Papá solía decir que los males del ser humano son a causa de un gran defecto: hablamos más y pensamos menos.
Hablar es una acción cotidiana. Es tan rutinaria que se suele hacer sin pensar de más; por mero impulso. En ocasiones, incluso, puede que las palabras parezcan solo sonidos por su carencia de significado.
“¿Otro dulce?”, lo miras en tu mano y te replanteas si comerlo o no. “¿Tú te comes todo eso?”, te mueves en tu asiento y te sientes momentáneamente llena. “Ya te queda como estrechita esa ropa”, tomas los extremos de la camisa y tratas de estirarla un poquito más. “Unos kilitos menos no te harían daño”, llevas una mano al brazo contrario y piensas que tal vez sí, está más grueso. “Estás gorda”, lo terminas diciendo tú misma antes de escucharlo de alguien más. Lloras, te desesperas, te miras al espejo y te aborreces, piensas que tal vez todas esas palabras fueron dichas por ti corporalmente y por eso otra persona las tuvo que pronunciar.
Dejas de comer. Pasas de algunas comidas. Ya no vas a la panadería que te gusta. Dejas en el plato el bocadillo después del almuerzo. Pasas de los planes de piscina para no tener que verte en vestido de baño, para no exhibirte. Dejas de subir fotos a tus redes, no quieres sentir que te comparan con esos cuerpos perfectos. Compras ropa más holgada. Evitas a toda costa que se pegue a tu cuerpo. Hablas menos, piensas más.
Ese es solo uno de los tantos casos en los que el ser humano mueve su boca pronunciando sonidos sin sentido, por impulso; algo que probablemente ni siquiera recordará. Sin embargo, mientras regresas a casa tranquilo y piensas en los afanes del hoy o del mañana, tu receptor no está en lo mismo; tiene su mente ocupada en algo más. Se mirará al espejo, pasará su mirada por cada rincón de su cuerpo y resonarán en su cabeza cada una de las palabras que llevaron a la misma conclusión: algo está mal con su peso, con su mente, con su cuerpo, con su forma de ser.
Ayer fue el peso de una, hoy la ansiedad de alguien y mañana tal vez el trauma de otro.
Herman Barh solía decir que “las palabras no están en poder de los hombres; los hombres están en el poder de las palabras”. Equivocado no estaba; nos sirven de medio para controlar masas, mover naciones, pueden inducir al suicidio, son causa de la ansiedad social, del desprestigio, del amor, de la tristeza, del abandono, de la lucha, la depresión, la tiranía, la paz, la guerra, la amistad, la traición; son tan fuertes como la intención que se les otorga. Pero como seres desmedidos no somos fieles seguidores del acto comunicativo consciente y eso se refleja en el efecto que tienen.
Dime, lector, ¿recuerdas las últimas diez palabras que dijiste?, ¿a quién?, ¿pensaste en la repercusión que podrían tener antes de pronunciarlas?, ¿no? Pero es que, ciertamente, ¿quién lo hace?
No pensamos en cómo nuestras palabras pueden determinar el estado de ánimo de una persona, pero sí solemos pensar de más en las palabras que nosotros recibimos, “no, es que no te quedó tan bien”, “no eres buena en eso”, “esa foto que subiste está horrible”, “eres una perra”. Hasta diríamos que a veces nos funciona mejor el oído que el habla, es más consciente, menos denigrante.
Palabra, según la RAE, es la unidad lingüística, dotada generalmente de significado, solo generalmente, porque en algunos casos ni siquiera nosotros mismos sabemos qué estamos diciendo, hablamos como cotorras, por defecto, por repetición, por pura mierda. Aunque solo es así si lo vemos en sentido figurado, porque la palabra no es solo eso, poder, peso, la palabra es expresión y a veces nada más el balbucear cosas o sonidos sin sentido nos hace sentir más libres, más humanos.
Por eso mismo no me siento capaz de determinar el poder de la palabra, podemos decir que tiene impacto, claro está. Que tiene la capacidad de transformar sea para bien o para mal. Que nada más el dejarla ser libre nos otorga tranquilidad. Entonces, solo podemos determinar que la palabra es (im)perfecta.