Por instinto, las madres protegen a sus hijos. Sin embargo, hay unas que terminan por hacer lo contrario: herirlos. La situación puede llegar al punto, que a sus hijos la vida se les vuelve un infierno. Las madres que nos lastiman existen y es una realidad de la que pocas veces se habla.
Juliana Alzate Román
Odiar a la madre es un fenómeno casi sistemático, ocurre principalmente en la relación madre e hija y en mi caso es un legado. En vez de heredarme joyas o reliquias, me han dejado un vínculo de mierda que pasa de generación en generación, pues de la misma forma en que odio a mi madre, mi madre odiaba a la suya y seguro que su madre odiaba a su madre también. Es una verdad que se sabe, pero nunca se dice en voz alta y tal vez, nunca se diga.
Uno de los terapeutas a quienes mentí era una mujer muy guapa. Me caía bien hasta que tocamos el problema con mi madre. Iba a verla los viernes en la tarde cuando salía de la universidad, nuestras charlas giraban en torno a mi familia. Yo mentía acerca de la relación con mi madre. Un día me dijo que estaba preocupada porque corría el riesgo de autolesionarme. Pretendía que fuera donde un compañero suyo que era psiquiatra para que me medicaran. Salí de su consulta y no volví a verla. En las semanas siguientes me dejó varios mensajes: quería asegurarse de que yo estaba bien, pero nunca le devolví las llamadas.
“Tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía cinco años, mi madre empezó a pegarme”
Me daba unas palizas tremendas. Cuando me removía la cara de un bofetón y terminaba de desquitarse conmigo, se desplomaba en el suelo a llorar, diciéndome que era una madre espantosa. Una madre terrible. Y era yo quien iba a consolarla. Le decía que no se preocupara, que no me había dolido tanto y con la rabia entre los dientes debía disculparme por haberla hecho estallar. Estaba resentida conmigo. Me llamaba «furcia», «zorra», «perra», «pedazo de mierda» mientras que yo agachaba la cabeza y me tragaba toda esa basura sin decir una palabra.
“En la naturaleza, si las madres ven que su cría tiene algún defecto que le impida desarrollarse con normalidad, deciden comérselo como un último acto de piedad hacia ellos. ¿Por qué? Porque no desean que estos lleven una vida de sufrimiento”.
Mi madre en cambio decidió parirme a la fuerza y empujarme a una vida de miseria que ella misma me provocó. Prefería cargar con un niño en el brazo que con uno en la conciencia -Pura propaganda antiabortista barata- aun cuando no pasó un día en el que no me recordara cada uno de los defectos que padezco.
—Vea como está de gorda, a las gordas solo las quiere la mamá. —Irónicamente ella nunca me quiso.
El pecado de merecer cada paliza
Hace años que no veo a mi madre, pero la última vez que la vi fue cuando me gradué del bachillerato. Le pregunté por qué había sido tan dura conmigo. Me miró como si le hubiese vomitado en la cara y sin arrepentimiento alguno, me confesó que me había tratado así porque yo le recordaba a él, refiriéndose a mi padre, el imbécil.
Me daban miedo las palizas porque dolían muchísimo, pero siempre pensé que ella me las daba porque yo era una niña muy mala. Lo raro es que con el tiempo aprendes a soportar ese tipo de abuso. Simplemente te dices que no es a ti a quien le están pegando, que no es tu cuerpo el que están pisando y si te concentras bien, puedes llegar a un estado en el que ya no te duele.
Muchas veces me pegaba sin previo aviso y eso me atemorizaba, así que intentaba estar preparada para cuando abriera la puerta y comenzara a golpearme. “Me recordaba a mí misma todo el rato: mi mamá me va a pegar, mi mamá me va a pegar, mi mamá me va a pegar …”
“Todas las mujeres son una versión más joven de sus madres” fue lo que leí en una revista hace un par de años -palabras que supe me atormentarían siempre-. Yo no quiero ser mi madre, ni algo similar, no quiero vivir su vida, ni cometer sus errores. Puede que la manzana no haya caído tan lejos del árbol, pero me resisto a ser como ella.
Tal vez, por eso nunca he querido tener hijos. Tengo el miedo latente a lastimarlos como ella me lastimaba a mí, y despertar un día para darme cuenta de que me he convertido en mi madre.