Entrada para uno
Isabela Moreno Reina
Soy una colcha de retazos conformada por todas las historias que me han convertido en quien soy.
“Sola”, decía yo, “qué deprimente”, decía mi mamá. Esa era la misma misma conversación que se repetía cada miércoles antes de la pandemia, cuando mi mamá me llamaba a chequear qué tal me había parecido la película y a curiosear quién me había acompañado a cine. Sola, pero sintiéndome acompañada por la pantalla, porque sola me pierdo, pero con alguien más no puedo evitar voltear a descifrar en el rostro de ese otro si siente lo mismo que yo al ver la película; casi como si necesitara la mínima seña de que no soy la única que me sumerjo del todo en una historia. Además de que me resultaba tedioso explicar por qué lloro tanto, porque es cierto que, como a muchos, se me da más fácil llorar las penas ajenas que las propias; así que, por deprimente que le pareciera a mi mamá y a otros cuantos, estaba feliz con solo un boleto, asumiendo la personalidad de todos los personajes que me han marcado.
Hay algo gracioso en ser ese amigo que ve demasiadas películas, los demás acuden a uno para una recomendación común y, en cambio, reciben una lista extensa con descripciones meticulosas, todo para preguntarles al día siguiente cuál decidieron ver y le digan que ninguna. También ocurre que, como varios memes afirman, sea uno esa persona que pasa horas y horas embobado viendo los procesos y actores detrás de la pantalla, para que en mitad de una escena se le suelte la lengua a contarle a la pobre alma que está con uno una larga explicación que, por lo general, tiene que quedar inconclusa para poder seguir viendo en silencio. Pero esto no es adrede, cuando algo apasiona es difícil disimular el interés en ello, y si al final resulta uno siendo irritante con el tema, no es por fastidiar, sino por compartir el poco conocimiento que se puede tener al respecto.
Crecí escuchando las historias de mi familia de lo que significaba ir a cine, incluso en los pueblos más remotos había uno; el teatro se había constituido como un espacio de encuentro social y los estrenos eran el momento más esperado de la semana o del mes, porque, incluso cuando la película llevaba años de exhibida al público, cuando se proyectaba por primera vez en el pueblo era casi como una premier local.
En la actualidad, la asistencia a los teatros se ha reducido, gracias a los demás medios tecnológicos de los que disponemos para ver contenido, por esa misma razón es que siempre me generó curiosidad escuchar esas memorias de mis abuelos y de mi papá. Casi como una respuesta a mis dudas frente al asunto llegó a mí Cinema Paradiso, película italiana de Giuseppe Tornatore, que ilustra mejor que ninguna, desde la nostalgia, los espacios mágicos que el séptimo arte brindaba a los pueblos en la década de los cuarenta, es casi una carta de amor al cine y un recuerdo inmortal de lo que fue.
Lejos de una realidad ideal, con la pandemia, la industria se ha visto completamente afectada en taquilla, por eso los contenidos están siendo pensados para ser publicados en plataformas streaming, nada menos la última película del director estadounidense Sam Levinson, Malcolm and Marie, tuvo un presupuesto de 2.5 millones de dólares y los derechos de distribución fueron comprados por Netflix a 30 millones de dólares, todo esto nos afirma la predominancia que tendrán las plataformas en los próximos años.
Esto no me alegra, tener las películas en el sillón de la casa no es un lujo, es una comodidad, porque es una realidad que en casa los largometrajes funcionan como sonido secundario para chatear, para dormirse y para una lista innumerable de acciones que no implican prestar atención a la pantalla. Entonces, quienes disfrutamos del olor a palomitas mediocres a precio de caviar se nos reducirán en un futuro cercano los estrenos y, por supuesto, las visitas a los teatros.
Los miércoles a mitad de precio seguirán siendo religiosos cuando pueda volver a hacerlo, porque para mí el cine no consta solo del acto de ver y escuchar, trata de sentirse testigo de una historia, de saber la verdad y quererla gritar al protagonista, de salir del teatro con la adrenalina al cien, de recomendar con toda la emoción obras maestras, sabiendo que el otro nunca las va a ver, y de esa melancolía que uno siente cuando acaba de ver una película y sabe que no va a haber otra igual.