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Pasaje La Bastilla, el rincón de los desertores del tiempo

Texto y fotos por Yoharlys Pulgarín

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Este lugar fue en otro tiempo el corazón de Medellín. A su alrededor estaban edificios prestigiosos, bares y cafés de moda, y los hombres y mujeres paseaban elegantes por sus andenes. El lugar es habitado hoy por personas que, con su presencia, rescatan fragmentos del pasado urbano.

Son alrededor de las 10:00 a.m. cuando Édgar Alejandro Salas, un vendedor ambulante de libros, empieza a acomodar sus piezas de trabajo en una especie de mesa de madera de un metro cuadrado. El orden le resulta casi mecánico, solo debe fijarse en que el libro Uno siempre cambia al amor de su vida por otro amor o por otra vida esté en la parte de adelante.

“A la gente le gusta los libros de superación personal”, dice acomodando su cabello plateado, después de organizar su puesto.

En sus diez años como vendedor de libros, Édgar Salas se ha visto envuelto entre los cambios del flujo de la ciudad y su urbanización. Vio llegar la línea T-A del Tranvía de Medellín en 2016 y despidió a la ruta de buses que se estacionaban en la avenida Colombia para recoger a los pasajeros que iban para Buenos Aires y el Estadio.

El tramo entre las calles Ayacucho y Colombia es el sector más tradicional de venta de libros de segunda de la ciudad.

A pesar de que Espacio Público trató de trasladarlo a él y otros compañeros a otros lugares, decidió quedarse en el sitio de siempre. “A veces ellos pasan, pero solo nos registran. Como uno ya está viejo, ya no le cobran”.

Antes de migrar a Medellín, Édgar vendía periódicos y revistas en la ciudad de Cúcuta y en Venezuela. Y aunque toda su vida ha trabajado rodeado de historias y letras en papel, tuvo que renunciar a la lectura por la ausencia de un buen par de gafas. Como muchos otros, vive de lo que haga en un día y solo le alcanza para comprar la comida y pagar el alquiler de una pieza.

“La calle es calle… La calle es muy dura –comenta–. En un día bueno, uno se hace $50.000, pero muchas veces llego a la casa sin ventas”.

Por eso, Édgar decidió que abriría su puesto no solo de lunes a sábado de 10:00 a.m. a 6:30 p.m., sino también los domingos cuando se acercaran días especiales, ya que puede vender entre seis y siete libros. Sin embargo, admite que hay que tener mucho cuidado y cerrar antes que todos se vayan porque la zona puede tornarse peligrosa incluso en el día.

“A veces se me pierden los libros cuando voy a buscar otros al puesto de mi mujer que está en la otra cuadra. Como no hay policías, llega la delincuencia”.

Entre las calles Pichincha y Ayacucho está la zona de almacenes de ropa del pasaje La Bastilla.

Un lugar para descansar

“Yo vivo cerca, entonces vengo a relajarme por acá. Pero, por lo general, me iba al parque de Bolívar y al parque de Berrío”, comenta Nebardo, un hombre de 70 años quien desde hace un mes visita el restaurante Bermar, ubicado en la esquina de la zona de almacenes del pasaje La Bastilla, frente al Éxito de San Antonio.

“Almuerzo acá”, cuenta señalando el restaurante.

Su fachada es simple, es una pared de ladrillos anaranjados con decorado con un letrero negro. Desde el lugar donde estamos se alcanzan a ver tres posters con el menú del restaurante a través de una ventana que sirve como tragaluz.

Pese a la batalla de música entre los bafles de los distintos almacenes, se alcanza a percibir el distintivo murmullo de un comedor y el sonido de los tenedores y trinchetes golpeándose.

“Me gusta mucho, el plato económico, es muy sabroso. No es abundante, pero tiene calidad. Está compuesto por carne molida, arroz, papitas, maduro, huevo, mazamorra con leche y bocadillo. Yo le agrego medio aguacatico y ya, solo me cuesta 13.000 pesos”, explica.

Más tarde pude confirmar las palabras de Nebardo y disfruté de un delicioso almuerzo, aunque un poco diferente.

El interior del restaurante era bueno, estaba distribuido para que llegaran muchos comensales. También había variedad de alimentos, desde el plato económico hasta sancocho y comida de mar.

Era el lugar perfecto para comer luego de caminar todo el día por los almacenes de ropa, buscando el regalo perfecto. Así fue como encontré a Luisa Fernanda, una mujer de 25 años que trabaja en la tienda de vestidos Mega Moda, ubicada en la esquina del pasaje y la avenida Ayacucho.

“Todo tuvo su cambio, antes no tenía jardines ni sillas, pasaban los carros y todo”, recuerda.

Es tiempo de cruzar la calle y explorar el segundo tramo, allí donde viven las historias y se venden los libros. Es la cuadra entre la Avenida Ayacucho y la Avenida Colombia.

Este es el “centro comercial” más importante de libros usados en Medellín.

Del microtráfico a la literatura

Para mi sorpresa, la primera persona con la que hablé en esta zona me dijo que hubo un tiempo en el que reinaba la drogadicción. Pero manifestó que las cosas mejoraron después de la pandemia porque arreglaron el pasaje que antes estaba “feísimo”.

Y si uno hace una búsqueda rápida en Google aparece: “Policía desarticuló red de tráfico de drogas en el pasaje La Bastilla” (El Colombiano, 2015). La nota relata como la Policía capturó a ocho personas que estaban usando los cubículos donde se venden libros como almacén de estupefacientes. Por suerte, el problema cesó o, al menos, eso dieron a entender.

El adivino de los abogados

Luis Eduardo Palomino ha trabajado en el Centro Comercial del Libro y la Cultura durante 32 años. Es conocido por dirigir una librería de textos jurídicos. Y tiene en sus manos una colección de siete libros del Tratado del Derecho Penal de 1962 que, según comenta, sigue siendo base para los juristas.

“Esto a mí me encanta, me hace feliz —dice con una sonrisa de oreja a oreja—. Acá viene mucha gente interesante y hasta le dictan clase aquí parado”.

Algo que no es de sorprender considerando que a su local llegan estudiantes y profesores de distintas universidades. Incluso ha podido notar la transformación de un estudiante “primíparo” a un profesional en Derecho en toda regla.

Luis Eduardo Palomino, un amante del conocimiento y experto en la venta de textos jurídicos

También ha desarrollado la habilidad de identificar en qué semestre está un estudiante y la universidad de donde viene, gracias a los libros que le piden. Y presume que las pocas veces en las se equivoca solo lo hace por un semestre o dos, máximo tres.

Aunque Eduardo ama su oficio y asegura que no lo cambiaría por nada, no suele asistir a ferias. “La gente hace malos gestos cuando ve el letrero de literatura jurídica —afirma en voz baja—. Una vez incluso traté de quitar el letrero para que la gente se acercara a preguntar, pero los organizadores del evento me dijeron que no podía quitarlo, entonces no volví”.

Luis recuerda que treinta años atrás el pasaje La Bastilla era desorganizado, había alcohólicos y drogadictos y aunque no sufrían robos a la gente le daba mucho miedo pasar. Pero todo cambió después de la llegada del tranvía porque hicieron una remodelación y le pusieron las mesas y sombrillas que hoy le dan vida al pasaje.

Consuelo es una vendedora de chance desde hace 15 años en este típico sector de Medellín.

La calle del “tuvo”

Ya son las 12:30 del día y el sol todavía no azota con toda su potencia el centro de la ciudad, el clima permanece fresco como en la mañana gracias a las nubes. El tercer tramo del pasaje está ubicado entre la avenida Colombia y la avenida La Playa, el cual es reconocido por sus bares, cafés y los hombres jubilados.

—¿Usted no sabe? A esto aquí le dicen la calle del “tuvo” –pregunta Consuelo, una vendedora de chance.

—¿Por qué?

—Porque el que viene aquí tuvo plata, tuvo carro, tuvo finca y ya no tiene nada —ríe la chancera.

En esta misma calle se encuentra un bar de hípica en el segundo piso, al lado de la Bastilla Premium. Allí, varios hombres entre los 20 a los 35 años miran fijamente las pantallas de plasma en donde se proyectan las carreras de caballo y el futuro de sus apuestas.

El lugar no huele mal, de hecho no está permitido fumar y las personas parecen relativamente tranquilas en comparación con otros lugares de apuestas del Centro. Tal vez sea por el clima o los vidrios gruesos de la ventana, pero hay un ambiente casi lúgubre en medio de la adrenalina

Uno de los tradicionales bares de hípica, ubicado al lado de La Bastilla Premiun en la que algunos en el sector llaman “la calle del tuvo”.

Salgo de allí y tomo asiento en las mesas con sombrillas de “la calle del tuvo” para disfrutar de un descaso.

En esta calle se instauró el primer café famoso como establecimiento comercial de Medellín en 1920. Pero cerró 53 años después dejando como huella el nombre de este pasaje: La Bastilla. Estaba ubicado sobre la calle Ayacucho y por décadas fue epicentro de la tertulia y los encuentros a cualquier hora del día.

En medio de mi receso, observo el alrededor. Sin duda alguna en esta calle predomina la presencia masculina de personas que superan los cincuenta años, puede que incluso los ochenta.

Dependiendo del lugar puedo escuchar rancheras o salsa. La mayoría de ellos tienen en sus mesas una taza de café o una cerveza.

En la mesa diagonal a mí, un hombre lee el periódico de El Colombiano sorbiendo de una taza vacía. Lleva una camisa roja a cuadros, un pantalón clásico y unas viejas zapatillas de cuero. Parece tranquilo, pero la mujer que atiende las mesas no. Su rostro cambia cuando llegan cuatro clientes nuevos.

“¿Desean tomar algo mis amores?” Su tono es amable, pero neutro. Mientras la mujer va y viene de las mesas al local donde trabaja, se acerca al hombre de camisa roja. “Váyase pues cucho, no pide nada y se queda todo el día ahí”, dice la mujer.

Nadie se escandaliza, parece ser una situación recurrente hasta para el mismo hombre, quien paga su café y se marcha tranquilamente. Uno de los caballeros de la mesa del frente se acerca a pedir una de las sillas vacías de mi mesa, su nombre es Héctor Mejía.

Héctor es un comerciante que solía vender diversas cosas a los trabajadores de La Bastilla en la época del oro. Era un momento donde se vendían “los solitarios”, un gramo de oro costaba $1.500 y se veía a las mujeres usando hasta cuatro anillos a la vez.

Sin embargo, después de cierto tiempo “empezaron asaltar a las muchachas y entonces el mercado del oro se cayó”. Dice que eso ocurrió por allá en el año 83.

Hernando, lustrador de zapatos desde hace 10 años.

El embellecedor del pasaje

Hernando es un lustrador de zapatos, oficio que aprendió de sus padres y al que se ha dedicado toda la vida. “De día era embolador de zapatos y de noche vendía cigarrillos Marlboro por contrabando. Eso me dejaba la mitad de ganancia, por ahí hace 30 años”.

“En esa época manteníamos muy bien vestidos y me hacía la clientela. Yo guerreaba parejo con una señora que me enseñó a vender cigarrillos. Yo surtía $7.000 y los vendía a un peso, pero en ese tiempo la plata sí valía”.

“Actualmente, vengo a las 6:00 a.m. para sacar las mesas de los locales y armar las sombrillas y luego me voy para La Bastilla con la Playa y La Bastilla con Colón a lustrar zapatos”.

“Yo trabajo hasta la 5:30 p.m. y me voy porque de noche esto por aquí sigue siendo fregadito. Todavía hay drogadictos, amanecen por ahí tirando vicio. Era mejor en ese tiempo, ahora lo cogen a uno en el camino y lo cuñan”.

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