Luthier, clavecinista, afinador y técnico de pianos. También amante de sus gatos Rameau y Magdalena. Mario Donadio tiene una particularidad: se tomó la valentía de vivir de sus pasiones.
Pocas personas conocen del oficio del luthier por nombre propio. Ellos son los ingenieros y doctores de la música, constructores, restauradores y reparadores de instrumentos. ¿Y del clavecinista? Ni hablar.
A Mario Donadío lo picó un bicho raro –como me explica sentados en el comedor de su casa tomando café– porque no son muchos en el mundo los que se interesan por la construcción de un instrumento del siglo XV que está casi extinto. Carpinteros del clavicémbalo o clavecín serán unos cien en el mundo, calcula él.
Herencia de carpintero
Mario Donadio Copello se enamoró del clavecín desde que era muy joven. Le gustaba la música, en especial la del período Barroco, y cuando tenía unos 13 años escuchó por primera vez un disco de Johann Sebastian Bach de música para clavecín. Le pareció, y le sigue pareciendo, lo más hermoso que existe.
“Y desde esa época –dice–, yo oía los discos, miraba los instrumentos y decía: yo quiero tocar eso, quiero construir ese instrumento”.
Mario soñaba con tocar el clavecín, pero en Medellín eso aún no existía, entonces se dedicó a estudiar piano, aunque no le gustara tocarlo.
El primer piano que tuvo era de su abuela, regalo de su madre, que le llegó destruido y él se puso en la tarea de repararlo. No le era ajeno el oficio, cuando era niño su papá tenía una carpintería pequeña en la casa.
No le dejaban meter la mano en los trabajos, pero Mario entraba y construía cosas a escondidas.
Los Donadío Copello son diez. El papá, Fausto Donadío, quien llegó a Colombia desde Italia en 1938. Se casó con María Teresa Copello, la mamá, santandereana y también de descendencia italiana.
Los hermanos son ocho, cuatro hombres y cuatro mujeres. El mayor, Alberto, es periodista de investigación; Álvaro, ingeniero; Adela se dedicó al teatro; Lucía es escritora y fundadora de la editorial Sílaba Editores; Silvia es ama de casa; Oreste, pintor y poeta; y la menor, María, dedicada al yoga. Mario es el séptimo.
Después de reparar el primero, se dedicó a arreglar muchos pianos.
Como le fue gustando el asunto, se fue para Estados Unidos a estudiar tecnología de pianos en la escuela de artesanía North Bennet Street School, en la ciudad de Boston.
De esa escuela los llevaron a visitar una fábrica donde hacían clavecines y, en palabras suyas, ese fue el sitio más espectacular que conoció. Habló con la propietaria y logró que lo recibieran por un verano, luego por las vacaciones de invierno, y, al final, le dieron el trabajo fijo y se quedó allí durante muchos años.
Pero Mario no solo tiene la virtud de la construcción, sino también el talento de la interpretación de los clavecines. Me habló de su escepticismo en la academia musical, razón por la que se dedicó a estudiar música de manera más informal.
En Medellín realizó muchos cursos sobre temas relacionados: solfeo, armonía, contrapunto… Y en Estados Unidos aprendió a tocar el clavecín con los maestros.
Al principio fue difícil, el papá creía que esta era una actividad que no era muy significativa, que con ella no se iba a ganar la vida, que no iba a conseguir dinero para tener un nivel de vida bueno. Sin embargo, Mario me asegura que fue todo lo contrario.
La pasión de Mario
“El primer clavecín que construí entero es este. Lo construí en seis meses”, dice señalando el instrumento barroco de estilo francés que guarda en su taller de carpintería, donde conversamos después. Donadío & Arango. Boston. 1993.
La construcción de un instrumento de estos le puede demorar seis o siete meses, hay algunos que son más complejos, con más partes, que hay que pintar o agregarle acabados diferentes, y estos tienen un proceso más tardado.
El clavicémbalo, como originalmente fue denominado, es un instrumento de teclas y cuerdas rasgadas o pulsadas. Cuando se toca una tecla, una pequeña uña de madera rasga la cuerda, y cuando se suelta la tecla regresa a su posición inicial para volver a sonar.
Aunque por su apariencia se podría pensar que tiene un mecanismo cercano a un piano moderno, es más parecido a una guitarra en su forma de funcionar.
El instrumento más antiguo que se conserva en el mundo es de 1521, pero existen descripciones e imágenes de clavecines desde 1400.
Tuvo su mayor importancia desde el siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XVIII, cuando aparece el piano y empieza a desplazar el clavecín. Por más de cien años este instrumento estuvo desaparecido, dormido, pero en el siglo XX comenzó a resurgir el interés por él.
En Europa se desarrollaron cinco escuelas diferentes de clavicémbalos: la francesa, flamenca, italiana, inglesa y alemana.
El funcionamiento de todas es el mismo, lo que empieza a variar es su forma física, el material de las cuerdas y las maderas que se tenían disponibles, y la forma en la que se pintaban y decoraban.
Los flamencos y los franceses usaban dos teclados, los alemanes tenían tres (como el de Bach), los italianos los construían más largos y angostos, y los ingleses preferían mostrar la madera más que decorarla.
Mario ha construido instrumentos de todas las escuelas, pero sus favoritas son la francesa y la alemana.
Barroco en el trópico
Los 25 clavecines que ha construido Mario firmados con su nombre— porque los otros han sido fabricados cuando era empleado en otros lugares— están localizados entre Colombia y Costa Rica.
Él explica que su mercado es muy limitado, pues son pocos los que siquiera conocen este instrumento. Sus compradores son otros amantes del particular sonido del clavicémbalo y quieren tocarlo en su instrumento original.
Al preguntarle por qué regresó a Colombia para seguir desarrollando su pasión, pues el mercado de su oficio está más concentrado en Europa, responde que deseaba independencia.
Trabajó muchos años de empleado en Estados Unidos y en Italia, pero él estaba seguro de que podía desarrollar sus actividades musicales y artísticas por sí mismo. Además, le encanta más el trópico que vivir en un país de estaciones. El invierno es muy bueno, pero solo por un ratico, dice riéndose.
La reproducción de un sonido fiel al que tocaba Bach, otro de los grandes amores de Mario, en el siglo XVIII, es uno de los grandes retos para el lutier.
Al no existir un registro sonoro del clavecín, los artistas se apoyaban en la documentación escrita de cómo se hacían las cosas e iban a museos a tomar fotos y a sacar medidas para ser tan exactos como les fuera posible.
Pero uno de los principales factores es la madera.
El taller de Mario es como un bosque que huele a aserrín seco, lo construyó él mismo solo a unos metros de su casa en el municipio de El Retiro.
Está lleno de tablas de madera de diferentes tamaños y utilidades. Aunque para la reproducción exacta del sonido original sería ideal tener las maderas que se usaban en el Barroco europeo, importarlas sería poco práctico. Lo más sensato es adaptar las maderas que se tiene al alcance y buscar la mayor similitud posible.
El artesano explica que hay dos tipos de maderas: blandas y duras, en términos simples. Lo que en Norteamérica y Europa era fabricado con álamo, una madera blanda, aquí se hace con cedro rojo.
Para las duras, se reemplaza el arce con el roble o el algarrobo. Lo más importante es que la madera esté seca para construir un instrumento de muy buena calidad.
Y esa es la respuesta casi inmediata a la siguiente pregunta que le hago al lutier, ¿cuál es el toque especial de los clavecines Donadío? Es la calidad. Que duren mucho tiempo. Tanto como el clavecín de 1756, conservado en el museo de Bellas Artes de Boston, que Mario ha tenido la oportunidad de tocar en varias ocasiones.
“Mi sueño es que, cuando yo no esté por aquí, aún estén los instrumentos. Y alguien les haga las restauraciones que necesite para seguir funcionando por muchos años más”.
Todos sus clavicémbalos son especiales. Mario transforma la madera en cada una de las partes y las ensambla con todo el cuidado, el tiempo y el cariño, con sus propias manos, para que todo quede lo mejor hecho posible y pueda perdurar.
Cuando le pregunto cómo se despide de cada uno de ellos, él suspira. Dice que no sabe si está bien compararlos con los hijos, porque no es padre, pero que imagina que puede ser un sentimiento parecido.
“Es como desprenderse de algo que es un pedazo de uno. Estos son mis hijos de madera”.
Treinta y dos años después de su primer encuentro con el concierto para clavicémbalo de Bach, Mario Donadío vive de lo que había soñado, de lo que le mueve el alma y el corazón. Dice que lo único que siente ahora es agradecimiento por la vida, por poder hacer lo que le gusta.
Al final de nuestra conversación le pido una foto, él se acomoda mejor en su silla y se pone a tocar una fantasía de Bach que me saca escalofríos. No sé muy bien cuál era, pero me hace entender la belleza del instrumento y del hombre que lo toca.