En nosotros también habita la belleza

A vos, que como yo, resistís dentro de tu cabeza, tu propia celda:

Creo que a ti, como a mí, se nos ha forzado a cargar con la culpa de una sociedad que ha desplegado guerras y hechos históricos innombrables por no aceptar la diferencia. Un aspecto tan esencial para asumirnos humanos, comunidad, uno… yo.

Se nos ha otorgado la vergüenza de cargar con una particularidad que termina por permear lo que hacemos, creamos y podemos otorgar a la sociedad: una tristeza profunda sin razón aparente, una ausencia de sentido, un vacío que lo llena todo, un abismo siempre cercano, aunque no lo suficiente.

Esa palabra que termina por “definirnos”, se usa con tanta frecuencia en los últimos días que parece carecer de entendimiento alguno, algo que asemejo al uso de la palabra “dios”. Depresión. ¿Podrá una palabra realmente caracterizarnos?, ¿podrá esta palabra ir más allá de cifras, titulares y conversaciones académicas?, ¿podrá alguien conocer un alma pereciente y apretarla hasta hacerla encajar en una definición?, ¿serán la ciencia y la academia otro dios que disfraza su autoritarismo bajo la presunción de saberlo todo?, ¿qué es realmente esa palabra?

Como menciona James Boswell, un escritor inglés, en su libro La vida de Samuel Jhonsson, la depresión es una predisposición para experimentar un afecto negativo frecuente e intenso. Un fenómeno con múltiples variantes, matices, intensidades, mecanismos, roles y manifestaciones; no encontraremos dos personas que vivan la depresión del mismo modo, pues en nuestra historia, aprendizaje y experiencias damos diferentes significados a cada situación, y desde ahí las evaluamos.

Cabe aclarar, además, que ante esta palabra no basta la aclamada fuerza de voluntad, ni nuestro grado de tolerancia a la tristeza y el vacío –o la falta de sentido, que nos impide apreciar aquello que antes era un sueño suficiente–. ¿Cómo callar esa voz que te reclama constantemente, que te compara, que te menosprecia?

Cualquiera que haya leído esta carta hasta este punto podría pensar que se nos ha negado el deleite, el placer y el encanto, pero no, también hay un paraíso: la belleza que habita en nosotros; no considerándolo como una virtud únicamente nuestra, el ser humano en sí mismo habita la belleza, pero creo me entenderás cuando digo que al albergar una herida abierta, un infierno caminante, la belleza, cuando nos visita, se abre ante nosotros con llanto y conmoción, con una sensibilidad preparada para recibirla y disfrutarla, aunque dure poco.

 

Los grandes sufrimientos nos llevan a contemplar la vida con mayor hondura.


Ernesto Sábato, uno de mis escritores más cercanos y apreciados (que por cierto te recomiendo), describe de alguna forma la manera en la que tú y yo recorremos la vida: “Toda experiencia de dolor, de gran dolor, nos cuestiona enteramente la vida, hasta la misma existencia de Dios. Pero los grandes sufrimientos nos llevan a contemplar la vida con mayor hondura. Es un gran misterio”.

Lo que solo se abre ante los ojos de una persona cuando padece un gran sufrimiento, una gran pérdida, una desilusión demoledora, aquello que se queda simplemente en un episodio, en unos días, semanas o meses, es aquello que a nosotros nos impide ver con claridad día a día, año tras año: un gran dolor, ausencia de esperanza, cuestionamientos llenos de culpa, vergüenza, miedo y enojo; una vida finita hasta el hastío, un monólogo interno, incesante ante la incapacidad de explicarlo a otros.

Pero también, es aquello que nos abre la puerta a una belleza infinita, a la empatía dolorosa, a una búsqueda inconforme, tan necesaria por estos días; a una nostalgia que termina en expresiones y experiencias estéticas, artísticas, comunitarias, literarias que serán nuestro relato para continuar construyendo comunidad; o a un trabajo arduo y bien hecho, muy a pesar de todas las cortinas pesadas que debemos correr con bastante esfuerzo antes de poder sentarnos a realizarlo, y a pesar de las ganas permanentes de renunciar a todo, en especial a la universidad.

Podríamos entender a Andrés Caicedo, cuando en su texto, Mi cuerpo es una celda, dice: “Me da un miedo atroz pensar que se está debilitando mi interés por todo. No resisto esta soledad, busco compañía y no resisto la compañía”.

Podríamos entender también a Alejandra Pizarnik, cuando en su poemario, Árbol de Diana, dice: “La soledad es no poder decirla”.

Podríamos comprender a Sábato cuando, en su último libro, Antes del fin, se sincera ante la muerte de su hijo: “Sobre mi escritorio puse una fotografía de Jorge, y ahora lo miro, lo miro con la añoranza de un abrazo que me parte el pecho. Cómo querría volver hacia atrás el tiempo. ¿Cuándo acabará este peso agobiante y absoluto? (…) ¡Cuántas veces, hundido en negras depresiones, en la más desesperada angustia, el acto creativo había sido mi salvación y mi baluarte! (…) Pero la ausencia de Jorge es irreparable”.

No es raro que la depresión haga que te veas a ti mismo de una manera negativa, que sientas que no vales lo suficiente, que no eres digno de ser amado y que nada podrá cambiar. Del mismo modo, sería usual que veas con pesimismo el mundo y el futuro, perdiendo interés en lo que ocurre a tu alrededor y experimentando menos satisfacción por las cosas que antes disfrutabas, tal y como los psiquiatras Judith y Aaron Beck lo mencionan en su texto Terapia cognitiva de la depresión. Sin embargo, como ya te había dicho, no todas las personas vivimos los mismos síntomas:

 
 

 hay quienes pueden no sentir la tristeza o el abatimiento usuales, sino una incapacidad ante el placer, incomodidades físicas o una relación problemática con el alcohol u otras sustancias.

Es por eso que la frase que suele usarse como un intento de remedio o bálsamo: “La vida es bella: aprende a disfrutar los pequeños placeres del día a día”, a la que hace referencia Juan Carlos Rincón en su libro La depresión (no) existe:

  • Se queda corta: el placer es efímero, y, usado en exceso, suele dejar huecos profundos.
  • Es estigmatizante: nosotros sí logramos disfrutar de los pequeños placeres, hay destellos de belleza diariamente, pero, aparte de que encontrarlos con una cabeza llena de angustia, por no decir más, es sumamente difícil, en ello no encontramos razones suficientes.
  • Y, por hacerlo corto, también es egoísta: el mutismo de nuestra sociedad ante las emociones propias y ajenas ha sido siempre una piedra en el zapato, un difusor de violencia, un retroceso. A todos, incluyéndonos a ti y a mí, nos hace falta entender y aceptar el dolor para poder convivir adecuadamente con el propio y el ajeno.

Aún en el momento en que te escribo esto siento algo de culpa, esquivos miles de estigmas en mi cabeza, siento que toco un tema prohibido… No quiero que me mal entiendas, no intento elogiar a “la depresión”, pues tratarla debidamente, y, tal vez, conseguir superarla es el verdadero camino; aún así, mientras encontramos ese camino, hacernos el recorrido más ameno y llevadero es parte de los logros pequeños que podemos conseguir. Aceptar que esa particularidad no nos obliga, ni a ti ni a mí, a cagar con culpa, vergüenza o miedo.

Me atrevo a afirmarte que más personas de las que nos imaginamos han tenido un encuentro cercano con esa palabra, “depresión”, que de manera sutil hace hogar en nuestro cuerpo. Para decírtelo con precisión, la Organización Mundial de la Salud estipula que la depresión afecta, aproxiamente, a 280 millones de personas alrededor del mundo.

Entonces, sería hora ya de que la expongamos, la desnudemos y le atravesemos la culpa y la vergüenza con la que nos ha hecho vivir. Su miedo a ser descubierta ya no será nuestro.

No hay que perder de vista que la vida vale la pena ser vivida, así haya dosis de sufrimiento en ella. Las emociones, aunque no siempre sean placenteras, tienen una razón de ser, aparecen como respuestas de nuestros asuntos internos y externos, y tienen una función evolutiva: nos informan que algo ocurre, nos motivan a la acción y nos empujan a comunicarnos con los demás en búsqueda de apoyo.

Todos somos historias y recuerdos, retos y momentos de crisis que, inevitablemente, nos generan malestar o niveles de afecto negativo y que, cuando persisten en el tiempo, se incrementan y nos incapacitan para lo que usualmente hacíamos, por tanto, es necesario recurrir a un profesional de la salud mental.

Aunque se muestre lejano e inalcanzable, con el acompañamiento adecuado, sí es posible despegarse de esa sombra pesada y oscura que nubla la visión. No siempre será fácil, pero el primer paso es reconocer lo que está ocurriendo y buscar la fortaleza para exteriorizarlo con nuestros aliados en la resistencia: familia, demás seres queridos y profesionales de la salud mental. Se ha evidenciado que entre menor tiempo pase desde el inicio de los síntomas y el tratamiento, mayor será la posibilidad de recuperación.

Por último, quisiera invitarte a responder esta carta. Puedes hacerlo de la manera en que desees, escribiéndome, haciendo un dibujo, mandándome una canción al correo atentamenteeafit@gmail.com; hablar entre nosotros es parte del proceso, una parte de nuestra victoria.

Atenta - Mente

Un proyecto transmedia para hablar de la depresión como una epidemia invisible.

Juanita Mosquera Lasso

Juanita Mosquera Lasso

Amo las historias, por eso me gusta el periodismo narrativo en todos sus formatos. Me encantan la música y los animales. Si no hubiera estudiado periodismo, estaría tocando el chelo en alguna sinfónica.

Elena Suárez

Elena Suárez

Estudio psicología y no veo la hora de graduarme. Me encanta intentar comprender y ayudar a los demás. Para mí, nunca nada es suficiente, siempre me verán intentando aprender un poco más. Casi siempre estoy en desacuerdo con mis amigos, pero aún así nunca peleamos.

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Atenta-mente es un proyecto periodístico transmedia, hace parte del énfasis en Periodismo Digital de la Universidad EAFIT.

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