Desnudando miedos
Texto por Natalia Martínez
Andrea Rodríguez
Ilustración por Santiago Gordon
Llegamos con miedos e inseguridades sobre nuestros cuerpos y lo que podíamos o no hacer, nos enfrentamos durante una hora y treinta minutos a un tubo de tres metros de acero inoxidable y a un espejo de dos metros y medio de ancho, que reflejaba todo a lo que le teníamos pavor. Este fue el mayor reto que tuvimos que superar.
Nos sentíamos vulnerables al imaginar que estaríamos rodeadas de personas extrañas mientras vestíamos ropa que dejaba poco a la imaginación. “No me depilé las piernas, se me ve el gordito, tengo las uñas de los pies feas, no se me ve bonita esta ropa, no sé hacer nada de eso, qué pena”. Estos eran solo algunos de los pensamientos autodestructivos que pasaban por nuestra mente sin siquiera haber entrado al espacio que, sin saberlo, nos enseñaría tanto.
Al momento de llegar a Poledanzarte, Mónica Vélez, dueña de la academia, nos entregó diferentes documentos para firmar. A a nuestros ojos eran muchísimos, trataban sobre el reglamento de la academia, el protocolo de seguridad contra el Covid-19, el tratamiento de datos personales, entre otros; sin embargo, uno de ellos nos sorprendió y nos hizo dudar un poco de lo que íbamos a hacer, del riesgo que íbamos a tomar. Este era un contrato donde aceptábamos que éramos conscientes de los peligros que corríamos al momento de practicar la actividad y que, además, la academia no se hacía responsable por daños, fracturas, esguinces, incluso la muerte.
-Niñas, ¿ustedes vienen para esta clase? -nos preguntó una profesora.
-Sí -le respondimos en coro y con un tono de voz que reflejaba nuestros nervios.
-¡Bueno! -dijo y empezó a aplaudir de manera eufórica- ¡A cambiarse!
En ese instante nos dimos cuenta de que ya no había marcha atrás, el momento pasó de ser una idea a un hecho. Eran las diez de la mañana, estábamos emocionadas y ansiosas por vivir la experiencia de primera mano, tanto que ahora el momento parecía irreal.
Cuando nos encaminábamos hacia el baño a cambiarnos, tomamos conciencia de que nos encontrábamos en un momento muy retador para ambas. Éramos nosotras contra el temor y las inseguridades, sabíamos que si algo pasaba, estábamos juntas en el proceso, por lo que decidimos romper esa primera barrera y desnudar nuestros miedos frente a la otra, de manera literal, nos quitábamos una prenda y al tiempo compartimos las partes que no nos gustaban de nuestro cuerpo. Así logramos tener confianza entre ambas para tener mayor tranquilidad durante la clase.
La confianza se transformó en fuerza, un elemento importante que nos ayudó, no solo a resolver nuestros conflictos internos, sino también a prepararnos para ese calentamiento que venía a continuación. Dicho entrenamiento, para nuestra sorpresa, nos dio un abrebocas de lo duro que es este deporte y, aunque sabíamos que no sería fácil, tampoco esperábamos que fuera tan difícil. Notamos que hay una mezcla entre la resistencia y el esfuerzo del crossfit con la elegancia y la delicadeza del ballet. Sin embargo, nos miramos sin mencionar palabra alguna, y entendimos que le decíamos a la otra “sí podemos”.
Luego de veinte minutos de calentamiento, llegó el momento de tocar el pole, algo que nos tenía con muchas ansias desde el inicio. Nos imaginábamos ya montadas en él, trepándonos hasta arriba, haciendo giros y poses, pero eso solo fue una idea utópica, pensamos que se haría de manera rápida y no fue así. Realizamos los ejercicios paso a paso. A pesar de la gran impaciencia que teníamos, más adelante notamos que fue lo correcto, porque logramos hacer mejor los movimientos. Aprendimos la importancia de sostenerse bien con las extremidades y la fuerza que debe tener nuestro cuerpo para agarrarnos y no ir al piso en el intento.
Gracias a la calma, logramos hacer la famosa figura llamada cupido. Para lograrlo primero nos ubicamos al lado derecho del tubo, nuestro pie derecho descansaba en la base mientras que subíamos el izquierdo a la altura de nuestra cadera, para crear un ángulo de 90 grados abrazando con fuerza el pole y nos equilibrábamos agarrando el tubo con la mano izquierda. Debíamos tirar la pelvis hacia el frente, el brazo derecho se estiraba con gracia hacia el costado y, si nos sentíamos lo suficientemente seguras, podíamos soltar el izquierdo para generar una sensación de flote y de grandeza.
Este primer ejercicio hizo que le perdiéramos el miedo al pole, a caer o a no tener la suficiente fuerza, pero fue también gracias a la colaboración de nuestra profesora Caterin Castro y de otras dos compañeras que estaban con nosotras en la clase, quienes nos ayudaban cuando nos veían perdidas, nos animaban a seguir intentándolo con frases como: “No te preocupes, estoy aquí”, “No tengas miedo”, “Hagámoslo juntas”. Era algo que nos llenaba de alegría, nos hacía sentir en un espacio seguro y con ganas de seguir haciendo los demás ejercicios.
Más adelante, nos enseñaron a realizar una caminata alrededor del tubo, nuestros pies debían mantenerse en releve, que es cuando se simula la altura de un tacón, y nuestras caderas debían contonearse de manera sensual. Aunque el ejercicio fue el más sencillo de la clase, nos hizo sentir vigorosas y sexys, dándonos paso para que lográramos sacar el poquito de confianza que aún teníamos guardada. Cuando nos vimos en el espejo, reconocimos ese poder interno que tenemos, el cuerpo dejó de estar rígido y empezó a moverse al son de la libertad, fue casi como si por un momento nuestro alrededor estuviera oscuro y la única luz que hubiera en el lugar apuntara de manera directa a cada una. Las críticas y miedos abandonaron nuestra mente para darle paso a un trabajo interno, donde por primera vez dejamos de reprocharnos y empezamos a hacernos cumplidos.
Cuando terminamos la clase, alrededor de las 11:30, nos dirigimos a otro espacio con colchonetas para hacer unos estiramientos finales. Allí tuvimos una conversación muy agradable entre todas, nos reímos y opinamos sobre la experiencia que acabábamos de vivir. En ese instante entendimos realmente que el pole dance no es simplemente “mujeres con poca ropa bailando en un tubo”, porque incluso hay una cantidad considerable de hombres en el medio. Es de verdad un deporte que requiere dedicación, trabajo y superación personal. El acercamiento con esta práctica nos permitió valorar a las personas que lo practican y que hoy nos despiertan admiración, como Cristina, que a sus casi 60 años es una de las mejores estudiantes de la academia, y como Yinel, que a pesar de que creía que era muy complicado no se rendía y seguía esforzándose por aprender.