Mi casa era un tercer piso arrendado en obra negra, había un patio grande en el frente y unas escaleras. Allí vivíamos mis papás –mi mamá era ama de casa y mi papá taxista–, mi hermano mayor –estudiaba en la Institución Educativa María Jesús Mejía–, mis abuelos y yo. Solo teníamos un baño y tres cuartos, uno era el del reciclaje, pues mis abuelos eran recicladores, incluso yo los ayudaba con eso antes de que me sucediera algo, que cambió mi vida para siempre.
En la casa muchas veces no teníamos para comer, entonces solo me tomaba una aguapanela y me iba a estudiar a la escuela. Le pedía a los compañeros comida, porque a veces sentía hambre durante la jornada escolar y yo no llevaba lonchera. Tenía 11 años y estaba en sexto grado en ese momento. Ese era ya mi segundo colegio, llamado John F. Kennedy. La entrada tenía una reja grande color naranja, con barrotes a su alrededor del mismo color. Recuerdo que por una de las esquinas de esos barrotes me escapaba del colegio. El John F., como lo llamábamos, tenía forma de D y una estructura de cinco pisos, cuatro eran de salones y algunas oficinas y el último, era la terraza; además en el centro quedaba la cancha. Yo estaba en secundaria y mi jornada era por la mañana, pues la primaria era en la tarde.
La primera vez que yo consumí drogas fue porque había un muchacho del colegio que era muy “valija” (de estilo callejero-delincuente) y le decían “fresa”. A mí me gustaba la forma de ser de él, porque era extrovertido y yo era muy tímido para ese momento. A él le gustaban las drogas y llevaba popper al salón. Una vez no entramos a clase desde por la mañana y nos fuimos a fumar marihuana a San Gabriel. Este lugar era un parque con mucha zona verde y desde entonces empecé a dejar de entrar a clase, a volarme del colegio y a fumar marihuana.
Luego las profesoras me empezaron a llevar donde el coordinador del colegio, un señor de más o menos cincuenta años de edad, de piel morena y calvo. Él me dejaba en coordinación, me decía que me sentara, me ponía a leer, me hacía preguntas extrañas sobre las drogas y también me regalaba plata, me parecía extraño, pero siempre recibía su dinero y me lo gastaba.
La coordinación se encontraba en el segundo piso y era una oficina con una reja color gris, al lado había una puerta para ingresar y en ese primer espacio se encontraba un escritorio, unas sillas y algunos cuadros alusivos a la institución. El segundo espacio estaba dividido por una puerta, también había un escritorio y dos sillas, este lugar era más privado y solitario.
Yo iba en repetidas ocasiones y él no me decía nada, me hacía sentar en la silla, leer, me daba plata y me dejaba en coordinación, entonces yo siempre prefería poner problema en las clases, no prestar atención, crear conflicto con mis compañeros y que me sacaran del salón, para volver a coordinación y tener dinero.
Una vez yo iba bajando por la Carrera 50A, cerca del colegio, y me lo encontré. Me preguntó que cuándo iba a subir a su casa, él vivía en San Antonio de Prado y yo le dije que sí quería ir. La casa del coordinador era blanca, la primera parte era la cocina y tenía dos habitaciones. El hijo, que tenía 28 años, en ese momento vivía en uno de los cuartos; un día subí donde él, la habitación del coordinador tenía un baño, la cama y el televisor, luego me mostró muchos billetes y me dijo que me relajara y que me quitara la ropa, que lo que estaba pasando iba a ser un secreto entre los dos.
Él me siguió regalando dinero y yo seguía yendo a su casa para tener plata y comprar marihuana y comida, además molestaba mucho en el salón y me seguían enviando a la coordinación donde él me hacía sexo oral en la parte de atrás de la oficina. Luego, empecé a notar que otro niño también iba mucho a su oficina y me di cuenta de que también lo hacía con él. Lo último que supe del coordinador del John F. fue que se murió y me hizo pensar que no solo me causó mucho daño a mí, sino a muchos otros niños que pasaron por su coordinación; la verdad nunca me sentí bien al hacer esas cosas y sentía asco por él.
Yo nunca volví a ser el mismo, seguí consiguiendo dinero de forma fácil, me volví más rebelde, no le hacía caso a mis papás, ni a mis abuelos, ni mucho menos a los profesores. Continué consumiendo drogas y esto me llevó a entrar en un proceso de rehabilitación, en contra de mi voluntad, durante 22 meses en Hogares María Auxiliadora. Allí trabajan con terapia de choque, recuerdo que el primer día entré sin saber que me iba a quedar allí tanto tiempo; no se me olvida el día de mi cumpleaños, me sentaron en el banco y los operadores me empezaron a insultar y a echarme baldados de agua fría, luego me cantaron el cumpleaños. Otro de los recuerdos más fuertes que tengo fue cuando me demoraba en cocinar los alimentos para un grupo de cuarenta personas, me llamaban a un círculo y me empezaban a recalcar de una forma hostil que no había hecho las cosas bien. Esa fue un época muy difícil para mí.
Lo que pasó con el coordinador marcó mi vida para siempre, yo era un niño alegre y divertido, pero después de eso me volví un resentido con la vida, sin deseos de salir adelante, alejado de mi familia, sin ganas de estudiar o de tener un proyecto de vida. Hoy lucho con mis recuerdos para salir adelante, superar lo vivido y volver a soñar, tratando de tener una vida normal y ganándome el sustento diario de forma digna, me entregué al entrenamiento deportivo y esto me ha ayudado a distraerme y a volver a luchar por mi vida. Quiero enamorarme y formar una familia. Espero que esto que cuento al menos le sirva alguien para que no pase de nuevo.