Aquella noche llegamos en unos guacales. Con todo el rigor y la cautela nos sacaron de las cajas que en vez de ser guardadas fueron destruidas por órdenes de nuestro artista, diciendo que llegamos para quedarnos.
Nos instalaron en una plaza vacía similar a la medida de una cancha de fútbol. Somos 23 esculturas y vivimos en las afueras del Museo de Antioquia. Un espacio para el placer, el andar y la foto con nosotras. Un espacio de orgullo y a su vez referente para Medellín.
Vivimos en medio del sosiego y la vida alegre de los habitantes de calle, vivimos en medio de la trabajadora sexual que encuentra al cliente en búsqueda de placer, vivimos en medio de la venta de tintos almacenados en termos de tapas de colores y transportados en coche de bebé modificado, vivimos en medio de vendedores ambulantes con nuestras réplicas de pequeño formato, vivimos en medio del ruido del megáfono de papaya a dos mil, vivimos entre relojeros, apostadores y voceadores que ofrecen ropa de segunda.

En mis pies se sienta el fotógrafo con su cámara análoga y unas cuantas imágenes de muestra que invita al turista a posar al lado de la gorda y conseguir la mejor foto del recuerdo. Llevamos veintiún años de sol, lluvia, estruendo, tumulto y sabor primaveral. Cada tres minutos escuchamos el sonido de los vagones del metro, los periquillos de las palmeras y los ecos de las voces distorsionadas de los bajos de la estación Parque Berrio.
Me dicen la gorda, soy la estatua Mujer con espejo, no me miro en él porque me lo robaron hace un par de años, pero quiénes se me acercan me tocan, me manosean: así lo quiso Fernando Botero, mi creador.
Soy una estatua para ser tocada, para ser contemplada.
Botero decía que sus obras no eran la representación de la gordura, lo que quería mostrar era el volumen. Un cuerpo en volumen, un cuerpo en la cotidianidad, en la cantina, en la casa, en
la guerra, en la plaza, en la iglesia, en la representación divina o terrenal, así es el universo voluptuoso de Botero.
Muchas de nosotras hemos sido exhibidas en las principales avenidas, plazas o parques públicos de ciudades en España, Argentina, México, Singapur, Japón, Alemania, somos reconocidas por todo el mundo. Gracias a él, Medellín es mucho más que aquel narco “Escobar” y su cultura de violencia y drogas.

Para algunos, los espacios públicos son el disfrute y el goce de quién lo merece y se le permita. Fuimos creadas para callejear, para ser parte de un territorio libre y en constante interacción con la ciudadanía.
Nuestra Plaza Botero es un fiel ejemplo de libertad y le abrimos las puertas a un museo que nos cuida y conserva las pinturas de nuestro Botero.
Así lo dijo el artista cuándo concibió la plaza y el museo: “Medellín necesita un gran museo que sea un atractivo más para la ciudad. Un sitio de fácil acceso, campestre, seguro, donde los jardines sean un atractivo más junto al arte. Un lugar de reposo y contemplación.”, con la decisión de entregarle a Medellín una de las donaciones más importantes en los últimos tiempos.
A comienzos de este año 2023 vivo en el encierro, en el desconocimiento, el abandono y mucho peor, en la sordera de aquellos líderes que no entendieron el poema. Nos cercaron con vallas policiales, como si fuéramos delincuentes.

Hasta ahora no entiendo por qué delito estoy condenada: no he robado, ni he matado. No me explico por qué mi plaza, mi casa se convirtió en una cárcel. En este instante la persona que quiera visitarme debe pasar por un control policial que la mira de pies a cabeza y al final decide quién sí y quién no puede pasar.
Aquel privilegio por poder ingresar no me satisface; yo quiero que la mayor cantidad de personas, sin importar su clase, su género, su rol, su pensamiento venga y me contemple.
Lo digo y lo sostengo, porque mi casa fue pensada para ello, mi casa es un espacio público y de libre acceso para toda la ciudadanía.
Ahora pensando en quiénes tienen el deber de cuidarme, dicen que es por mi bien el encierro. Como si hace un par de años, ellos mismos, no hubieran pasado por un encierro pandémico. El encierro es desconcierto e incertidumbre.
Aquellos que se sienten orgullosos de un abrazo pasado por filtros y que garantizan que por medio del cercamiento me mantienen limpia, pura y aseada. Aquellos líderes de aires emperadores dicen que con este “abrazo”, mi hogar está renovado y ahora es mejor visitarlo.
Gracias por el favor, pero por hacer bonito hacen feo y me siento más abandonada.
Me he sentido más vulnerable y con más miedo. Hace un par de días y a pocos metros de mi ubicación, detrás de aquellas vallas mataron a una persona en la madrugada. El pasado 8 marzo, en medio de las marchas feministas, me vandalizaron. En realidad, no entendí el mensaje de su denuncia y me dolió mucho. Por lo menos, me quedé con una de las frases que decían aquellas marchantes: “El estado no me cuida”.

Pueden decir que soy una simple escultura, pero me considero una habitante más de esta ciudad. Yo y mi gente tenemos la libertad de hablar, de andar, de vestir, de hacer y de ser, obviamente sin hacerle daño a nadie.
Creo en el cuidado, en la confianza, en el diálogo y en la concertación para vivir en un mundo mejor. Desconozco y no valido los discursos moralistas de ciertos líderes políticos que hacen que tomen medidas bajo sus conveniencias, oportunismos y negligencias. ¿Hasta qué punto los líderes políticos pueden tomar medidas que afecten la ciudad, los territorios y los derechos de los ciudadanos sin el acuerdo y la mediación?
Yo vivo en una plaza, mi casa es más que una cerca. Quienes me quieran conocer tienen la libertad de caminar; lo público les pertenece y más aún cuando aquella plaza construida nació con ese propósito. Mi casa no es una cárcel.