Era un día muy nublado y opaco de ese 3 de septiembre de 2006, eso recuerda Rubiela Suárez de Mesa que estaba sentada en un taburete, de roble oscuro, en la sala de su casa mirando por la ventana por si su esposo, recién fallecido, Miguel Ángel Mesa le mandaba algún numerito desde el cielo. “Solo perdí el tiempo, porque ni la muerte le quito lo amarrado. Ni un chance me llegó a dar”.
Ese día Rubiela había tenido a toda su familia en casa, el día anterior su esposo había fallecido de cáncer hepático. Con el estrés de la velación, el tinto, la funeraria, el pésame y el cigarrillo, no había tenido tiempo para estar sola en su casa. El día acababa y la casa se iba quedando vacía… luego de despedir a su hija, por primera vez en mucho tiempo se quedó completamente sola, pero se sentía extrañamente acompañada.
“Las muchachas ya se habían ido, yo me entré para la pieza y me recosté en la cama, pero escuché que se abría el cajón donde Miguel guardaba las llaves”.
Luego del ruido se sentó en la cama, desde la habitación ella llamó: “Jenny, mija, ¿se le quedó algo?” No tuvo respuesta, se puso en pie y camino hasta el bifé. Se percató de que el cajón derecho de las copas estaba abierto, se apresuró a cerrarlo y al ver que no había nadie se dio la vuelta para regresar a la cama, ahí fue cuando escucho las llaves por primera vez. Fue claro el sonido de las llaves cayendo dentro de una de las copas de cristal. “Como si las hubiese tirado, a él le gustaba la puntería”, se giró y vio el cajón que acabó de cerrar abierto de par en par.
“Fue la primera de muchas”, cuenta Rubiela mientras se lleva a los labios una taza de tinto aguapaneludo hecho por su hija. Ella dice que el café antes le gustaba, pero empezó a beberlo seriamente y con necesidad luego de la muerte de Miguel, ya que en las primeras noches sola prefería tomar hasta tres tazas de café para pasar la noche en vela, era preferible eso antes que ser despertada por el espíritu de su esposo. El bifé siempre era la herramienta de sus sustos, ella dice que una semana después de lo de las llaves, ya eran sonidos mucho más fuertes y bruscos los que escuchaba. “Tenía el vicio de despertarme pasadas las dos, tiraba fuerte las puertas de los cajones coperos que rechinaban en toda la casa, yo me moría del susto, pero también quería dormir”, por eso se paraba sin importar la hora a organizar el bifé y volver a la cama.
Pasado el mes de su muerte fue más agresivo el espíritu de Miguel, tanto en el día como en la noche, e incluso con la casa llena por las visitas. El bifé “se movía como si tuviera vida propia, como si un terremoto estuviese azotando la casa”. A veces les decía a las visitas que era el vecino de al lado, que la casa estaba ya vieja y con las paredes tan delgadas cualquier cosa hacía que se moviera el gran escaparate. Pero cuando de sus hijas o hermanas se trataba, la cosa era distinta, a ellas les habla con franqueza, porque lo único que quería era que Miguel la dejara tranquila. Cansada de la situación Rubiela hizo caso al consejo de su hermana menor y visitó al párroco de la iglesia de San Antonio de Prado, que es donde ella vive.
(Enlace y foto del mapa de San Antonio de Prado)
Rubiela llevaba ya quince años viviendo en el corregimiento. La familia de su esposo, Los Mesa, era una de las fundadoras, por lo que era cercana del sacerdote. Ella le comentó al cura la situación, él le dio unas instrucciones y le bendijo un litro de agua, empacado en una botella de Coca-Cola ya vieja y sin etiqueta. Ella llegó a su casa y espero hasta la noche para seguir al pie de la letra las instrucciones del padre; primero, encender dos velas blancas, segundo, rezar tres veces el credo y, por último, lanzarle toda el agua bendita al bifé mientras le pedía al espíritu de su difunto esposo abandonar ese cuerpo inerte. Terminó la botella, se persignó y esa noche pudo dormir sin interrupción.
Los primeros siete días fueron una maravilla, ya eran mediados de octubre y aún tenía asuntos que arreglar de su marido, por lo que dormir bien unos cuantos días le hizo la vida más sencilla. Sin embargo, la dicha no le duró tanto, ya que ocho días después del “ritual” continuaron los ruidos, pero ya ni susto le causaba, solo era molesto, a tal punto de que Rubiela ya le hablaba con normalidad.
— ¡Eh!, Miguel ¿Hoy tampoco me va a dejar dormir?
…
—No joda Miguel, yo no voy a cerrarle los cajones, no moleste, yo estoy con papito Dios.
La situación continuó así por lo que restaba de octubre, Rubiela cada vez estaba más acostumbrada a convivir con el espíritu de su marido que rondaba la casa día y noche, pero aun así, a pesar de saber que ya había “descansado en paz” le pedía todas las mañanas con el rosario de las animas a papito Dios para que le ayudara a Miguel a soltar el plano terrestre y le permitiera disfrutar del tan ansiado paraíso.
Era un 12 de noviembre cuando Gloria, la hija mayor de Rubiela, le dio la idea. “Ese día estaba lloviendo mucho y aunque aquí en Prado el clima siempre ha sido frío, nunca me había tocado ver como el cielo se ponía negro negro como ese día”. Jenny y Gloria, sus hijas fueron a su casa después de llevar los niños al colegio, pero Natalia, la nieta menor para el momento, ya estaba en casa porque solo tenía escuela en las mañanas.
“Yo les serví un tinto y me senté con ellas, como todos los días, a contarnos lo nuevo que sabíamos del pueblo. En esa época no había tecnología porque no había plata pa’ comprarla entonces nos sentábamos a conversar y a hacer las pulidas del día”. (Pulidas: así denomina Rubiela al trabajo en casa que realizaba con sus hijas, donde se sentaba con piezas de bluejeans a pulir los desperfectos de las prendas).
En medio del trabajo y la conversa Gloria le cuenta a su madre y su hermana que había soñado con su difunto padre: “Ella me dijo que había soñado con él, que él le decía que quería irse ya, pero que aún tenía algo pendiente, que necesitaba hablar conmigo”.
—Amá, ¿Y sí mi apá tiene cosas todavía ahí guardadas en el bifé? Él no deja esos cajones en paz y todavía no aparecen los recibos de los impuestos que él y el tío Fernando estaban pagando de la finca del abuelo en Anorí.
—Mija, yo no sé, a mi me dan ganas de botar ese escaparate, su papá lo compró dizque porque un bifé solo lo tenían los ricos, hasta lo compró con el mismo estilo de los taburetes, en roble, que para que pareciera más caché. — Se escucha un ruido fuerte y Natalia, su nieta empieza a llorar. — Sí ve, eso no es sino peligroso, ya todos los niños se han aporreado la frente ahí, un día de estos se van a sacar un ojo con esas puntas.
—Hagamos algo amá, saquemos y vaciemos todos los cajones, si no encontramos nada yo misma desbarato ese bifé y hacemos un sancocho con esa leña el domingo. Pero si encontramos alguna cosa de mi apá nos deja limarle las puntas, embarnizarlo y nos promete que lo sigue guardando acá en la casa.
Sacaron todos los cajones, los apilaron y empezaron a sacar libro por libro, trapo por trapo, copa por copa y así hasta que solo faltaba sacar las sábanas. “Yo estaba segura de que no íbamos a encontrar nada, pero cuando empezamos a sacar las sábanas encontramos el neceser de Miguel”. Ese neceser lo compró Miguel unos años después de haberse casado con Rubiela, ella dice que era como una parte de su cuerpo, si había algo importante el neceser iba con él, porque como el hombre de negocios que era necesitaba cargar todos sus documentos en regla.
Neceser marca Macel de Miguel, aún conservado por Rubiela con todos los documentos de su difunto esposo, Miguel.
—Si ve amá, yo le dije que algo tenía que estar ahí guardado, mi apá como quería ese neceser. Mire que ahí están los impuestos de la finca de Anorí y las escrituras de la casa.
—Y veinte mil pesitos y las fotos de ustedes de chiquitas, yo pensé que nos había guardado tan siquiera una plática, pero bueno al menos encontraron las escrituras. ¿Será que con eso ya deja de joder tanto? Que se vaya a descansar ya, aquí ya no hay más que hacer.
***
Desde que encontramos el neceser Miguel no se volvió a presentar, a veces lo extraño, pero es mejor que ya esté descansando con papito Dios. Yo guardé el escaparate, ese bifé todavía sigue en mi sala, pero ahora solo es decoración. Cuando me muera yo que mi hija y mis nietos hagan lo que quieran con él, pero mientras yo siga con lucidez quiero conservarlo y recordar la ilusión que ese pedazo de madera le dio a Miguel.