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Celestina Superlike

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Celestina Superlike

Julieta Ramírez Rossi

En un estudio publicado en Medium, se demostró que en promedio los hombres dan me gusta un 6,2 veces más que las mujeres. Nosotras pensamos un poco más a quién le damos la oportunidad, mientras muchas veces los hombres ponen en piloto automático los dedos y le dan me gusta a cualquier espécimen que se les aparezca.

Tinder. Sexo. Amistad. Amor. Múltiples posibilidades al pie de mis pulgares. Un suave vaivén a la izquierda podría cambiarlo todo. Dudé antes de bajar la app. “Tinder es solo para sexo”, “Ni loca me descargo Tinder en un lugar como Medellín”. Escuché de todo tipo de comentarios antes de usarla, pero nada pudo evitar la descarga de dopamina que sentí cuando obtuve mi primer match. Se me infló el ego a tal punto que seguí navegando sin rumbo fijo, día tras día, horas, perdida entre piropos y juegos de palabras rebosantes de mediocridad o genio.  

En vista de las restricciones por la pandemia de Covid 19 para salir en ese momento, tuve mi primera cita recluida entre las paredes de mi cuarto. Él era un fotógrafo, ingeniero, hombre a lo macho, de veintitrés años, al que “que una chica le dijera que no quería sexo de entrada” le parecía una falta de respeto.  De cara poco pulida, pero una labia y cuerpo construidos con tiempo y paciencia. En su descripción decía que si hacíamos match te regalaba una sesión de fotos gratis.

La conversación empezó con un coqueteo primitivo: “No seré tú Romeo, pero podemos pasar un buen rato juntos”. Conversamos por algunos días, hasta que llegó el momento del clásico “Respuestas lentas” —se enfrentó a su viejo contrincante— “no me llegan las notificaciones ¿nos pasamos a What’s App?” Y acabaron en un empate que dejó a todos los jugadores complacidos: Instagram.

Primera videollamada.

Decidimos tener una cita por videollamada. ¡Que emoción! Así que me bañé, me vestí y me maquillé. Esta vez dejando de lado el desodorante y el perfume. Busqué una camisa sencilla, azul y sin hombros. La combiné con una falda negra corta, aunque no alcancé a lucirla. Me senté en la cama, con mi mural de dibujos y fotos de fondo, encendí el computador y empecé la reunión. En el enlace de Jitsi se leía: “cita con el chico de Tinder”.

Santiago era un seductor. Pasó sutilmente de hablar sobre él mismo a, después de tocarme la guitarra, preguntarme sobre sexo. Que si era virgen, que si lo haría con alguien que acabase de conocer, que una vez lo atraparon haciéndolo en las escaleras de emergencia de un edificio, que de la prisa se le quedó el celular con el que estaba grabando la cuestión y que tuvo que ir a preguntar a la portería si de casualidad lo habían encontrado.

Para Santiago el sexo era una parte esencial de su identidad. Le era inconcebible estar en una relación con alguien y no acostarse. Cuando cortamos me alegré de haber tenido la primera cita por videollamada, no solo por el coronavirus. No hubo segunda cita.

Con Eka las cosas fueron distintas. Paramédico, bombero, estudiante de Medicina, con la historia de cómo salvó un gatito más conmovedora de todas. Al parecer tenía miedo de que yo fuera un perfil fake, uno de los múltiples peligros que conlleva una app como Tinder. Precisamente debido a esta problemática los desarrolladores de la aplicación decidieron añadir la posibilidad de verificar el perfil. El usuario sube selfies que se toma desde la app, las envía y desde la compañía revisan que concuerde con la persona en las fotos subidas anteriormente.

Aún con esta opción, para muchos hombres no es fácil conseguir una conversación que dure, no es culpa de los bots, probablemente se deba a sus matches inconscientes y poco deliberados. En un estudio publicado en Medium, se demostró que en promedio los hombres dan me gusta un 6,2 veces más que las mujeres. Nosotras pensamos un poco más a quién le damos la oportunidad, mientras muchas veces los hombres ponen en piloto automático los dedos y le dan me gusta a cualquier espécimen que se les aparezca.

Puede que Eka hubiera deslizado a la derecha solo para aumentar el chance de un match, pero resultó ser un “buen chico”. Educado, gracioso, un poco tímido. La clase de chico que por su currículo profesional y personal los padres adoran.

Al cabo de algunos días hablando y luego de pasarnos a Instagram, quedamos en tener una cita por videollamada. Tip número uno para las citas online, versión especial coronavirus: excelente conexión de internet. Ojalá que no sea el día después de una tormenta o en un día lluvioso, no ayuda. En medio de nuestra desastrosa primera cita, entre caras congeladas en gestos incómodos y silencios, decidimos cortar. Mantenerlo en mensajes y emojis hasta que pudiéramos vernos.

Yo en un intento frustrado de averiguar qué pasaba con internet.

Así pasaron las semanas entre gifs, fotos de su gato Merlín, mensajes de buenos días con múltiples signos de exclamación (solo al final), emoticones de corazón y… silencio. Ni una palabra más.

Entonces, desmotivada todos los días un poco más por la monótona rutina tinderesca, encontré a Mateo. Un superlike accidentado nos jugó de celestina, así coincidimos por error en ese ciberespacio de límites líquidos. A Mateo le gustan los osos, es tímido y estudia Ingeniería Mecánica en la Universidad de Antioquia. Nunca había salido con una chica de Tinder y me dijo que era más bonita que un atardecer de Minecraft, todo un romántico.

Misma dinámica que antes, Tinder, Instagram, tentativa de cita. Solo que esta vez sí salimos.

Planeé nuestro encuentro con cuidado, siguiendo todas las recomendaciones que pude encontrar online. En un lugar público, el centro comercial Santafé, a plena luz del día, once de la mañana, con el celular al cien y al menos dos personas que supieran dónde estaba: mi mamá y mi hermana. Que por cierto también me hicieron el favor de sentarse a dos mesas de nosotros y tomar registros fotográficos de la cita.

Segundo tip para las citas de Tinder, versión especial coronavirus: pídanle a la persona una foto con la máscara puesta.

Llegó el domingo. Llegué yo, unos once minutos tarde y a pesar de haber llamado a Mateo para averiguar dónde estaba, terminé subiendo al tercer piso cuando él estaba en el primero y para colmo no podía reconocerlo porque tenía la máscara puesta, no estaba motilado y se veía mucho más grande que en sus fotos. Así que cuando bajé hasta Mimos a buscarlo, le pedí enconadamente al patrón de Tinder, que el chico que estaba sentado en las sillas plásticas enfrente de la heladería no fuera Mateo. Busqué su número y marqué. El chico de las sillas plásticas atendió.

Me acerqué luego de colgar rápidamente.

— Hola

— Hola ¿Cómo estás?

—Bien ¿y tú?

— Bien. ¿Qué te gustaría tomar?

— ¿Cómo?

Tercer tip para las citas de Tinder, versión especial coronavirus: recuerda que tienen máscaras y tendrán que hablar el doble de fuerte para poder escucharse. En nuestro caso, encima de que era difícil escuchar, la conversación no fluía. Subimos silenciosamente las escaleras eléctricas hacia el Crepes & Waffles del centro comercial, dejando un escalón de distancia entre nosotros. A mitad de camino Mateo me confiesa que no le gusta el café.

—¿Entonces vamos a otro lado?

—No, está bien. Vamos.

Mateo habla poco, me mira fijamente a los ojos y no parece entender lo que digo. Pensé que era más hablador, por chat es muy hablador. No sé si está nervioso, o decepcionado o tuvo una pelea antes de venir. Me dijo que se había bañado antes de salir, pero se le ve el pelo sucio. Lo lleva atado en una colita desorganizada, no a lo chico indie rockero, a él no le queda bien.

Mientras limpiamos la mesa con antibacterial, no puedo evitar darme cuenta de su voz. Suena como un doblaje de película animada producida en un estudio de poca monta. No tardo en descubrir su muletilla: no sé. No sé qué quiero pedir, no sé cómo me siento, no sé qué pienso al respecto de eso. No hablamos de política ni de religión y no puedo recordar lo que hablamos por chat así que le pregunto las mismas cosas una y otra vez, hasta que en mitad de la respuesta me acuerdo de que ya me había dicho y lo interrumpo: “¡Ah! Sí. me habías contado”.

Me sentía hablando con un mono entrenado solo para decir cosas bonitas, para complacer. Incapaz de ejecutar por sí mismo sus propias consideraciones de lo socialmente correcto o incorrecto, atado a las restrictivas normas del mundo de las citas. Las damas primero, yo pago, hombres, ¡despierten! Mateo, ¡despertá!

Afuera del Crepes & Waffles del Centro Comercial Santafé.

—¿Qué piensas?

—Nada. ¿Vamos? Te acompaño hasta el ascensor, ya me tengo que ir.

Llegué a casa, me quité los zapatos, el bolso, la ropa, el tapabocas y rocié todo con alcohol. Sentí que me había expuesto al virus para nada.

Continuamos hablando someramente por chat, enviándonos memes y canciones. Para cuando llegó el fin de semana habíamos quedado en vernos de nuevo el domingo en Oviedo. Unas dos horas antes del encuentro consideré seriamente cancelar, no perder el tiempo en una cita que sentía no iba a ningún lado…

Pero decidí ir. Nos encontramos en frente de El Corral, un restaurante de hamburguesas un poco más decente que McDonald’s. La luz cálida, las sillas de plástico rojas y los asientos en tonos tierra con el cuero hundido de tantas historias, complementaban los colores de las cuatro de la tarde.

Parados frente al mostrador, no tuve que hacer piruetas para que me dejara invitarlo. Caminamos entre los locales y entre las voces de niños, amigos, y de los que estaban en un plan similar al nuestro. Encontramos un sitio tranquilo para hablar y pudimos compartir los detalles que se nos escapaban entre caracteres. Lejos del ruido y con las máscaras abajo, compartimos un café que nos despertó la imaginación para pensar en el futuro. No estoy enamorada, pero puede que lo invite a salir de nuevo.

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