonces, cuando Peach lo reta a completar su pista de entrenamiento, llena de plataformas en movimiento, obstáculos, enemigos y sorpresas; Mario no tiene mucha esperanza. Pero lo intenta.
Se lanza de frente a los enemigos, los obstáculos, los abismos, las caídas libres, los poderes, todo en un ciclo de causas y efectos, de chocarse contra un muro hasta entender cómo saltarlo, de ser devorado por plantas con colmillos o por peces salvajes, de perder muchas veces. Si hay un momento de la película fiel a los juegos, es este.
Como espectadores, es imposible evitar asociar lo que está en la pantalla con lo que tuvimos que aguantar años atrás, vida tras vida, intento tras intento. Así se aprende a jugar Mario: equivocándose.
Así aprende Mario, en la película, que para ser un héroe no es necesario ser invencible, o volar, sino poder capitalizar los aprendizajes que quedan de los errores cometidos en el pasado.
Todo esto lo pensaba —lo recordaba— mientras miraba la película, ensimismado ante la belleza de la infancia repetida, del peso de lo que nos moldeó como seres humanos.
Mientras tanto, la música de los juegos iba entrometiéndose, como una caricia para la nostalgia auditiva, en la gran pantalla. Todo como un golpe de reminiscencia, un llamado a mirar atrás, a ver lo que no está en la pantalla: lo que rodea todo lo que allí aparece.
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Recordé la Navidad del 2009. Los regalos. La portada de New Super Mario Bros Wii, la más reciente entrega de la franquicia “plataformera”, por primera vez ante mis ojos: una re imaginación del clásico del 85 que traía como novedad que la aventura podría ser jugada entre cuatro jugadores simultáneos por primera vez.
Recordé las tardes del 2010, los amigos del barrio que venían a mi casa a «pasarnos» el juego juntos. Algunos tenían Xbox, otros PlayStation; yo era el de las consolas de Nintendo. Recuerdo cómo jugábamos a los doce años. Cómo gritábamos, con desespero y euforia, para avisarnos de los inminentes peligros o para pedirnos ayuda, para pensar estrategias: “quedate ahí y cuando yo salte por encima vos saltás para impulsarme”.
Recordé los últimos niveles, el temido Castillo de Bowser, a la tortuga enorme escupiéndonos fuego y ocupando la mitad de la pantalla del televisor de mi casa. Y a nosotros cuatro, apeñuscados en ella, saltando de una plataforma a la otra, esquivando las llamas, rescatándonos, intentando llegar hasta el final. A nosotros cuatro saltando en la sala de mi casa, apretando con fuerza los controles.
Recordé cómo perdíamos. Cómo la pantalla nos decía “Game over”. Cómo el fin del juego nunca era el fin del juego. Cómo lo volvíamos a intentar una y otra y otra vez, cada vez más convencidos de ser capaces de lograrlo, repitiéndonos que estábamos más cerca, que ya casi, que le hiciéramos una vez más.
Recordé cómo parábamos después de acumular intentos fallidos y hablábamos entre nosotros, hacíamos mesa redonda, y negociábamos las estrategias. “Vos no me estás ayudando cuando te digo”, “acuérdense de saltar en tal parte”, “lo más importante es que todos tengan el poder del helicóptero para volar, nadie se lo puede quitar a los demás”.
Recordé la satisfacción tan tremenda al terminarlo. La dicha total. La sensación de haber logrado algo juntos, aunque no fuera trascendental. Habíamos luchado por un objetivo, lo habíamos intentado mil veces y lo habíamos conseguido. La princesa, rescatada. Nosotros, héroes. Realizados.
Era el rito de la comunión: del juego con amigos. Ese en el que el triunfo de los otros era la felicidad propia. En el que la derrota era solo un mal necesario, una dificultad agradecida.
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Más adelante en la película, cuando los personajes emprenden un viaje a bordo de karts personalizados y extravagantes, recordé las tardes de competencia a contrarreloj con mi hermana en Mario Kart: Double Dash!!, que jugábamos en el Gamecube.
Creo que mi naturaleza competitiva —que mis amigos de hoy bien conocen y detestan— se forjó ahí, en las carreras cronometradas entre mis personajes y los “fantasmas” de los de ella, que replicaban sus mejores tiempos.
Era una cuestión de perfeccionar cada giro, cada derrape, cada miniturbo estratégico, cada salto; de tener todo obstáculo inminente aprendido de memoria y de saberse la ruta óptima, con atajos incluidos, en un intento por cortarle un puñado de centésimas a su tiempo.
Cuando lo lograba, ella agarraba el control y, como si no fuera gran cosa, le bajaba medio segundo a mi nueva marca. El juego seguía.
Yo volvía a escoger mis personajes, seleccionaba el fantasma con el cual quería compararme y competir, marcado con “INA”, sus iniciales, y salía de nuevo a la pista. Si lo vencía, marcaba el nuevo récord con la S de mi nombre, seguida de mi edad.
Así, en la pantalla del televisor —y en la tarjeta de memoria del Gamecube— iría quedando un rastro del paso del tiempo, un rastro de una obsesión, de una sed de perfección.
Un registro de los Santiagos que, a lo largo de los años, siguieron jugando el mismo juego, incluso cuando los “fantasmas” rivales ya no eran de mi hermana, sino los mismos que yo había dejado como récords años atrás.
Hay tiempos de S12 que S22 intentó romper y no pudo. S25 no podría batirlos ni practicando sin parar mes y medio. Hay tiempos de INA que siguen ahí, todavía. No sé cómo lo hacíamos.
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A una semana de su estreno la película, dirigida por Aaron Horvath y Michael Jelenic, ya había arrasado con varios récords de taquilla. Fue el mejor lanzamiento a nivel mundial de una película animada en toda la historia, y el segundo mejor en el contexto estadounidense.
Según Bloomberg, en solo cinco días la película recaudó más dinero que todas —excepto Ant Man: Quantumania— las películas lanzadas este año: 376 millones de dólares a nivel mundial, 205 millones en Estados Unidos.
En los medios y en las redes ya se especula sobre posibles secuelas y se habla sobre el renacimiento de las películas de videojuegos. Se ha llegado a decir, incluso, que está salvando el cine. No es tan descabellado si se tiene en cuenta que, tras el contexto de la pandemia, los números de asistencia a salas de cine en todo el mundo vienen en recuperación.
En las salas colombianas, por ejemplo, estamos todavía lejos del récord de asistencia alcanzado en 2019, que fue de 73,11 millones de personas según la edición número 24 del boletín Cine en cifras de Proimágenes Colombia.
Los años 2021 y 2022 tuvieron un recuento total en el país de 27,81 y 42,19 millones de asistentes a las salas de cine del país.
Sin embargo, en plena Semana Santa de 2023 hubo una peregrinación hacia las salas de cine de todo el país. Una mezcla de niños en su salsa y adultos en busca de un viaje al pasado, a la infancia. Las filas largas y las salas con más de veinte funciones diarias de la película hablan por sí solas.
Viéndola sonreí todo el tiempo. Fue toda una montaña rusa de ternura, acción y diversión descontrolada. Un bello homenaje a tantas entregas de la serie, con mucha atención a los detalles. Una película hecha con amor, como todo lo que toca Nintendo. Y un motivo para recordar que el error es parte del camino de cualquiera.