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Dalí, el gato que no es pintor

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Dalí, el gato que no es pintor

Texto por Paloma Botero U.

Ilustración por Simón Barrera.

Una mascota descubrió un montón de cosas peculiares sobre la casa y la familia con la que vive.

Siento que soy diferente. Mis vecinos felinos se llaman Lulú, Mini y Chiqui. Yo soy Dalí. Por lo que veo no es un nombre muy normal para un gato por estos días. Así se llamaba un artista reconocido, Salvador Dalí. Aunque es extraño porque lo único parecido a una obra de arte en mi vida es la mancha de pipí que dejo en la arena, que a veces queda con una forma interesante.

Volviendo a mis vecinos, tienen una vida normal de gato: comen, duermen, de vez en cuando juegan y disfrutan de las caricias de sus dueños que son un viejito y una pareja de novios. Yo no es que pueda descansar mucho, a quí siempre está pasando algo y la casa nunca está en silencio.

Soy un gato peculiar como la familia en la que vivo. Cada miembro está loco a su manera. Por ejemplo, Paloma, la niña de la casa, está sentada en este instante a mi lado explicándome porqué me considera “suavecito”. También ella tiene un nombre raro. Cuando alguien la llama se me hace agua la boca: ¡qué rico sería cazar una verdadera paloma!

No soy la única criatura felina en la casa, aunque a veces me gustaría. Lluvia (otro nombre poco convencional) es mi compañera. Es como mi hermana menor y está loca. Cuando estoy tratando de dormir se me acuesta encima. Las únicas veces que me puedo librar de ella es cuando me subo al techo y ella no se atreve, por miedosa.

No nos parecemos en nada. A ella solo le gusta la comida mojadita que nos dan y a mí me gusta la seca. Le encanta correr por la casa y andar detrás de los insectos, a mí me gusta dormir. Ella se acuesta en el sol toda patiabierta y yo me quedo en la sombra acostado en forma de bola. Hasta en la parte física somos opuestos: ella es flaca y yo más gordito; ella tiene los ojos verdes y un pelaje claro, yo soy gris oscuro con ojos amarillos.

En los últimos meses he aprendido a tolerar y a conocer mejor a los integrantes de la familia, pues están aquí metidos todo el bendito día. Descubrí que Luis, el papá de Paloma, da las mejores caricias porque tiene unas manos grandes y gorditas. Antes él nunca me acariciaba y ahora hasta puso mi cobija favorita encima de su escritorio para que lo acompañe mientras trabaja.

Soy un gato suicida, según Jerónimo, el niño de la familia. Paloma dice que más bien tengo delirios de volador, pero no, nada de eso. Simplemente tratando de alcanzar los pájaros que pasan por la ventana me he resbalado ya dos veces. Caída libre cuatro pisos para abajo. Y siempre aterrizo en el patio de la señora gruñona que me tiene miedo. Cada vez que me ve sale corriendo y se encierra en su cuarto hasta que alguien me rescata.

Últimamente he escuchado decir a Adelaida –la mamá que siempre está bailando, cantando y tocándome la nariz– que quiere otro gato. ¡No! ¡Por favor no! No me aguantaría otra criatura molestando la vida y robándose toda la comida. Ya suficiente tengo con la loca de Lluvia.

Entonces supongo que sí soy diferente y peculiar por mi nombre, mi familia y el entorno que me rodea. Y aunque ya no me aguanto a Paloma aquí hablándome, a Lluvia jugando con mi cola y a Jerónimo haciendo ruido con esa guitarra, y aunque a veces me quisiera tirar por la ventana y probar un poco de la vida aburrida y tranquila de mis vecinos felinos, ya me encariñé. Aquí me quedo.

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