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El secreto de Consuelo

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El secreto de Consuelo

Consuelo no aguantaba más. Aprovechó que Angélica había salido a dar un paseo por el parque, llevó a Julio César al jardín de la casa y le dijo: “Angélica no es su mamá, soy yo”. Después de 48 años con el nudo en la garganta, Consuelo pudo respirar y, a partir de ese día, Angélica Álvarez no volvió a escuchar que la llamaran “mamá”.

Retrocedamos a finales de la década de 1950 en Ricaurte, Bogotá, un barrio familiar de casitas pequeñas, con su respectivo parque de juegos con columpios, rodaderos y pasamanos. Era un lugar tranquilo, un buen vividero.

Era ese tiempo en el que, pese a la lluvia o el intenso sol, los niños jugaban afuera de sus casas. Entre ellos estaba Consuelo Cadavid, una chiquilla de 14 años con el pelo del color de una papaya que cada que saltaba su lazo lo ponía a danzar con el viento y brillar con los rayos del sol.

Desde una esquina del barrio, allí desde su balcón, la miraba el vecino Miguel Ángel Trujillo todos los días. La miraba ir y venir, saltar y jugar. Consuelo no le era indiferente, le gustaba que él no la perdiera de vista. Y al mismo tiempo no la perdía de vista su mamá, pues Consuelo siempre fue una niña de hogar, una niña “de bien”: casta, conservada y pura.

Su llegada al mundo

La niña Consuelo era hija de Angélica Álvarez, hermana de mi bisabuela materna Pastora Oliva Álvarez. Ellas eran de los Álvarez de Guarne, en la vereda Chaparral, en el Oriente del departamento de Antioquia.

Mucho antes de nacer Consuelito, y por supuesto mucho antes de esta historia, Angélica, su madre, se había inclinado por la vida mística; era monja en un convento católico en Chile, quería dedicar su vida al Señor. Pero cuando se está destinado a la tragedia, ella lo encuentra a uno así sea en las puertas de la iglesia.

La tragedia llegaba entonces cada mes con Augusto Cadavid, un sacerdote que visitaba a su hermana en el convento, otra monja de la comunidad. El amor furtivo de Angélica y el padre Augusto comenzó, no hubo celibato que los detuviera, ni promesa a Dios que lavara el pecado.

Las visitas de Augusto ya no eran solo para su hermana. Así, Angélica quedó embarazada y antes de caer en la vergüenza y el escándalo se autodesterraron del Jardín del Edén fugándose en un barco para la ciudad de Cartagena.

no hubo celibato que los detuviera, ni promesa a Dios que lavara el pecado.
Ocultar el embarazo del cura

Merce, mi abuela, que también estaba presente mientras Consuelo contaba su historia, dijo: “Mi tía Angélica era tremenda, toda la familia lo comenta y ella le dio muy duro a Chelito porque Angélica tuvo muchos novios y vea que hasta se embarazó de un cura, pero ssshhhh…”

Consuelo nació en ese barco llegando a Colombia, el país de su familia materna, pero esta tierra no la recibió con un abrazo cariñoso, pues su papá murió en la Ciudad Amurallada por fiebre amarilla (o eso es lo que contó Angélica).

Unos años atrás, Consuelo estaba paseando con sus primas por el pueblo llamado Jardín, en Antioquia, y en la Casa Museo Clara Rojas Peláez se encontraron con la foto de un sacerdote llamado Augusto Cadavid que era igualitico al papá de Consuelo. Puede haber sido otro enredo de mentiras, puede ser que la mente de ella buscara inconscientemente respuestas o que solo sea coincidencia. 

Angélica siempre le había escrito cartas a la familia, pero desde ese entonces no se supo más de ella por muchos años, quizás eso le facilitó vivir con la mentira mucho tiempo más.

Luego de la muerte de Augusto, ella se fue a vivir a la capital y allí conoció a la hermana de su futuro esposo, Samuel Rodríguez, quien le habló de ese hombre ya mayor que estaba solo y sin familia. Y le sugirió un matrimonio por conveniencia con el que tuvo a sus otros dos hijos.

Julio César adolescente.
Amor a la Miguel Ángel

Del vecino Miguel Ángel no se sabe mucho. Consuelo dice que era muy pequeña y no se acuerda, o no se quiere acordar. Era un joven santandereano de 20 años, huérfano, que vivía con su hermano y su cuñada. Era estudiante en el Claretiano, un colegio de curas que era solo masculino.

Pasaron las semanas y un día Miguel Ángel tocó a la puerta de la casa de Consuelo, sonrió educadamente y se sentó a la mitad de la sala: “En ese entonces no se usaba que hablara con uno, sino con la mamá para pedir permiso de salir. Él iba todos los días después de que yo salía del colegio por ahí a las 4 de la tarde, me hacía la visita en la sala y mi mamá se sentaba siempre a un ladito. No me dejaba sola ni un momentico y así fue como por un año”.

El amor juvenil fue necesitando más que una conversación en la sala de la casa para poder crecer, así que empezaron a ir al teatro a ver películas mexicanas con hombres del espectáculo como Miguel Acebes Mejía y Pedro Infante.

Consuelo recuerda perfectamente el sabor de la fritanga a la salida del estadio El Campín, porque si había algo que le gustaba que le diera su novio era fritanga de Bogotá con herpos, unas galletas rosadas rellenas de bocadillo y arequipe.

Consuelo no era hincha de nada, solo iba porque el novio la llevaba. Eso sí, siempre estaban acompañados por uno de sus hermanos pequeños, aunque fueron pésimos guardianes pues no se dieron cuenta cuando el amor subía de intensidad: besitos en el teatro o en la calle.

Ese muchacho le había caído con toda la artillería pesada: serenatas, dulces, areticos de oro y, sobre todo, agradarle a la suegra. Consuelo empezó a tener más libertad y algunas veces hasta iba de visita a la casa de Miguel Ángel.

Habían pasado ya dos años, Consuelo tenía 16 y la tragedia tocaba de nuevo a las puertas de su vida. Un día organizó con Miguel Ángel para no ir a estudiar, para volarse de clase y, como no había nadie en la casa de él, era el lugar prefecto para encontrarse y besarse.

Un besito trajo consigo otro beso más largo y ese beso más largo sumado a dos jóvenes solos trajo consigo una marea de calor y allí se cocinó la mezcla perfecta: dos cucharaditas de adolescentes, hormonas al gusto, los besos en el lugar perfecto y la soledad, la cereza para el pastel amoroso.

“Mi mamá estaba hablando con la madre Luisa y le decía que yo estaba embarazada, que tenía que ir a prisión, estaba muy enojada y no paraba de pellizcarme”.
Consuelo, ¿una criminal?
Julio César en su infancia.

Como cada día a las 5 p.m., Angélica, Consuelo y sus dos hermanos salieron para misa. “Creo en Dios, padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen…” Y consuelo cayó al suelo, se había desmayado. No tenía fiebre ni había pasado una mala noche, todo pasó tan de repente, se sentía mareada, tenía deseos incontrolables de vomitar.

El malestar fue acompañado por los ojos penetrantes de su madre, su mirada reflejaba saber lo que pasaba. Rápido unió los cabos, enfurecida retorció la piel de su hija con un pellizco y salieron sin decir palabra de la iglesia.

Angélica no moduló en todo el camino, solo seguía andando con paso apresurado hasta que se detuvo frente a El Buen Pastor, la reconocida cárcel de Bogotá.

Mi mamá estaba hablando con la madre Luisa y le decía que yo estaba embarazada, que tenía que ir a prisión, estaba muy enojada y no paraba de pellizcarme”.

La presión social y familiar

La madre Luisa le recomendó un convento en la localidad de Funza, un refugio para madres solteras. Le dijo que ella parecía solo una niña de bien que se había equivocado de camino y que la prisión era para gente peligrosa.

De inmediato emprendieron el camino para el convento, no se detuvieron ni a recoger ropa. Consuelo no se pudo despedir de sus hermanos ni de su hogar, era una niña de 16 años que no entendía lo que pasaba porque hasta ese momento no sabía cuál era el problema.

En el trascurso de su embarazo se enteró que, como su mamá estaba aplicando para una casa de interés social en El Minuto de Dios, el cura Rafael García Herreros era el encargado asignar las viviendas y si se enteraba del escándalo de una adolescente en embarazo estando soltera iban a perder el subsidio. Esto sumando a la vergüenza social a la que se vería sometida la familia…

Mi abuela Merce intervino de nuevo diciendo: “Sí, el padre García Herreros lo veíamos en televisión dando El Minuto de Dios antes de las noticias de las 7 de la noche”.

Consuelo, asentando con su cabeza, continuó su relato. “Mi mamá sabía hasta cuándo me llegaba la menstruación, lo controlaba todo. Demás que así supo el porqué de mis mareos”.

Dos años en su nuevo hogar

Durante todo el embarazo estuvo viviendo en el convento donde había niñas embarazadas, otras vivían allá con sus bebés. Todas aprendían a hacer el ajuar para sus hijos, a tejer sábanas, almohadas, pañales y a adornar la cuna.

Las futuras madres se levantaban desde las 5 de la mañana, hacían sus oraciones, desayunaban y se ponían a tejer. Por suerte, las monjas las trataban muy bien; de hecho, las trataban mejor que sus propias familias que las habían dejado solas.

Un domingo cada 15 días, Angélica iba a visitar a su hija, pero siempre estaba enojada. Durante su estancia en el convento ningún otro miembro de su familia pudo verla, salvo por una vez que la vio a su hermano René. Que la hija de una familia estuviera en un convento por estar embarazada era un secreto social, nadie en la comunidad lo sabía, pero aún así los casos eran muchos.

El domingo de visitas llegó y Angélica estaba con René. Le dijo que la esperara en la esquina y que no se moviera por ningún motivo hasta que ella volviera. Pero la curiosidad le pudo más a este niño de 12 años que quiso ver cómo era el colegio en el que estudiaba su hermana, ese de donde no la dejaban salir.

René se aproximó a un muro, se paró sobre unos ladrillos y al asomarse vio a muchas niñas embarazadas, otras cargando bebés y entre ellas a Consuelo. Entonces se dio cuenta de lo que pasaba, pero tampoco dijo nada hasta 48 años después.

Dos bautizos, un nombre
Julio César y Consuelo tras revelarse un secreto de medio siglo.

Para el 14 de enero de 1961 los dolores de parto comenzaron. Consuelo fue remitida al hospital de Facatativá, su dolor iba en aumento, sentía como si la cadera fuera a desprenderse de su cuerpo. A las cuatro de la tarde de ese mismo día nació y fue bautizado Julio César Cadavid.

Una mañana, Angélica se encontró con el joven Miguel Ángel, no lo pensó dos veces y agarró el primer palo que vio en la calle, salió corriendo detrás de él y se lo llevó a garrotazos al convento. Para ese entonces Julio César ya tenía un mes y Miguel Ángel conoció a su pequeño hijo. Lo tuvo en sus brazos, lo abrazó y lo besó, compartió el amor de una familia.

Pudo ser que esto haya sido lo que impulsó a Miguel Ángel a tomar la decisión de hacerse responsable y allí, en las puertas de un lugar sagrado habitado por mujeres que representan la pureza de la Virgen María, prometió casarse con Consuelo. Ese fue el último día que se volvió a saber de él.

El ocultamiento de la verdad

Habían pasado 10 meses desde el nacimiento de Julio César y aún seguían viviendo en el convento. “Toc, toc, toc”, la tragedia regresaba… Llegó la madre de Consuelo con dos opciones: en la primera ella tendría que dar en adopción a su hijo a una familia campesina de la región y nunca más volver a saber de él. En la segunda tendría que entregarle el niño, permitiendo que lo criase como suyo, renunciar a su derecho de ser mamá y así convertirse en su hermana.

El amor de una madre es de sacrificios: Julio César dejó de ser Cadavid y tuvo su segundo bautizo como Rodríguez. Ese día nació el nudo en la garganta de Consuelo.

Para mitad de año, en ese 1961, la familia ya había recibido la casa en el barrio Minuto de Dios y como eran nuevos no fue muy difícil decir que el hijo era de Angélica. Pasaban los años y Julio César seguía sin saber que Consuelito era su verdadera mamá. Mientras tanto, ella se consumía por dentro, fingiendo ser su hermana, tratando de contener su pena.

Pero el amor de una madre siempre trata de asomarse por cualquier rincón, de manifestarse de cualquier forma, y ese instinto de protección que ella tenía por su hijo hacía que con el paso de los años él cuestionara su verdadero origen; su sangre lo llamaba.

Yo soy su mamá

Una familia de Guarne buscaba a Angélica Álvarez, una hija de la que no sabían hace muchos años y que creían desaparecida. La noticia se propagó en la radio bogotana hasta que llegó a oídos de Angélica, quien les escribió una carta y se puso en contacto con ellos.

A Julio César, su prima Gladis le dijo un día: “Mijo, su mamá es Consuelo”, pero hasta ahí. Su tío René le comentó que había visto a Consuelo en un convento lleno de niñas embarazadas y que ella estaba ahí cargando a un niño, pero hasta ahí; y así los chismes de pasillo llegaron al corazón de Julio César, pero hasta ahí.

Algunas, muy escasas veces, Consuelo tomaba el valor para enfrentar a su mamá y decirle que ella era la verdadera madre del niño, pero los retorcijones en su piel la hacían poner de nuevo en cintura.

Años más tarde, Julio César vivía en Estados Unidos y se llevó a pasear a su mamá y a su hermana a New York. Un día, allá al otro lado del continente, la tragedia volvió a retumbar: “toc, toc, toc”, pero nadie le abrió las puertas.

El sol de aquella mañana brillaba con más fuerza que nunca o quizás la poderosa estatua de la Libertad lanzó algún rayo mágico sobre Consuelo que la impregnó de ese espíritu de libertad, pero ese fue el día…

Consuelo aprovechó que Angélica había salido a dar un paseo por el parque, llevó a Julio César para el solar y le dijo la verdad. Después de 48 años con el nudo en la garganta, Consuelo pudo respirar y a partir de ese día de la boca de Julio César no volvió a salir para Angélica la palabra “mamá”.

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