“El exilio es parte de mí. Cuando vivo en el exilio llevo mi tierra conmigo. Cuando vivo en mi tierra siento el exilio conmigo. La ocupación es el exilio. La ausencia de justicia es el exilio. Permanecer horas en un control militar es el exilio. Saber que el futuro no será mejor que el presente es el exilio. El porvenir es siempre peor para nosotros. Eso es el exilio”

Mahmud Darwish

Ricardo Ferrer Espinosa tenía su vida resuelta a finales de la década de 1990: era jefe de Comunicaciones de Metrosalud, con un cargo de carrera administrativa que le daba toda la estabilidad posible.

Conocía de Derecho Internacional Humanitario y tras acceder a mediar en la consecución de pruebas de supervivencia de unos infantes de marina secuestrados por la guerrilla de las Farc, se encontró con la dura realidad de las comunidades aledañas al río Atrato: los paramilitares que controlaban la zona querían acabar con la población civil.

Denunció ante la Fiscalía lo que vio, lo que investigó y empezó a recibir amenazas que lo obligaron a estar fuera del país durante 13 años.

 

Nunca pensé en salir de Colombia, no lo tenía en mis planes. Muchas personas quieren migrar, pero el mejor momento para hacerlo es cuando tienen el proyecto armado, los ahorros y saben el idioma.

Yo era el jefe de comunicaciones de Metrosalud, la empresa social del Municipio de Medellín encargada de la atención en salud de la población más necesitada. Era el encargado de toda la información relacionada con los diez hospitales de esa red, más el Hospital Infantil y 42 centros de salud regados por toda la ciudad. Era el único comunicador de toda la red, me iba muy bien y tenía buena relación con los periodistas.

Mi proyecto era ser el comunicador hasta que yo tomara la decisión de irme o me jubilara ahí, pero todo cambió.

Ricardo Ferrer recuerda a su gran amigo fotógrafo que le ayudó a salir del país en el momento más crítico de las amenazas. / Foto Juan Gonzalo Betancur

La huida a Israel

Yo sabía que ya venían por mí y por temas de visado y de tiempos había que salir de Colombia como fuera. Israel fue el único sitio que vi al que podía irme fácil.

Había una amiga que vivía en Barranquilla y ella estaba casada con un judío nacido en Jerusalén. Él era un fotógrafo israelí a quien mi esposa y yo habíamos ayudado en la adopción de su segunda hija. Gracias a eso había una relación de mucho afecto y respeto.

En una conversación, le dije: “Hermano tengo problemas”. A lo que, sin dudar, él me respondió: “Véngase para Israel, yo le ayudo”.

Todo lo que estaba cerca me había fallado y él, que estaba lejos, al otro lado del mundo, me ayudó. Mi esposa y yo viajamos en el vuelo más económico, aunque tuviera muchas escalas.

Nos fuimos el 15 de febrero del 98. El vuelo más barato que pude conseguir tenía muchas escalas: Frankfurt, Viena y luego ya al aeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv.

Un familiar de la persona que nos recibió era director de un kibutz en la frontera con Líbano. Un kibutz es a la vez un campamento militar y una zona industrial y agrícola. En Israel vivimos en varios. Trabajamos en las diversas actividades que ahí se ofertaban y esto, además, nos permitió conocer muchas zonas del país.

De camino al lugar nos encontramos con una periodista del diario el B’Air de Haifa. Ella me entrevistó y conté lo que pasaba en Colombia con el general Rito Alejo del Río, la Brigada 17 y las masacres del río Atrato. Denuncié todas esas cosas en dicha publicación.

Yo no sabía que, en esa época, el general estaba siendo entrenado en Israel con el mismo grupo de Carlos Castaño, el comandante paramilitar colombiano.

A los días llegó una pareja preguntando por nosotros, por mi esposa y por mí. Alguien nos dijo: “Ojo. Esa pareja vino aquí al kibutz y están preguntando por ustedes. Son de la embajada de Colombia”. Entonces yo dije: “¡Carajo! ¿La embajada de Colombia?” Yo de una vez los busque para confrontarlos, pero se habían esfumado.

Más cosas extrañas

Luego, a los días, empezaron a hacernos el ambiente más amable. Nos presentaron a una familia. Después nosotros pasamos a otro kibutz que era pegado a Gaza.

Ahí trabajé en control de plagas: mataba perros, gatos, moscas, arañas, escorpiones, culebras y cuanto bicho se atravesaba. Ese fue el oficio que me asignaron para poder vivir en el kibutz y tener techo y comida.

Los días pasaron y debíamos renovar pasaportes, pero en una jugada muy extraña y durante 13 meses, el Ministerio del Interior nos los retuvo. Uno no sabe qué pensar porque está en un país extranjero, sin documentos, y eso te impide contratar, ser contratado, salir o incluso comprar un pasaje de avión.

Tuvimos amigos que nos ayudaron mucho, pero el gobierno israelí fue absolutamente áspero con nosotros. No sé la razón.

Saber que muchas cosas tenían relación me llevó a recordar las razones de mi exilio: denunciar las masacres en los municipios antioqueños de Vigía del Fuerte y Murindó, en la región del Atrato Medio.

 

El camino sin retorno

En enero de 1997 empiezo a ser mediador para liberar a 10 infantes de marina que estaban retenidos por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).

Había dos grupos de cautivos por este grupo ilegal: los 10 infantes de marina que habían capturado en un ataque a la base militar de Juradó, Chocó, y los 60 soldados que cayeron igualmente por otro ataque contra la base de Las Delicias, en el departamento del Putumayo.

De los soldados que fueron retenidos en Las Delicias ya había información porque por medio del Comité Internacional de la Cruz Roja le habían entregado las pruebas de supervivencia a un sacerdote. Por el contrario, de los infantes de marina no se sabía nada, no había ni una sola prueba.

Es por esta razón que yo termino en Vigía del Fuerte: porque fui por las pruebas de supervivencia de los 10 infantes, como parte de la labor humanitaria que podía realizar como funcionario que era del sector salud.

En el camino, los paramilitares no me permitieron llegar a Murindó, que era donde tenía que recoger las pruebas, “encaletarlas” y llevarlas a Medellín para entregarlas a la prensa y a la Cruz Roja. Además, debía entregar una carta al presidente de Colombia, en ese entonces Ernesto Samper.

En ese primer viaje, los paramilitares me amenazaron. Después, cuando hubo la oportunidad, regresé a Mutatá y la guerrilla me dio las pruebas de supervivencia.

Ricardo Ferrer frente a la escultura en homenaje a otras dos víctimas del conflicto: el gobernador Guillermo Gaviria Correa y su asesor de paz, Gilberto Echeverri Mejía. / Foto Juan Gonzalo Betancur

El curso comunitario

El paramilitar que me amenazó en Vigía del Fuerte, un hombre bastante bruto y fuerte, me hizo la misma pregunta que me había hecho el alcalde de este lugar: “¿Usted por qué está aquí siendo funcionario público, si siempre que viene un funcionario de la Gobernación de Antioquia nos avisan?”

Un momentico, pensé, en un pueblo que está controlado por los paramilitares, por los “mocha cabezas” que habían matado a un montón de personas en una masacre en mayo del 1997… no me cuadraba que este tipo, que está como dueño del municipio, me dijera que los de la Gobernación de Antioquia le avisan a él cuando iba algún funcionario público. Eso no me pareció lógico.

Viajé a Medellín, después de toda esa peripecia que cuento en detalle en mi libro Nos matan y no es noticia, para hablar con unos amigos que tenía en la Gobernación de Antioquia.

Yo trabajaba en la Alcaldía, en Metrosalud, que quedaba justo al frente de la Gobernación. Solo tenía que pasar la plazoleta del centro administrativo La Alpujarra y ya.

Cuando llegué y pregunté por lo que me había dicho el sujeto en Vigía, me dijeron:

“Venga que le vamos a contar… Acá están pasando muchas cosas con el gobernador Álvaro Uribe Vélez y su secretario de Gobierno, Pedro Juan Moreno Villa”.

“Y le doy un dato adicional que no se ha difundido, pero que se tiene que saber: los de la Secretaría de Desarrollo Comunitario están convocando a los líderes cívicos comunitarios del departamento de Antioquia a capacitación”.

Recordé haber visto las cartillitas rojas muy bonitas sobre los líderes comunitarios, mientras seguían contándome todo lo que estaba sucediendo:

“Ricardo, ese curso que hacen con los líderes comunitarios es un filtro. De ese curso definen qué líderes pueden ir para las Convivir, qué líderes pueden ir directamente para el proyecto paramilitar y a qué líderes comunitarios hay que señalar”.

O sea, la matriz de muerte o el filtro de la muerte era ese curso. Esto era una máquina de muerte y esa información me obligó a indagar todo lo que estaba pasando.

 

Las denuncias y sus consecuencias

“Carrera 78 con calle 71” se escuchó en el teléfono a las 11 de la noche, dos días después de la segunda denuncia que realicé ante la Fiscalía. Esa dirección quedaba a cuatro cuadras de mi casa.

Desde el 21 de julio del 97 hasta el 15 de febrero del 98, que fue cuando salí, noche tras noche me llamaban por teléfono. Nunca me amenazaron de forma explícita, pero sí me daban a entender que me estaban siguiendo, que sabían lo que estaba haciendo todos los días.

En la primera amenaza que recibí me leyeron párrafo por párrafo la ratificación de la segunda denuncia, lo que me dio a entender que la Fiscalía había filtrado mi testimonio a los paramilitares. Ya no podía confiar, este hecho me lo dejaba muy claro, pensé.

Yo denuncié que en mayo del 97 las masacres paramilitares en el río Atrato iniciaron mientras era comandante del Ejército en la zona el general Rito Alejo del Río Rojas.

Dije que eran corresponsables del asesinato de población civil en el Atrato el Ejército, la Policía, el Departamento Administrativo de Seguridad (Das) y la Infantería de Marina, con apoyo de las gobernaciones de Antioquia y Chocó, y los alcaldes de Vigía del Fuerte y de otros municipios.

Como lo dije en su momento, tengo pruebas y documentos que sustentan cada una de mis acusaciones. Todo el material que recopilé a lo largo de mis investigaciones cuentan con respaldo y evidencia física y testimonial.

Denuncié que estas masacres se dieron por el afán de querer tener en su poder un territorio rico en unas vetas mineras que van desde Panamá hasta Mandé, en Urrao. Es, tal vez, una de las vetas mineras más ricas del mundo.

La lógica era: matar a toda la población que está viviendo en esa zona del río Atrato para apoderarse de ella, controlarla y después no tener que pagar indemnizaciones.

Decir lo que estaba pasando, denunciarlo y comunicarlo, me llevó al exilio.

El centro administrativo La Alpujarra despierta en Ricardo Ferrer muchos sentimientos, pues allí transcurrió buena parte de la historia que lo llevó al exilio. / Foto Juan Gonzalo Betancur

El regreso

Viví en Israel hasta mayo del 2000. Un día nos dijeron: “Ricardo, usted y su esposa siempre van a ser ciudadanos de quinta. Difícilmente van a prosperar acá”. Por eso nos fuimos para España hasta mayo del 2011.

Ese año volvimos a Colombia por temas de salud de mi esposa. Fue un retorno sin garantías, sin seguridad y sin ninguna protección. Llegamos a Medellín a hacer una vida discreta.

Del 2011 al 2019 me dedique a cuidar a mi madre con mis hermanos. La acompañaba en la noche, le cambiaba los pañales, la bañaba, le daba la comida y la vestía. Fueron 8 años intensos, pero agradezco que pude estar con ella y que me pude despedir. Fue un tiempo muy valioso. Yo pensé que no iba a poder volverla a ver. Pero sí, tuve esa suerte y me pude despedir de ella.

La denuncia que hice me cambió la vida. La tenía que hacer; si no, mi conciencia no me hubiera dejado dormir tranquilo.

 

 

–Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1958 y 2019 se registraron al menos 4.237 masacres en Colombia.

–Entre 1998 y 2002 ocurrió el mayor número de estos hechos, con 1.620 masacres.

–Las masacres se han presentado en el 62 % de los municipios del país y han cobrado la vida de 24.600 personas.

–Según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, en el marco del conflicto armado colombiano más de 550.000 personas se han visto forzadas salir del país para proteger su vida.

Comisión de la Verdad, en su informe final de 2022 

 

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