La mañana del 9 de febrero de 1974 marcó la vida de Carlos Pineda, un adolescente de 14 años. Una jornada familiar llena de alegría se convirtió en una tragedia que cambiaría todo para siempre. En el corazón del accidente se encontró una pipeta de gas y un oscuro secreto de no imaginar.
En una casa de dos pisos en obra negra del barrio Robledo, en la zona noroccidental de la ciudad de Medellín, sector lleno de humildad y gente amable, todo transcurría pacífico y repleto de risas, como cualquier otro sábado.
El aire se impregnaba de un aroma a arepas recién cocinadas. Allí se encontraban tres de los hermanos de Carlos Pineda, Luis, quien para ese entonces era confeccionista y tenía 29 años; Pedro, un vigilante de 23 años y Roberto, el mayor de todos, un taxista de 33 años.
Estaban reunidos como de costumbre para ayudar a Teresa Gómez, su madre, a preparar las arepas que eran gran parte del sustento económico de esta familia.
Sin saberlo, todo comenzó a dar un giro repentino cuando la pipeta de gas se agotó. Con prisa por volver a cocinar para tener las arepas listas lo más pronto posible, Pedro decidió ir en busca de una nueva, pero no logró conseguirla, por lo que tuvieron que esperar unas cinco horas a que pasara el camión repartidor de gas.
A eso del medio día, el camión pasó y Roberto se encargó de comprar y conectar la nueva pipeta. Sin embargo, un error en la instalación desencadenó una serie de eventos catastróficos. La abrazadera que sostenía la pipeta no fue ajustada con la suficiente fuerza, lo que ayudó a que el gas escapara cuando Teresa abrió la llave, liberándolo todo en el interior de la casa.
La familia de Carlos quedó impregnada de gas y en un intento desesperado de evitar ahogarse con este olor, se apresuraron a salir a la calle. Pero el destino tenía otros planes.
La chispa mortal
Mientras los tres hermanos se disponían a bajar las escaleras para salir de la casa, la madre, en medio de todo decidió apagar la luz de la cocina, sin percatarse del riesgo que esto tenía; al hacerlo, desencadenó una chispa interna en el interruptor eléctrico. Así, sin esperarlo, todo se convirtió en llamas. Una increíble explosión aturdió el barrio.
La casa, las ventanas y las puertas volaron por los aires, todos fueron arrojados con una fuerza inimaginable. El fuego envolvió a la familia, consumiendo su piel. La tragedia fue tan intensa que la casa se convirtió en un campo de escombros y cenizas en segundos.
La situación era caótica, Teresa, en un acto de desesperación, decidió correr con las pocas fuerzas que le quedaban hacia la poceta y se arrojó un balde de agua encima.
Infortunadamente, ella desconocía que el gas inflamable no se apaga con agua; en realidad, lo avivó aún más. Sus hijos, a pesar de también estar en llamas, decidieron ir por ella y lucharon juntos por sobrevivir mientras corrían por las escaleras hacia la calle.
Uno de los hermanos, Luis, se devolvió. “Mamá perdóname, pero esto es un infierno”, gritó y se arrojó desde la terraza, en un intento de escapar de lo que estaba viviendo. Milagrosamente no sufrió lesiones, no se rompió ni un hueso.
Los cuerpos chocaban mientras la piel se quedaba pegada a las paredes, todo era una escena macabra, parecía de película.
“¡Llamen a los bomberos, se nos van a morir, tenemos que hacer algo!”, decían los vecinos al ver todo lo que estaba pasando.
Muchos acudieron en su ayuda utilizando sábanas para apagar las llamas, pero las quemaduras eran tan graves que la situación parecía cada vez más crítica.
Una espiral de sufrimientos
Ensordecido por los gritos de la gente, Carlos, a través de una llamada telefónica, recibió la peor noticia que le han podido dar en su vida. Era uno de sus vecinos diciendo: “La casa de su familia acaba de explotar, están casi que en carne viva todos. Sé que usted está ayudando a su papá en el trabajo, pero venga ya”.
Carlos dice que para él “esa llamada fue como si me pegaran mil balazos, sentí por un momento que todo se me nubló y no podía creer lo que me estaban diciendo”.
Rubén, el padre de esta familia, se encontraba en ese momento a su lado, escuchando. Él era un hombre muy responsable que trabajaba desde muy pequeño y cuando se casó con Teresa se volvió repartidor de las arepas que hacían, aunque también era muy enfermo, padecía del corazón y al enterarse de esta tragedia sufrió un preinfarto.
Eso empeoró más la situación porque Carlos tuvo que salir corriendo con su papá para dejarlo hospitalizado y luego ayudar a su madre y hermanos.
Era claro que si todos se quedaban esperando a que Carlos llegara, posiblemente los quemados iban a morir, por eso entre vecinos y otros familiares que habían llegado decidieron parar un bus, bajar a las personas e implorar por ayuda para subir los cuerpos de esta familia que necesitaba atención médica inmediata.
Este bus los llevó acostados en el suelo hacia el Hospital La María de Medellín, ubicado en los alrededores de Castilla (barrio también ubicado en la zona noroccidental de la ciudad). Sin embargo, la tragedia no terminaría aquí.
En ese hospital se enfrentaron a una nueva pesadilla: no prestaban servicios para quemados, simplemente les brindaron primeros auxilios y aparte les informaron que la mayoría de los hospitales estaban llenos de quemados debido a las festividades decembrinas recientes.
Por eso Carlos y algunos otros miembros de su familia tuvieron que recorrer varios centros médicos en busca de ayuda, enfrentándose a desafíos inimaginables en su camino.
Con quemaduras de cuarto y quinto grado que cubrían el 90% de sus cuerpos, los médicos se enfrentarían a un panorama aterrador.
Al haber escasez de cupos en los hospitales, todos quedaron dispersos por la ciudad, para Carlos era un martirio hacer recorridos que le quitaban horas y lo llevaban a tener que montar en seis buses diarios.
Pedro y Luis se encontraban en la Clínica Soma de La Oriental (avenida bastante reconocida que tiene más de 40 años de haber transformado la ciudad de Medellín), Roberto en un hospital de Bello (municipio del norte del Valle de Aburrá) y Teresa, la madre, en el Hospital León 13. Así, cada uno luchaba por su vida.
La tragedia se aferró a esta familia. Teresa fue la primera en morir, resistiendo solo dos días debido a las graves quemaduras y a una traqueotomía de emergencia que le realizaron. Sus restos fueron sepultados en una tarde sombría de un lunes.
La muerte de Roberto siguió el martes, Pedro se murió el miércoles.
Todo parecía el terror de nunca acabar. Carlos, además de lidiar con los entierros y todo lo que estaba pasando, tenía que correr a todos lados con su padre y una enfermera que lo cuidaba las 24 horas del día.
Luis, el único que quedaba vivo, a pesar de las terribles quemaduras, parecía no encontrar la paz en la muerte. Ocho días en una habitación fría, con su piel oliendo a carne podrida, su sufrimiento era perceptible, su cuerpo estaba prácticamente descompuesto.
Los médicos, después de realizar diversas investigaciones, no hallaban razón alguna para que él estuviera vivo, no entendían como su corazón seguía latiendo sin problema, incluso después de retirarle todos los medicamentos.
Fue entonces cuando Carlos y su familia decidieron recurrir a la ayuda de un cura de la parroquia del barrio donde vivían, quien los conocía hace muchos años porque siempre habían sido muy católicos.
El cura al entrar a la habitación y acercarse a Luis sintió algo extraño a su alrededor: “Puedo percibir una energía demasiado pesada aquí, siento oscuridad y agonía, hasta los pelos de punta se me ponen”.
Después de varias horas de estar con él pudo darse cuenta y revelar a la familia que aquello que no lo dejaba morirse en paz era una “contra” en forma de Cristo que tenía incrustada en su brazo derecho.
Se trata de un amuleto que viene cargado de magia o energía que brinda protección a quien lo use. Llevan símbolos mágicos, poderosos y protectores que inspiran o invocan ciertos elementos o cualidades, de acuerdo con su propósito.
“Retírenle la contra, dejen que su alma sea libre de lo que lo tiene amarrado a este mundo, él ya siente que no soporta más este sufrimiento. Si hacen lo que les digo, es muy posible que se muera casi que de inmediato”, dijo el sacerdote.
Al enterarse de esto, Carlos decidió buscar más información y pudo darse cuenta que entre los militares y soldados colombianos era bastante común buscar como ayuda para protegerse del enemigo, las balas y la muerte, el ser “rezados”, utilizar contras de magia negra y brujería. En ese momento todo cobró sentido.
Luis había prestado servicio militar en Puerto Berrio, municipio que de hecho era muy reconocido por la brujería, la magia negra y las ánimas, entonces eso parecía más que evidente. Él, para protegerse, había llevado a cabo un ritual en el que terminaron incrustándole una contra.
Siguiendo el consejo del cura, los médicos realizaron una cirugía en el brazo de Luis para eliminar la incrustación. Tras la extracción, treinta minutos después él se liberó de la agonía, finalmente encontró la paz y se unió a sus hermanos y su madre en la otra vida. Ese mismo día fue enterrado debido a la podredumbre avanzada de su cuerpo.
Cenizas de una tragedia
Con la partida de su último familiar, Carlos se enfrentó al dolor abrumador de haber perdido a su madre y hermanos en circunstancias tan trágicas. Era una situación inimaginable para un adolescente de 14 años.
“Las lágrimas mientras que todo eso me pasaba, quedaron en un segundo plano, para mí era más importante sumergirme en una gran responsabilidad y única misión, intentarlo todo para que mi familia sobreviviera”.
Para él, todo esto fue un desafío que le enseñó el verdadero significado de la fortaleza y la determinación. En medio del caos, encontró la fuerza para mantenerse firme y apoyar a quienes amaba.
Y sí, la vida continuó, pero la herida dejada por esta tragedia nunca se cerró por completo.
Carlos no se quedó del todo solo porque tuvo al resto de su familia apoyándolo, sobre todo su padre, quien pudo seguir con vida muchos años más después de lo sucedido. Para él es un infierno en vida que nunca va a olvidar.
Hoy Carlos cuenta su historia entre lágrimas, a pesar de que ya han pasado 49 años y dice: “La pérdida de mi madre y mis hermanos sigue siendo un dolor profundo y oscuro que me acompañará eternamente”.
*Imagen principal de Markus Spiske