Era de noche, la calle Barranquilla, en el centro de Medellín, sin salida, un policía en cada esquina y más de 50 niñas corriendo para no ser alcanzadas: unas con mini falda, tacones y escotes prolongados, otras de tenis, shorts y camisas ajustadas que evidenciaban su niñez…
Era martes, los establecimientos cerrados a las 10 de la noche, solo estaba activa una esquina en la que se encontraba un vendedor ambulante, de esos que venden “dulces” en una caseta rodante. Al lado de él dos vehículos negros, perfectos para camuflarse en la oscuridad del lugar. Los dueños de ambos carros y otro acompañante estaban fumando marihuana al lado del vendedor.
Eran las 10:20 de la noche cuando se prendieron las sirenas de los carros policiales, uno a uno salían del Comando de la Policía La Candelaria. Las instrucciones eran claras: debían blindar las cuatro cuadras donde se concentraban la mayoría de las niñas explotadas sexualmente.
El operativo había comenzado…
10:25 y la oscuridad de cada esquina en torno a la calle Barranquilla comenzaba a romperse con las luces rojas y azules de las sirenas que también iluminaban el rostro de angustia de las menores explotadas.
El eco de ese lugar casi solitario se convirtió en gritos de las víctimas: “Corran, llegaron esos tombos hijueputas” “¡Corran, corran!”, sumado al sonido de los tacones y tenis que pisaban la calle a una velocidad similar a la de la luz para no ser alcanzadas. Un policía en cada esquina no fue suficiente. Varias lograron escapar, pero 18 de ellas fueron atrapadas por los uniformados.
Unas lloraban y forcejeaban con los miembros del ICBF, otras se tiraban contra las puertas de metal de los establecimientos que estaban cerrados. Y los hombres que estaban en la otra esquina, fuera de los carros: a carcajadas.
Una de las calles más transitadas de Medellín durante el día, esa noche aglomeró niñas explotadas, sentadas en el andén confesaron que tenían a sus hijos esperándolas en casa con el producido de la noche para comprar pañales y alimentos, la explicación venía de la boca de una menor de 15 años.
Una hora tardaron las autoridades para convencer a todas las niñas de montarse a las patrullas. Siete de ellas, que estaban bajo los efectos de las drogas, fueron convencidas por algunas de sus compañeras que pretendían quedarse trabajando porque eran mayores de edad.
Finalizando el operativo, la única equina activa de Barranquilla llamó la atención de las autoridades, no había cómo camuflarse, estaban atrapados. Los tres hombres: el vendedor ambulante y los dueños del carro fueron requisados, en uno de los carros había dos fajos de billetes y el ventero ambulante tenía en su poder varias dosis de estupefacientes. La policía pidió refuerzos para que se encargaran de ellos y fueran conducidos a la estación policial.
Las luces escandalosas de las patrullas fueron interrumpiendo la oscuridad del centro de Medellín, calle a calle, hasta llegar al Parque Bolívar, allí estaba ubicado un centro de restablecimiento de derechos a menores de edad del ICBF.
En ese lugar, el llanto de las niñas se convirtió en risas. Había terminado la tensión y solo quedaban los procedimientos para reestablecer sus derechos. Fue el lugar perfecto para el desahogo y para conocer las historias.
Las niñas estaban sentadas en varias sillas, como si estuvieran en el lugar del chisme. El centro del ICBF se convirtió en un escenario de historias. Los policías y los periodistas escuchábamos y conocíamos la realidad, mientras el frío nos acechaba y llegaba la media noche.
Una niña de 16 años, con tres meses de embarazo contó que esa calle Barranquilla le permitía ganarse hasta 800 mil pesos cada noche y que era el punto de encuentro de taxistas y extranjeros que “disfrutaban” de sus servicios. Esa labor, según ella, le daba de comer a su bebé.
Ya tenía lista mi reportería: un centenar de historias de un lugar emblemático de Medellín que en la noche refleja la cruel realidad de la explotación sexual infantil.
Mientras abría las rejas del centro del ICBF para volver a la calle, recibí el piropo que más me ha dolido en la vida, venía de una niña de 16 años: “Mi amor, usted está muy linda, escoja cualquiera de los moteles que hay aquí en el centro y yo pago, hermosa”.
Me detuve, respiré profundo y, por primera vez, reaccioné a un piropo de la calle: La miré a los ojos, no puedo negar que me sentía intimidada, recibí una picada de ojo y quité la mirada. Esa sala de la que yo estaba saliendo se había quedado en silencio.
Luego de cruzar la reja, me monté al carro y me fui. Volvimos a pasar por el lugar del operativo y de nuevo: las calles inundadas de menores de edad, la esquina sin el ventero ambulante, sin los dos carros negros, sin los hombres y la calle Barranquilla de nuevo el escenario de explotación sexual de menores de edad.
Esta vez las sirenas no iluminaban los rostros de las pequeñas, así que no se sentían cohibidas en su actuar. Como una fotografía quedó en mi mente la escena en la que las menores reían y coqueteaban sobre esa calle, esta vez con un taxista que las miraba con morbo.