Un pequeño acto que hasta el momento parecía inocente. Se las clavaba en las palmas en momentos de desespero o tristeza incontrolable. Las hundía en la piel hasta que salían pequeños halos de sangre. Según ella, eran fáciles de esconder: palmas siempre hacia abajo, objetos que ocuparan las manos o simplemente meterlas en sus bolsillos. Pensó que tenía todo bajo control. Sus pensamientos no llegaban todavía a un deseo de muerte y las decisiones que tomaba parecían tener efectos positivos y poco letales.
Juliana, quien prefiere no usar su nombre real, empezó desde los 13 años con pensamientos autodestructivos y obsesivos, algo que se considera común en pacientes con depresión. Como suele suceder con esta enfermedad, no existía una razón tangible para dichos sentimientos. Sus padres, las personas que mejor la conocían, no podían ver sus síntomas ni entenderla, y siempre le repetían: “No tienes que sentirte así, lo tienes todo en la vida”. Era una niña de contextura delgada, con ojos oscuros y un pelo largo y café. Como todos los adolescentes, sintió entrar en la famosa “época del moco”. Su nariz le parecía muy grande para su cara, su pelo era rebelde y opaco, las extremidades demasiado largas y flacas. Nada encajaba con nada.
Fue en esa época, cuando las niñas dejan de verse como princesas de sus padres y empiezan a cuestionarse lo que piensan los demás de su aspecto, que Juliana comenzó a reparar en cada detalle que podía diferenciarla. No era suficiente, era más bien poca cosa: su cuerpo le parecía contrahecho, su inteligencia promedio, su carisma inexistente. A pesar de que familia, amigos y compañeros nunca se lo dijeron con palabras, ella creía sentirlo en el fondo de sus miradas. “No eres perfecta, estás lejos de serlo”, se repetía una y otra vez. No sabía si deseaba ser perfecta o si era lo que alguien más esperaba de ella, simplemente se volvió una meta imposible, que la llevó a castigarse en repetidas ocasiones por “comportamientos insuficientes”, según los definía ella. Se encontraba en medio de un mar de odio a sí misma que la consumía cada vez más.
La falta de compresión por parte de sus padres y amigos la llevaron a pensar, además de su inconformismo, que era una malagradecida y que de alguna forma debía solucionarlo o sufrir las consecuencias en el camino. Sus actos no siempre se generaban por la misma razón: en algunos casos quería castigarse, en otros era una manera de llegar a sus metas y, en algunos cuantos, lo hacía para experimentar un sentimiento diferente al que la poseía. Se planteaba ese dolor como un dolor diferente, que la liberaba un poco de los sentimientos negativos que se acumulaban en su pecho.
vomitaba para bajar de peso (pese a estar delgada) o cuando comía algo que sabía contenía muchas calorías. Pero esto nunca le pareció suficiente y, después de una época de estrés académico, peleas repetidas con sus padres y un aislamiento progresivo de sus amistades, las conductas autolesivas escalaron. Las pequeñas marcas en las palmas se volvieron en un rito cotidiano.
El término utilizado para referirse a este tipo de lesiones es Autolesión No Suicida (ANS), definido en 2007 por la Sociedad Internacional para el Estudio de la Autolesión. Matthew Nock, psicólogo clínico americano, define la ANS como “la destrucción directa y deliberada del propio tejido corporal en ausencia de la intención de morir”.
Estos comportamientos pueden seguir aumentando, aun cuando una ideación suicida no se ha conformado, afectando diferentes aspectos de la vida de las personas, especialmente por la falta de métodos para lidiar con los sentimientos. Las razones detrás de estos actos son muy debatidas, pues existen numerosas explicaciones, que terminan por dividir a los especialistas que tratan el tema. Nock conceptualiza la ANS como “un comportamiento dañino que puede cumplir varias funciones intrapersonales (ej. regulación de los afectos) e interpersonales (ej. búsqueda de ayuda)”. Otros expertos, como la investigadora y profesora de psicología en Harvard, Jill Hooley, explican que en ciertos casos este tipo de comportamientos también se pueden adjudicar a métodos de autocastigo, derivados de una ira hacia sí mismo, común en pacientes con problemas de autoestima.
Juliana nunca estuvo segura de en cuál de estas razones encajaba su caso. Pensaba que todas y ninguna. Creía que tenía razones, pero casi nunca eran claras y, aunque sus acciones fueran persistentes, nunca llegó a cuestionarse a profundidad. Lo que a ojos de ella siguió pareciendo un acto inofensivo, llegó a un nivel preocupante..
Un día, mientras lavaba los platos, un vaso de vidrio se le resbaló. Los pedazos quedaron regados por toda la cocina. Uno llamó su atención. Un cristal de tamaño considerable que había quedado sobre el mesón. Lo tomó en sus manos y así comenzó un suplicio que le prometía acelerar el camino hacia su autodestrucción. Realizaba los cortes de forma horizontal en sus muñecas y muslos. Fáciles de esconder, pero también fáciles de hacer. Usaba buzos, camisas largas, accesorios que los cubrieran. A veces quedaban al descubierto y alguien obtenía un vistazo. Las caras de personas cercanas a su vida se tornaban pálidas y Juliana rogaba por dentro para que no dijeran nada. Mirando en retrospectiva, algo dentro de ella quería que los vieran, que gritaran, que se abalanzaran sobre ella, que la ayudaran. Quienes las vieron nunca hicieron nada. Tuvieron miedo de comentar algo.
El tiempo pasó y cada pequeño acto contra sí misma se quedaba corto. Las heridas se convertían en más y más profundas, hasta que llegó a un punto en que no eran suficientes y las medidas se volvieron más extremas. El pensamiento de “si no estuviera aquí sería mejor para todos” se convirtió en su mantra. Lloraba horas enteras mientras el agua de la ducha caía sobre su cabeza, en las noches, cuando nadie escuchara. Creía que nada la sacaría de ahí, solo la muerte. Ya habían pasado cinco años desde que esos pequeños pensamientos obsesivos, que en su momento parecían inofensivos, se hicieron camino en su cabeza y su vida.
Durante ese tiempo cultivó unos pensamientos que le parecían útiles para llegar a sus objetivos y que cuando menos se dio cuenta, habían mutado y se habían convertido en un monstruo que ahora amenazaba con llevarla a las sombras. Se dejó ganar. La dejó ganar. La depresión había entrado de una manera tan silenciosa y disimulada, abriéndose paso en aspectos que parecían tan fútiles, pero que luego se convirtieron en factores determinantes.
Ya no se trataba de un pequeño castigo, ahora la depresión estaba reclamando su premio final: la vida de Juliana.
Un intento fallido con una pequeña cuchilla, de esas que venden en las papelerías, marcaría el final de un camino y el inicio de otro. La encontraron a tiempo y el problema que tantos ignoraron, por creerlo inexistente, se volvió tan real como la niña tendida en la cama del hospital. Ya era algo que no podían evadir y se dieron cuenta de que, de haber escuchado las pequeñas súplicas, no estarían en esta situación. Juliana encontró una mano amiga, que comprendió a tiempo que las heridas iban mucho más allá de su piel. Y agradeció que esa mano que entró a sus sombras no fuera la de la muerte, sino una cálida y viva.
De hecho, empezó a necesitar más que esa mano amiga. Necesito la de un familiar, la de un especialista y otras tantas. No puede nombrar cuál fue específicamente la que logró salvarla, piensa que quizá fueron todas. Sin embargo, es enfática al decir que la mano no ha de ser siempre la misma, solo debe contar con las mismas cualidades: cálida, viva, paciente, permanente. La sacó del fondo del mar, sus pulmones volvieron a respirar. No de un día para otro. Todo empezó con una pequeña charla, luego otra, otras más, una visita a un profesional, otras más. Los respiros los fue tomando lento, pero seguro. Esperando que llegara el día que alcanzara a la orilla y su respiración fuera consistente, fuerte, inquebrantable.
Un proyecto transmedia para hablar de la depresión como una epidemia invisible.
Soy estudiante de Comunicación Social y Literatura. Vivo por y para la lectura y la escritura. Me encanta contar historias, pero más cuando tienen toques de imaginación. Disfruto más la ficción que la realidad y eso termina por chocar con mis estudios como comunicadora. Mi puesto ideal sería trabajar como editora de ficción.
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Atenta-mente es un proyecto periodístico transmedia, hace parte del énfasis en Periodismo Digital de la Universidad EAFIT.
Creado por un grupo de 13 estudiantes con intereses en el área de la salud mental, con el apoyo de algunos estudiantes y profesores del pregrado en psicología.