¡Qué no apaguen el picó!
Autor: Astrid Bravo
Desde antes de nacer, antes de que se conecten a la energía y alguna tecnología medio mística les haga cantar las voces de los grandes del vallenato, los picós ya retumban: las piezas de madera que los componen, que nunca miden menos de un metro, esparcen por el aire el sonido del martillo cayendo sobre ellas y a veces puede adivinarse algún vestigio de una caja vallenata oculto en el golpeteo.
Osvaldo Junior los crea desde su casa: los corta, los arma, los pega, los pule, los pinta… Y luego, cuando quedan listos para quebrar vidrios y destemplar dientes, los lleva a concurso. Como una pelea de gallos, otra de las tradiciones costeñas, un concurso de picó solo termina cuando uno de los dos corre, cuando se demuestra sin lugar a dudas quién es el que más. Hay algo del espíritu de la gente de esta tierra caliente y alegre que los impulsa siempre a querer superarse entre sí, y en ese afán llegan a lugares insospechados.
¿Dónde, si no en El Caribe, dónde si no en Valledupar, se le iba a ocurrir a la gente competir para ver quién tiene el aparato que más duro suena? En esa carrera, según cuenta Osvaldo, han llegado a fabricar aparatos de sonido con hasta 40 bajos y 24 medios, 64 parlantes en total, más las unidades para brillos. Una monstruosidad.
“El Offa”, como le dicen sus amigos, conoció los picós y se enamoró de ellos en 1988, cuando fue a prestar el servicio militar en Barranquilla. Desde entonces han pasado poco más de tres décadas y Osvaldo habla de ellos con una pasión contagiosa. Cuando le preguntan por la historia de los picós en Valledupar, explica que esta tradición nació de la necesidad de los caribeños de “vacilarse” su música preferida: no se puede comparar el sonido de un radio, de un teléfono o de algún baflecito con conexión bluetooth, al sonido de los parlantes creados a mano y con la firme intención de que lo que suene a través de ellos vibre sobre la piel y haga sentir esa especie de gentil golpe en el estómago del que escucha y baila.
“Aquí la gente competía por quien tenía el sonido más potente, se cerraban las calles de los barrios y comenzaba la mamadera de gallo el baile y la recocha”, cuenta Osvaldo. En torno a estos monstruos de madera creció y se fortaleció toda una tradición de sano esparcimiento sin la que la cultura de los costeños estaría incompleta.

Aunque al principio decir picó era decir alegría, jolgorio, emoción y baile, con el tiempo los picós se fueron estigmatizando por incidentes violentos y drogas. Sin embargo, personas como Osvaldo Junior han luchado por reorganizar este movimiento y devolverle su carácter sano.
Luego hay cosas contra las que no se puede hacer nada más que esperar: a los que ya pasados de tragos y sin control de sí mismos se ponen a pelear en pleno evento, Osvaldo los saca, pero poco puede hacer para sacar de una presentación al bichito que ha creado todo este caos en el que vivimos actualmente. La pandemia redujo el ritmo de avance que tenía esta tradición y recluyó a los equipos de sonido junto con los picoteros en patios y talleres como el que utiliza Osvaldo para crearlos: unos 40 metros cuadrados a cielo abierto, cercados con muros de adobe rojo y en cuyo aire, como el de todos los lugares que de alguna manera tienen que ver con esta cultura, suena casi siempre un vallenato. Detrás de la caja, el acordeón y la guacharaca, suena de tanto en tanto un taladro que pule las esquinas de las piezas de madera, el “tum tum” acompasado del martillo que las une o el llamado potente de Osvaldo que se abre paso entre los demás ruidos para que alguno de sus ayudantes le alcance una herramienta.
Al fondo del taller, bajo techo, están las armazones desnudas de los picós que están por nacer junto a uno ya experimentado, pintado por completo y con un letrero colorido que dice “soooonando”, como enfatizando el entusiasmo de los que lo crearon. Debajo, el nombre del picó “Los Caribeños Super Stereo” y sobre las rejillas que cubren las membranas de las que emerge el sonido un grupo de amigos sonrientes rodeados de bafles descomunales. Con todo y sus diseños, tiene una inversión de más de 100 millones de pesos, tardó años en crearse y pesa no solo por lo grande sino por los sentimientos que genera.
Este y todos los otros picós son a la cultura de Valledupar como los bombones a los niños: un motivo de alegría. Si desaparecieran seguramente habría quejas, lamentos y hasta llanto. Antes de que eso ocurra, los amantes de estos aparatos y toda la cultura en torno a ellos están tomando cartas en el asunto. Osvaldo y los picoteros están buscando salidas junto con los entes gubernamentales y ya hay planes para crear una asociación de picoteros independiente. “Lo que buscamos es que no se muera esa tradición tan importante para nosotros como costeños”, concluye Junior.
El baile se pospone y los picós guardan silencio, por ahora.

Aguas Saladas
Autor: Beatriz Botero – Astrid Bravo
Amaury José Barbosa Colón tiene la piel morena, la mirada seria, las cejas escasas y su barba siempre parece que fue afeitada hace un par de días. Tiene 48 años y vive en el mismo lugar en el que nació: Santiago de Tolú.
El pueblo está a nueve grados, treinta y un minutos y treinta segundos latitud norte, y setenta y cinco grados, treinta y cuatro minutos y cincuenta y cuatro segundos longitud oeste. Está sobre terreno llano, a escasos nueve metros sobre el nivel del mar y es uno de los sitios turísticos de mayor importancia en el caribe colombiano.
Amaury vive allí porque ama el mar y es de él de donde consigue el sustento. “Es pescador” dirá alguno apresurado, pero no. Amaury vive de manejar lanchas, de montar el mar como se monta a una bestia que aún no se ha domado: con respeto y admiración. Desde pequeño, cuando trabajaba en las playas vendiendo caramelos y haciendo mandados, corriendo de aquí para allá con las chanclas llenas de arena, aprendió que esa inmensidad de colores azulados y verdosos era como una especie de dios que podía quitar todo lo que daba en apenas un parpadeo.
Muchas veces vio a hombres de espaldas anchas y piel tostada regresar de la lejanía con la barcaza llena de sardinas y, de cuando en cuando, algún pez de esos que uno apenas sabe que existe porque lo ha visto en algún libro. Muchas otras veces, escuchó también que fulanito y perencejo no volvían desde hacía varios días, porque cuando salieron a pescar el tiempo estaba malo y el mar andaba bravo.
Aun sabiendo que vivir del mar es vivir al día, siempre supo que eso era lo que quería hacer. En cuanto se convirtió en un hombre se inscribió en una academia para estudiar y ser capitán de embarcaciones. Pero como en todo se empieza desde abajo, Barbosa no llegó de buenas a primeras a comandar una carabela de las que se ven en las películas en las que aparece su homónimo. “Como yo de pirata no tengo sino el apellido” dice entre risas, “empecé humildemente, de chofer de lancha en un club que me tuvo trabajando por 15 años”.
Él sabe bien el valor del tiempo, todos le reconocen por su puntualidad, pero a la par de cumplido es también paciente, y durante todos esos años, con la meta fija en la mente, esperó y ahorró lo suficiente para comprar su primera embarcación.
Ese primer “aparato”, como les dice él a sus lanchas, lo consiguió con ayuda de la que hoy es su esposa: Alba Martínez. La ilusión de formar una empresa y que la familia pudiera ser independiente fortaleció mucho su relación y además de esposos, ellos dicen que son socios. Mientras Amaury manejaba lancha en jornadas de diez o doce horas, Alba manejaba las finanzas y se encargaba de que todos los pesos que llegaban a la casa se aprovecharan al máximo.
Esa ilusión y todo el trabajo se convirtieron luego de un tiempo en un club náutico al que llamaron Navegar Club.
Las mareas iban y venían y Amaury siempre estaba trabajando. Después de la primera vino la segunda, la tercera, la quinta, la décima y la decimoséptima embarcación. Por el trato con los clientes y la excelencia de su trabajo, las cosas fueron yendo siempre a mejor. En la actualidad, en Santiago de Tolú hay 17 empresas como la de Barbosa, pero la suya es la única certificada por la norma ISO 9001 del ICONTEC (Instituto Colombiano de Normas Técnicas y Certificación).

El club creció tan rápido y tan bien, que tanto para la familia de Amaury y Amanda, como las de todos los que conducían alguna de las embarcaciones de Navegar Club, lo único que parecía asomarse en el horizonte era más progreso. Todos miraban al futuro con cara de esperanza. Hasta marzo de 2020.
Cinco años después de haber iniciado un proyecto impulsado apenas por las ganas de trabajar y el amor por el océano, un virus raro cruzó el mundo entero, enfermó a un montón de gente y los obligó a cerrar. “Uno quisiera entender por qué es que pasan las cosas, pero eso no dio tiempo de nada. Faltando como un mesecito pa’ semana santa, cuando ya estábamos preparados para todo el boleo de esos días, vimos en las noticias que habían decretado emergencia sanitaria y dizque ya no íbamos a poder trabajar”.
Contar cómo se fueron cerrando las terminales de autobuses, los aeropuertos y hasta las mismas carreteras “es llover sobre mojado”, como dice Amaury.



Si no hay quien visite las playas no hay razón para salir a vender cocadas, ni hay a quién hacerle trenzas, ni hay quien compre manillitas de coral y menos hay quien quiera montar en una de las lanchas de Amaury. El mar se ve tranquilo, quieto como la gente que de él vive. Las coordenadas del pueblo son, por culpa de la pandemia, casi equivalentes a cualquier otra latitud y longitud de esas que visitan los pescadores y en las que lo único que se escucha es el ruido del viento acariciando las crestas del agua salada.
En medio de esa quietud, ya sin excusas para volver al mar, los 17 trabajadores de Amaury han tenido que buscar otros medios para ganarse la vida: la mayoría de ellos está ahora en el sector de la construcción, donde la arena con la que trabajan es gris y aburrida y nada tiene que ver con la de color blanco que antes se les metía entre los zapatos.
Al jefe de todos ellos, el barco se le ha ido hundiendo de a poco, pero como buen capitán, no lo va abandonar sino hasta el último momento, cuando el agua le llegue hasta la coronilla. “Toca hacer caso a lo que dice to’ el mundo. Toca reinventarse, pero yo mis lanchas no las dejo”.
Por decisión propia, casi por despecho, Amaury decidió aislarse a sí mismo de las montañas de información que aparecen día a día sobre el virus. Para él es alguna cosa rara que vino desde China, como desde el otro lado del mar, a acabar sin razón alguna con todo el fruto de su trabajo. Mientras lo dice su mirada ya seria se hace aún más grave y las cejas casi imperceptibles se fruncen en un gesto que combina algo de rabia, impotencia y desesperación.
Luego, levanta la cabeza, mira al frente y sonríe. “Como le dije, vivir del mar es vivir al día… Ahora que se nos acabó la buena racha habrá que buscar otra forma de sustento”.
Compañeros que nos cambian la vida
Compañeros que nos cambian la vida
Por : Manuela Vanegas – Luisa Ochoa
María Inés Londoño asegura con decepción que lo más difícil que ha vivido en su etapa de directora de la fundación Alma Perruna ha sido la pandemia. Los procesos de adopción de mascotas se dispararon durante la cuarentena, sin embargo, la mayor sorpresa que se ha llevado es que la mayoría de las personas las están devolviendo al refugio, ya que no dimensionaban la responsabilidad que implica tener un animal que depende completamente de su cuidador, además, de ser una decisión que cambia cualquier estilo de vida. “Me entristece pensar que las personas creen que adoptar una mascota es como tener un juguete, que cuando te aburres, simplemente lo dejas a un lado o como lo que me está pasando a mí, lo devuelves. Este es un proceso muy responsable, y las personas en ocasiones no entienden su transcendencia, que es cambiar la vida de un ser vivo y tener toda la responsabilidad de cuidarlo, ya que ellos dependen completamente de nosotros”, afirma María Inés.
La vida le dio un giro hace cinco años. Sentía que su vida era perfecta, había tenido relaciones amorosas pasajeras y se sentía cómoda con eso, tenía un excelente trabajo en una agencia publicitaria y todo en su vida giraba en torno a este trabajo, lo que le generaba gran satisfacción. Un día, María Inés decidió adoptar una mascota, su objetivo principal era salirse de la rutina y hacer planes diferentes, como salir a caminar y tener una compañía diaria. Así fue como conoció y adoptó a Nereo, un labrador chocolate.
Su vida dio un giro de 360 grados. Además de su trabajo, se preocupaba por relacionar a su perro con otros animales y, por lo tanto, un día decidió asistir a una jornada de esterilización que se llevaba a cabo en su barrio. La sorprendió el amor con que cada voluntario realizaba las labores de ayuda a diferentes animales como rescates, esto la impactó tanto que tomó la decisión de convertirse en voluntaria de la fundación.

Fue en ese momento que conoció a Carolina Fernandez, fundadora de Alma Perruna y se convirtió en su gran ayudante, comenzó a conocer todo el tema de abandono de mascotas y esto la impresionó profundamente, por lo tanto, en la fundación comenzaron a impulsar el proceso de apadrinaje de perritos abandonados. Al mismo tiempo, María Inés continuaba con su trabajo como comunicadora, ya que esto era lo que le permitía sostenerse, sin embargo, con el tiempo se fue dando cuenta de que este nuevo proyecto demandaba todo su tiempo. Además, Carolina quedó en embarazo y quiso dedicarse de lleno a su hogar; por eso, tomó la decisión de entregar la fundación a María Inés, así fue como la pasión incubada por cuidar a los animales se convirtió en un trabajo de tiempo completo que le demandaba toda su atención.
Sin esperarlo, hoy en día es la directora de la fundación. “Hace dos años me dedico de lleno a esto, me siento completamente feliz y plena, porque encontré un sentido diferente a mi vida, las mascotas son seres llenos demagia y me parte el alma ver que están en situación de calle, desde que esté enmis manos haré todo por ayudarlos”.
María Inés afirma que nunca se imaginó ser una animalista, respetaba mucho sus causas, pero también creía que eran personas que no tenían nada que hacer o que no tenían claro a qué se querían dedicar, pero la vida da muchas vueltas y cambia todos los pensamientos. “Hoy todo a mi alrededor gira en torno a las mascotas y me siento más feliz que nunca, aunque tenemos personas que nos ayudan y muchos voluntarios, la fundación demanda todo mi tiempo”.
El confinamiento ha despertado varios sentimientos y preocupaciones en María Inés, como que cada mascota que pase por su fundación reciba una gran familia, que le brinde el amor y la atención que ellos necesitan, ya que en cada uno de ellos ve reflejado a su perro, Nereo. Así como ella misma lo expresa: “Se vuelven como una extensión de mí, son como hijos y siempre quiero la mejor familia o persona para cada uno de ellos, este siempre es mi objetivo, que se dé un amor correspondido”, cuenta María Inés.
El proceso de adopción en la fundación inicia diligenciando un formulario minucioso, en el cual la pregunta más importante es por qué desea adoptar una mascota. En esta pregunta se puede deducir inmediatamente cuál es la intención de cada persona con los perros. Otro parámetro que se tiene en Alma Perruna es que personas menores de 26 años no pueden adoptar, ya que los menores a esta edad han presentado inestabilidad en las adopciones, dado que sus prioridades de vida son otras.



Luego de llenar el formulario y pasar la prueba de aceptación, se llena un contrato, el cual entre sus reglas estipula una primera semana de prueba en la que se mira la adaptación, tanto del perro como de la familia, después se lleva un control mensual fotográfico, en el que se muestra el estado de la mascota y, por último, y si las personas por algún motivo deciden no tener más al perro, se hace la devolución nuevamente de la mascota.
Las mascotas que son devueltas vuelven a ser protegidas en el refugio e inician nuevamente el proceso de apadrinaje o adopción. Es por esto que encontrar cuál familia es merecedora de la gran responsabilidad de una mascota se ha convertido en una lucha diaria para María Inés, ya que por más perros que logre rescatar y darles un hogar, el crecimiento del abandono de los perros sigue en aumento en Colombia. Se estima que en el país hay cerca de un millón de animales en situación de abandono y esta cifra cada día sigue creciendo, pero esto no rompe sus esperanzas de ayudar a cada perrito que llegue a Alma Perruna.
En las siguientes imágenes se evidenciaran los resultados de una encuesta realizada aleatoriamente a cerca de la opinan sobre adopción de mascotas en cuarentena.




ENTRE LA PANDEMIA ELLA RENACIÓ EN LA VIRTUALIDAD
Autor: Beatriz Botero
Puede decirse que la vida de la profesora Erika ha estado enmarcada en el universo académico, no solo porque hace parte de una familia de vocación y tradición docente, sino también porque desde muy niña se sintió apasionada, de manera particular, por las matemáticas. De hecho, su gran interés por esta disciplina nació en tercero de primaria, precisamente de la mano de su profesor de matemáticas. Este no se limitaba exclusivamente a la trasmisión de conocimientos, sino que lo hacía de una forma tan lúdica y motivadora que era casi imposible que sus alumnos no se sintieran jugando mientras aprendían.
Hoy en día, la profesora Erika es, en buena medida, el resultado de aquellas experiencias sensacionales y de la influencia de su profesor, pues ahora en su ejercicio como docente su objetivo es que las matemáticas no causen susto y aterroricen a los estudiantes, sino que sean una interacción entre el conocimiento y actividades didácticas y de acompañamiento. Esto se ve reflejado en la forma innovadora que ella dirige sus clases y los métodos, reemplazó las típicas cátedras donde ella impartía el conocimiento y sus estudiantes simplemente tomaban nota por aprendizaje basado en proyectos, los obsoletos y tediosos cuestionarios por problemas fundamentados en situaciones reales para que no solo adquirieran el conocimiento necesario, sino que desarrollaran su capacidad de análisis y ver alternativas de solución; con estas herramientas de enseñanza se ha ganado la admiración de sus colegas y de sus estudiantes, primero por su gran versatilidad y segundo porque ella ha procurado que los demás reconozcan su materia como una herramienta fundamental del día a día.
Así como Erika se divertía aprendiendo en su infancia y adolescencia, sus clases una vez en la vida profesional, eran un espacio de estudio y de interacción mediada por otros temas que no estaban necesariamente relacionados con la materia. El aula de clase era en ocasiones intermediada por una buena charla sobre temas cotidianos entre la profesora y sus alumnos, tales como la situación política y social del país, costumbres y filosofías infundadas al interior de sus hogares, esto daba tanto a la profesora como a sus compañeros parámetros para iniciar debates y tertulias. Esa era una de las razones por las cuales en el aula de clase se sentía plena como profesional y, por qué no, como ser humano integral. Hasta ahí ella había logrado el balance perfecto.

Sin embargo, todo cambió de la noche a la mañana. Ya no estaba en ese momento en el que se sentía plenamente satisfecha. Erika y sus colegas se preguntaban qué iba a ocurrir con su vida y su familia, además de su empleo. El COVID – 19 había llegado para transformar drásticamente la estructura académica típica. Como docente, su mayor interés era saber cómo se iban desarrollando las estrategias y eventos relacionados con la pandemia y con la cuarentena. Erika y todos en el colegio se cuestionaban: “¿Cómo va a afectar el escenario actual a los procesos educativos en curso?” “¿Perderemos nuestros empleos?”. Por obvias razones, la cuarentena y el distanciamiento social también aplicaban en el contexto de la educación, de manera que la afectación sobre los procesos de los estudiantes se haría evidente.
La virtualidad se planteaba como la alternativa viable, quizás única, para que el sistema educativo colombiano no se desmoronara y tuviera que cancelarse el año escolar. La posibilidad de hacerlo virtual no sería un mayor inconveniente para quienes contaran con la infraestructura necesaria para adaptarse a esta transición casi forzosa desde lo físico hacia lo virtual, como lo fue su caso y el del colegio en el que ella trabajaba, el Liceo Campestre Jean Piaget, en donde las carcajadas, los abrazos entre alumnos y las travesuras se habían silenciando.
La profesora Erika no era una nativa digital, y tenía que adaptarse a esta nueva realidad de la educación virtual. Por supuesto, no es que el contacto de Erika con las TIC haya sido nulo, pero en comparación con sus alumnos, realmente estaba muchos años por detrás en cuanto al manejo de los recursos tecnológicos actuales en los que los más jóvenes se destacan por una mayor versatilidad en el uso y alcance. Erika, como en muchas otras circunstancias, ha sido capaz de irse adaptando a las nuevas exigencias del contexto actual de la pandemia y el confinamiento, ganándose rápidamente su lugar en esa aula de clase, ahora virtual, en donde surgen nuevas experiencias y aprendizajes.

La pandemia ha traído muchísimos cambios en la vida de la profesora Erika, tales como adecuar parte de su espacio personal en un espacio de trabajo, aumentar el tiempo para preparar sus clases de una hora a casi tres y estos a su vez generan una buena oportunidad para ser una profesora diferente. Ahora, en lugar de manipular el marcador, debe manipular un mouse. Ahora en lugar de dirigirse y crear un contacto físico con su alumno, tiene que mirar a través su pantalla y buscarlos uno a uno para observar su desempeño, eso sin contar una ardua y maratónica búsqueda de nuevos conocimientos en herramientas de la información y telecomunicación, tales como presentaciones multimedia, video tutoriales y aplicaciones interactivas; por otra parte ha dedicado un espacio de su casa para su rol de docente, lejos de las distracciones que se le pueden presentar (aseo, comida, otros habitantes del lugar)
Erika concluye contundentemente que tiene que seguir avanzando en la marcha y aprovechar al máximo el potencial de los recursos tecnológicos que antes de la pandemia, tal vez no le parecían tan pertinentes y vitales como en este momento de su vida como docente de matemáticas.
GENTRIFICACIÓN
Cabecera temporal
Gentrificación en pandemia, una doble resistencia
Por: Luisa María Montes Gómez

Durante todo el tiempo que llevo viviendo aquí, solo tengo por decir que más sabroso no se puede vivir, era literalmente un campo lleno de árboles; pero a mediados de la década de los 60, el barrio El Poblado comenzó a recibir personas provenientes del barrio Prado Centro, de Laureles y otras personas pudientes de la ciudad.
Estas familias asentaron fincas de recreo; todo eso nos llevó a sufrir cambios en nuestro estilo de vida, debido a las diferencias sociales, culturales y económicas con el entorno que nos empezó a rodear,
Mi historia en el barrio El Poblado empieza cuando tenía ocho años, llegué a una casa finca que mi papá administraba, allí viví mi infancia y gran parte de mi adolescencia. A este sector le debo el haber conocido a mi esposo, él vivía en la Loma de Los González y yo en Los Balsos; tres años después de ser novios, él me propuso matrimonio y fue en ese momento en que decidimos venirnos a Los González, donde su mamá.
Mi suegra tenía una casa de toda la vida, porque sus papás se criaron en este sector, y no sólo ellos, sino también todos sus hijos; fueron un total de 16 hermanos, contando a mi esposo, de los cuales la mitad ya han muerto.
Más o menos 3 años después de empezar a vivir juntos con mi suegra, el papá de mi esposo, Felipe, decide repartir un gran terreno que heredó de su bisabuelo, a cada uno de los hermanos les da la misma cantidad de hectáreas para que cada familia construya su propio hogar.
Actualmente, ya llevamos 43 años viviendo en esta casita que para mi esposo Roberto y para mí fue un gran sacrificio construirla, porque en ese entonces solamente trabajaba mi esposo y nosotros ya teníamos 2 hijos. Poco a poco, mi esposo y yo, Marta, fuimos avanzando esta linda bendición de 2 pisos, que ya hoy es muy grande, tanto así que en algún momento pudimos compartirla con mi hermano y con mi cuñada, cuando ambos pasaron situaciones económicamente difíciles.
Está ubicada en un sector muy beneficioso, porque cuenta con supermercados y hasta Iglesia cerca. Sin embargo, algunas personas se han visto afectadas por construcciones que se han hecho, como el hotel Soul Lifestyle, ubicado cerca a la calle 2 sur, en donde antes quedaba la vivienda de unos conocidos.
“Antes era una sola y gigante finca que abarcaba los terrenos actuales entre la Avenida El Poblado y el tanque de Empresas Públicas, vecino de la Loma de Los Parra. (…) Literalmente son habitantes de toda la vida de El Poblado. Eso dicen, y lo argumentan con la historia de un sirviente español que, abolida la esclavitud, heredó el apellido de su amo, González, y se asentó en las interminables tierras hoy divididas por la calle 5 sur y la Inferior. Esta historia del sirviente cobra vigencia cada vez que sienten lo que ellos denominan la presión de autoridades y constructores para hacerlos salir” Vivir en el Poblado (2006)
Para resumir lo anterior, la mayoría de personas que habitan este sector son herederos de los mayordomos y personas que se establecieron en este lugar, así como lo somos mi esposo y yo; aunque algunos de los habitantes son arrendatarios provenientes de otros lugares. Pero este no ha sido el único problema que hemos tenido en este sector. Nuestros vecinos han estado vendiendo sus casas muy baratas, porque se consideran estrato 2 y 3, pero las constructoras no tienen en cuenta que podremos ser un sector popular, pero estamos en El Poblado y ellos se van a lucrar 4 o 5 veces más del terreno que están obteniendo por tan bajo costo; además, llega la pandemia del COVID-19 y muchos de los que vivimos del día a día estamos en situaciones difíciles y llegan arquitectos y diferentes tipos de empresas a ofrecernos un precio deslumbrante, pero si luego uno se pone a investigar bien, nos están ofreciendo la mitad o incluso menos de lo que un terreno en este sector cuesta.
Pero uno con el progreso no puede pelear, si tú no vendes te hacen una expropiación por vía administrativa y si de pronto logras vender tienes que vender muy bien y conseguirte un abogado que te asesore.

Entonces, quieren que uno les venda a las buenas o a las malas, cuando el progreso le toca la propiedad tiene que vender, lo difícil es conseguir en otro lugar. Afortunadamente mi familia y yo seguimos aquí a pesar de los problemas económicos que esta situación nos ha dejado.



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Partida por un virus: la enfermera que venció el miedo por amor a su vocación
Partida por un virus
Autoras Julieth Vanessa Ruiz Cañaveral y Valentina Martínez Salazar
La enfermera que venció el miedo por amor a su vocación
Una sonrisa muestra sus dientes grandes y blancos, que transmiten alegría, pero a la hora de trabajar, Marly Quintero, enfermera de la Clínica las Vegas, los esconde bajo la mascarilla y el tapabocas. Sin mencionar los demás elementos de protección personal que debe utilizar por estos días de pandemia y que le cubren el resto del cuerpo. Su amable voz y simpatía le hacen mérito a su labor. Es una mujer de estatura media, cabello negro, lacio y corto, de contextura gruesa y piel trigueña. Una enfermera de ojos expresivos que, a pesar de la situación caótica que se vive en las instituciones de salud, no han perdido su brillo. Ella, como muchos otros empleados de esta área, ha tenido que darle la cara a la crisis mundial desde su labor y sufrir sus impactos personalmente.
“Colombia confirma su primer caso de COVID-19”. Así titulaba el primer boletín que emitió el Ministerio de Salud el pasado seis de marzo. El coronavirus sorprendió al mundo entero. Desde entonces ha sido un reto que ha puesto a prueba las capacidades hospitalarias y las prioridades de los gobiernos, ha revelado la precariedad del sistema de salud y ha despertado la angustia de los trabajadores de la salud, quienes con sus reacciones y decisiones inmediatas se convirtieron en el personal de primera línea en la batalla contra la pandemia.


Marly no deja de ser una persona sintiente y su parte emocional se puede ver afectada. Su cabeza y corazón se cargan con los casos difíciles de sus pacientes; y aunque es sumamente responsable y consciente de la importancia del autocuidado, estuvo en riesgo y aislada 15 días por un cerco epidemiológico, pues se sospechaba que era positivo para COVID-19. Una situación de estrés, confusión y angustia para ella y el resto de su familia.
Juega un papel muy importante dentro de su núcleo familiar. Sebastián Muñoz, su novio, resalta en ella su nobleza y gran corazón, entregada y comprometida con su labor. Es su compañera de aventuras y su consejera. Además, Jonathan, su hermano, recalca el amor que ella siente por su familia y agradece por la hermosa labor que desempeña con pasión y profesionalismo.
Es alegría, amor y dedicación, y la razón de ser de la vida de su padre, Jesús Everardo Quintero, quien la destaca como el eje de la familia. Él, junto con su hija, son el motor diario para hacer las cosas bien y Marly ve en ellos el mayor tesoro. Al enfrentarse a la presencia del virus siente un gran miedo, ya que desde su labor y su vocación se ve expuesta al contagio, lo que puede poner en peligro a esos seres queridos que tanto ama. Y ha llegado al punto de que la situación amenace su profesión. Sin embargo, se sacrifica para así aportar todo de sí para ayudar a superar la pandemia.
Su padre, de 63 años, tiene antecedentes coronarios. El temor a causarle daño es tan grande, que ha sacrificado sus abrazos, sus mimos, el tiempo con él, una comida en familia, todos sentados en la mesa. De la misma forma, siente miedo por su hija. De ellos se mantiene aislada, se ha tenido que adaptar al cambio cumpliendo con los protocolos necesarios.

“Tratamos de mantener todo limpio en la casa, bañarnos siempre que venimos de la calle, lavar la ropa inmediatamente, el uso constante del tapabocas y procurar el distanciamiento. Al ingresar a casa, después de un turno, me quito mi ropa, me baño y me desinfecto antes de tener contacto en el interior”, cuenta Marly. Ver morir tantas personas, ver sufrir a otros y todo lo que en un ambiente hospitalario se vive en estos momentos de crisis, marcan su vida con experiencias dolorosas. Ella ha entendido que el virus separa, se lleva lo más querido. Así lo vivió de primera mano con sus pacientes, una pareja de abuelos de 82 años. “Ellos se ganaron mi admiración y cariño. Los dos estaban solos, sin más familia, angustiados, y con toda la fuerza puesta en su recuperación. Sin embargo, la mujer se complicó mucho, el esposo solo velaba por ella, trataba de cuidarla. En la clínica hicimos lo que pudimos para ayudarla y sacarla de esto, pero falleció. Ese hombre me partió el corazón, su esposa se fue y él quedó medio y, más aún, solo”, agrega Marly

Este caso en particular la conmovió mucho, pensó en su familia y lo relacionó inmediatamente con la muerte de su madre, Adriana Echavarría, quién falleció hace un año a causa de un cáncer. Una situación que como familia tuvieron que afrontar y aprender a sobrellevar. De ella heredó ese gran corazón, ese amor y entrega por lo que hace. En la historia de ese paciente de 82 años pudo ver a su padre reflejado, en medio de la tristeza y la angustia cuando aquel suceso trágico llegó a la puerta de su hogar.Con sus años de experiencia desempeñándose como enfermera, Marly nunca se imaginó enfrentar una situación de esta magnitud. Nunca se imaginó tener que enfrentar una pandemia y estar en medio de las dos cosas que más ama. Aun así, llena de miedo, estrés e incertidumbre y con el cansancio en su cuerpo por los turnos que parecieran no tener final, se cubre con sus elementos de protección y se llena de valentía para volver día tras día a cumplir con su labor y velar por cada paciente en la Clínica Las Vegas.
Estas situaciones de crisis nos enfrentan y nos ponen a todos en un mismo lugar. La pandemia no escoge ni raza, ni sexo, ni nivel económico. En el caso de Marly, esta coyuntura, aunque no ha sido fácil, le dejó una lección valiosa: muchas personas como ella tuvieron que llegar a niveles extremos para valorar la vida, la salud y así darse cuenta de que es lo más importante que tenemos. “La vida nos ha cambiado a todos en muchos aspectos, nos alejamos de los que amamos por cuidarlos, modificamos hábitos, nos adaptamos a ‘nuevas normalidades’, conocimos nuevas cosas y les dimos importancia a momentos y situaciones que siempre hemos tenido y no apreciábamos. Sin embargo, al mismo tiempo, he aprendido a comunicarme con mi interior en momentos de soledad y encierro”, concluye Marly.