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Carnaval de angustias

Por Valeria Jaramillo Giraldo
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La lanza de madera atravesó el lomo del caballo: era la segunda que lo hería. El animal tambaleaba mientras perdía sus fuerzas. A un paso débil, el garrochero sacó al caballo de la plaza. Un rato después, y aún con mi zozobra por desconocer el destino del animal, escuché a unas voces decir que el caballo había muerto. Era una niña de diez años cuando tuve que presenciar aquel carnaval de angustias.

Fue un 30 de diciembre, cuando a un familiar se le ocurrió llevarme a una corraleja en Caucasia, un municipio de Antioquia aledaño al departamento de Córdoba, que por su ubicación adopta en su cultura costumbres predominantes del caribe.

El evento, muy común en la Costa Caribe colombiana, consiste en lidiar toros en un ruedo de arena, ante la mirada de miles de espectadores ubicados en unas tribunas de tabla y guadua construidas alrededor del escenario. La duración es de aproximadamente seis días, y suele realizarse al finalizar el año y a comienzos del siguiente. Quienes atacan a los toros son llamados garrocheros o banderilleros.

Los primeros son unos sujetos a caballo que llevan unas garrochas –varas largas de madera con una punta de acero afilada– con las que atraviesan a los toros. Los segundos usan instrumentos similares, pero a diferencia de las garrochas son palos más delgados que se les conoce como banderillas.

Por lo general, estos últimos no son toreros capacitados, sino aficionados o personas del público que se meten a la arena por diversión.

Antes de asistir, no era mucho lo que sabía de las corralejas, salvo lo que escuchaba de los tantos comentarios que hacían los habitantes en los que alardeaban su presencia al evento. Y es que para los municipios en donde se realiza, se convirtió en toda una tradición cultural, un acontecimiento casi sagrado en el que ir significa pertenecer a esa esfera popular e incluso elitista de los pueblos, de la que nadie quiere quedarse atrás.

En mi ingenuidad de niña llegué a pensar que tal fanatismo solo podría indicar que se trataba de un maravilloso espectáculo, y en cierto momento sentí emoción al imaginarme estando allí. Pero en realidad, me equivoqué vilmente: desde que me senté en aquellas gradas de tabla mis pocas expectativas comenzaron a desmoronarse.

El lugar pronto estuvo lleno. A simple vista sobresalían los ponchos y los sombreros (aguadeños o vueltiaos, fieles a la fusión cultural de Caucasia) que portaban los asistentes. Por la cantidad de personas, el ambiente festivo y la forma circular de la estructura, parecía que estuviera por comenzar un concierto o hasta un partido de fútbol. Aparte de mí, había bastantes niños, y muchos se notaban menores que yo. La compañía que más abundaba era el alcohol. Los adultos sostenían latas de cerveza en sus manos, y en grupos compartían copas de shots con diferentes tragos. Bien podría decirse que la mayoría de los presentes se encontraban en estado de embriaguez.

Los vendedores ambulantes caminaban entre las tribunas, ofreciendo alimentos como bombones de pollo, butifarras, chorizos, chicharrones y mangos que llevaban en poncheras. Uno de ellos llamó mi atención: era un hombre que tenía en su abdomen lo que parecía ser una colostomía (abertura en el vientre en la que se saca una parte del intestino grueso, para que se expulse por ahí la materia fecal), con la cual aprovechaba para promocionar una serie de CDs que vendía con la recopilación de “los mejores momentos” de corralejas anteriores.

Contaba que entre los videos estaba la vez que un toro lo corneó, y mostraba como evidencia el pedazo de intestino que le colgaba.

Estuve absorta observándolo, hasta que escuché al locutor proveniente de los palcos que anunciaba uno por uno a los toros que se presentarían esa tarde. Las voces de los demás se volvían inaudibles bajo el sonido que provocaban las bandas de porro y fandango, con una intensidad que incrementaba el sentir de los asistentes a tal punto de hacer vibrar la frágil estructura.

Proyectiles de pólvora fueron detonados como señal para que se abriera la puerta de un estrecho túnel en el que guardaban a los toros. Dos banderilleros yacían en el piso esperando el momento exacto para atacar al animal desprevenido. Así fue: el toro salió disparado cuando al pasar por encima de los hombres le clavaron unas lanzas en su lomo.

El toro siguió su camino desorientado, dando vueltas por el ruedo mientras era perseguido por los garrocheros. En un instante uno de los banderilleros que se encontraba cerca le arrojó su lanza, pero el toro fue esquivo y el objeto terminó atravesando a uno de los caballos que se aproximaba.

Me sentí aterrada y extraña. El sentimiento de agobio e impotencia se me acumuló de una forma que solo pudo expresarse en lágrimas. Estaba incrédula ante la emoción de los demás. Por cada puñal que atravesaba a los animales, el público celebraba con vehemencia. Sin ser suficiente con esto, disfrutaban arrojarle cualquier objeto que tuvieran al alcance para lastimar más a los toros. ¿Cómo podían encontrar entretenimiento en infundirle dolor a un animal? Yo en cambio, quería salir del lugar lo antes posible.

Recuerdo cuestionar a mi familiar por lo que hacían en la arena y por el furor que causaba en la gente. Mi mayor interrogante siempre fue el ¿por qué? No entendía los motivos para herir y asesinar de manera tan cruel y absurda a unos animales llevados en contra de su voluntad a un ruedo lleno de personas, ruido, burlas, basura, pólvora y armas cortopunzantes.

A causa de mi edad debía permanecer junto a mi familiar hasta que la jornada terminara. No sabía de cuántas otras escenas aberrantes sería testigo, provocando que me sintiera más incómoda.

Uno de los aficionados en la arena meneaba una manta roja, que llamó la atención del toro. La movió hasta que el animal intentó embestirla con los cuernos. Cuando lo tuvo cerca, el aficionado se sintió acorralado y la arrojó, salió corriendo para resguardarse en las gradas, pero no alcanzó.

El toro lo levantó en el aire con los cuernos, apuñalándolo en repetidas ocasiones. El hombre pudo liberarse en un momento y se escondió debajo de las gradas. Para mi sorpresa, las personas se mostraban más eufóricas que antes. Al parecer, el morbo sobre el dolor humano aumentaba el gozo. Estaba muy confundida. Entonces, ¿además de tener que presenciar la masacre a los animales, el espectáculo incluía la de humanos? Y sí, la fiesta continuaba.

No supe qué fue del hombre, y quizás me resultaba indiferente. Fue su decisión meterse al ruedo y llamar la atención de un animal aturdido.

Las escenas se repitieron hasta que cayó la noche. En total salieron veinticinco toros, que como mínimo resultaron heridos, sin contar los caballos que también padecieron.

En las corralejas el disfrute se justifica con la angustia, el dolor, los heridos y los muertos, como si cualquier sensibilidad o empatía humana desapareciera. Hasta el hombre termina siendo víctima de su propio invento y con toda razón. Lo más lamentable es que los animales están expuestos en un ambiente vulnerable y antinatural, cuando lo normal es que estén a salvo en sus hábitats.

El evento duró tres horas, las más largas y tormentosas de mi vida. Aparte de un dolor de cabeza insoportable, sentía un profundo desprecio hacia la multitud de personas que me rodeaba. Esa noche antes de abandonar el recinto, y con todo el repudio que me salía del alma, hice una promesa que hoy a mis diecinueve años mantengo: no pisar nunca más una corraleja.

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Nota al texto: A lo largo de los años han ocurrido distintas tragedias en este tipo de eventos. Una de las más sonadas recientemente, a mediados del 2022, fue el desplome de unos palcos en las corralejas del municipio de Espinal, Tolima, lo que causó la muerte de cuatro personas y más de 300 heridos. Las estructuras de tabla y guadua no son lo suficientemente seguras para albergar a las miles de personas que asisten a estos espectáculos.

Finalizando el 2022, el Senado aprobó en segundo debate el proyecto de ley que busca prohibir las corridas de toros en Colombia. Un paso importante en defensa de los animales, al que le esperan dos debates más para convertirse en una realidad.

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