“El secuestro es el peor de los crímenes porque incluye a todos y para siempre”
Ingrid Betancourt
Un laberinto sin salida. En eso se resume la búsqueda de Daniel Enrique Perry Wobst, hijo de Gonzalo y María Teresa, secuestrado y asesinado por guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Pasó de ir a una reunión para financiar un evento que lo entusiasmaba, las carreras de carros, a un secuestro del que no regresaría.
El sábado 7 de noviembre de 1997, Gonzalo Perry se despertó junto a su esposa como cualquier otro día en su casa en Bogotá. Su hijo Daniel estaba muy entusiasmado con las carreras de carros en el autódromo de Tocancipá y más por una competencia: la Copa Twingo.
Daniel le había pedido a sus padres que le ayudarán a financiar su participación en esa carrera. Sin embargo, no contaban con el dinero, así que contactó a varias personas para buscar ese apoyo.
Daniel subió a saludar a sus padres en la mañana y con entusiasmo les contó que había conseguido una reunión con un financiador y que iría a reunirse con él ese mismo día. Ese sería el último que estarían juntos.
En aquella época, Colombia atravesaba un momento de mucha violencia debido a la guerrilla. “El país estaba totalmente secuestrado, si cabe la expresión, por toda la delincuencia, por la extorsión que había generado la guerrilla. Era la época de los famosos retenes o ‘pescas milagrosas’ que llamaban, y esa situación se fue extendiendo hacia la delincuencia común”, recuerda Gonzalo.
Según CNN en el informe ¿Cómo pasó Colombia de reportar más de 3.000 secuestros al año a menos de 200 en 20 años?, “la época más álgida de secuestros en Colombia fue a finales de la década de los años 90, cuando el país llegó a registrar más de 3.500 casos, alcanzando su pico máximo en el año 2000, en una época en la que confluían grupos armados como guerrilla y paramilitares que estaban en plena guerra contra el Estado”.
“Vayan a la calle del Cartucho”
Daniel salió de casa en la mañana. No era un chico que se caracterizará por “perderse” de los papás, así que cuando dieron las 6 de la tarde sus padres se empezaron a preocupar. Decidieron empezar a llamarlo y a escribirle al beeper que portaba todos los días. No obtuvieron respuesta y, al finalizar la tarde, María Teresa y Gonzalo entraron en pánico de pensar que su hijo no aparecía.
Sabiendo cómo estaba la situación en el país y la cantidad de secuestros que se estaban presentando, se dirigieron en esa noche fría y con el corazón en la mano a la estación de policía más cercana. Preguntaron si se había reportado algún accidente en el que pudiera haber estado envuelto su hijo: no había ninguno.
Los policías les aconsejaron ir al centro de la ciudad, a la calle del Cartucho, ya que también estaba siendo muy común en Bogotá la modalidad de robo que implicaba echarles a las personas “burundanga”, como coloquialmente se le llama a la escopolamina, y en los casos más severos llevarlos a esa zona para secuestrarlos o hacerles cosas peores.
Gonzalo y María Teresa, junto a un grupo de amigos, pasaron la noche y la madrugada del domingo yendo a los lugares que les habían indicado los policías y también a hospitales.
No tuvieron suerte y decidieron, al mediodía, hacer un despliegue publicitario por televisión en el que anunciaban la desaparición de su hijo y pedían ayuda de los ciudadanos para encontrarlo. Al no tener respuesta, decidieron el lunes publicar la noticia en los periódicos El Tiempo y El Espectador.
Al lunes siguiente les llegó un mensaje de voz en que aparecía hablando su hijo Daniel. Les contaba que estaba secuestrado por las Farc. Decía que para avanzar en la negociación necesitaba que enviaran un celular nuevo a Nocaima, un municipio de Cundinamarca.
“Era él hablando, muy angustiado. Por momentos, en la grabación lloró y manifestó que estaba en un sitio en el que hacía mucho frío y que lo que tenía puesto no le ayudaba. Insistió en que enviaremos cuanto antes ese celular para que pudiéramos salir adelante de eso”, recuerda Gonzalo.
El rastreo del celular
Sin dudarlo, Gonzalo y María Teresa fueron a comprar el celular y aprovecharon la encomienda para enviarle una chaqueta más caliente y unas prendas de ropa.
Así continuaron a la espera de ser contactados de nuevo por los secuestradores. Al cabo de unos días, a través del celular que habían enviado, les entró una llamada en la cual un hombre les pedía 5.000 millones de pesos para la liberación de su hijo.
Gonzalo era profesor en la Escuela General Santander, en Bogotá, encargada de la formación de los oficiales de la Policía. Por esa cercanía, acudió a sus jefes y estudiantes para montar un puesto de triangulación y seguimiento para tratar de ubicar desde donde estaba radiando el celular por el que se estaban comunicando con ellos.
El puesto se montó en la carrera 15 con calle 87, en un hotel en el que alquilaron una habitación del último piso. Lo montaron allí ya que a dos cuadras estaba la central telefónica del norte de Bogotá.
Pudieron localizar el teléfono y vieron que irradiaba por la zona a la que habían enviado el celular y la ropa que había pedido su hijo. Sin embargo, no era tan preciso como para saber la ubicación exacta.
Siguieron las llamadas en las cuales les insistían en pagar la suma que les habían pedido. Gonzalo les insistía que era mucho dinero que no tenían. Quienes lo llamaban le decían que lo pidiera prestado, que lo consiguiera de alguna forma si quería volver a ver a su hijo.
En la siguiente llamada dijeron algo que llamó la atención de Gonzalo: “Pero si eso es solamente dos meses de ventas de su concesionario”. Esto los llevó a entender que había alguien que trabajaba en su concesionario, llamado Autofrancia, que estaba vinculado con el tema. Aunque él lo quisiera, estaba lejos de tener disponible esa cantidad de dinero.
Un presentimiento
Cuando parecía que había un destello de tranquilidad al tener a un equipo de policías atentos para ayudar, sucedió otro secuestro que acaparó la atención de los medios y de las entidades correspondientes.
Una pareja de esposos, Doris y Helmut Bickenbach, fueron secuestrados también a manos de las Farc y, al ser reconocidos, tenían muchos ojos encima.
La familia de los Bickenbach entregó su caso al Gaula del Ejército (el grupo antisecuestro de esa institución) y, como Gonzalo y su familia había puesto el caso de su hijo en manos del Gaula de la Policía, comenzaron unas tensiones porque ambos tenían la necesidad de recuperar a los secuestrados.
Además, coincidió que la pareja se encontraba en la misma zona de Cundinamarca, es decir, Daniel y ellos estaban retenidos por las mismas personas y posiblemente en el mismo lugar.
Ya era 13 de diciembre y Daniel aún no estaba con su familia. Ese día, en la mañana volvió a sonar el teléfono. Eran dos hombres y Gonzalo les pidió alguna prueba de supervivencia.
Ante la respuesta que le dieron, Gonzalo miró a su esposa: “María Teresa, a nuestro hijo lo mataron”. Desconcertada y con el corazón hecho pedazos, le preguntó el porqué y él, desde el fondo de su corazón paternal, le respondió que lo presintió.
El intento de rescate
Durante el tiempo que su hijo había estado secuestrado, Gonzalo y María Teresa estuvieron yendo a la Fundación País Libre, creada por el periodista Francisco Santos en 1992. Ella brindaba atención gratuita a víctimas del secuestro, la extorsión y la desaparición forzada, con el fin de aminorar su impacto.
Les ayudaron a estudiar a fondo lo que los secuestradores o sus mensajeros les decían y a cómo comunicarse con ellos. Por eso Gonzalo supo que a su hijo lo habían matado.
“A partir de ese 13 de diciembre la cosa se silenció por completo hasta que cerca de la Navidad empezamos a ver en la habitación del hotel donde teníamos el montaje del puesto de seguimiento que el teléfono que habíamos enviado, y por el que ellos se comunicaban con nosotros, estaba radiando en los alrededores del apartamento en el que nosotros vivíamos”, relató Gonzalo.
Las autoridades les recomendaron salir de Bogotá para que estuvieran lo más seguros posible. Los Perry y unos amigos organizaron unas “vacaciones” lo cual, ante muchas personas, parecería increíble: que una familia con un hijo secuestrado se fuera de paseo a Santa Marta. La realidad era que por la seguridad debían desalojar las zonas que frecuentan.
Pasó Año Nuevo y unos días después Autofrancia, el concesionario de los Perry, recibió una llamada de la Fiscalía en la que solicitaban la presencia urgente de María Teresa debido a que habían encontrado un teléfono que tenía otra persona y que estaba a nombre de ella.
Gonzalo regresó a Bogotá. Le explicaron que habían encontrado el aparato juntos a otros dos en los bolsillos de dos personas que habían sido dadas de baja en Nocaima.
El Ejército había hecho un operativo para localizar a los Bickenbach y, al ubicarlos, fueron a su rescate y se enfrentaron con los negociadores que estaban hablando con las familias de los secuestrados de ese frente guerrillero que, aparentemente, eran Daniel, Doris y Helmut. Al verse presionados, asesinaron a los rehenes.
Ir hasta el infierno
Gonzalo, a través de la Defensoría del Pueblo y de una oficina que tenía la Presidencia de la República para ayuda a los familiares de personas secuestradas, pudo contactar al comandante del frente 22 de las Farc que actuaba en Nocaima y sus alrededores.
Luego de seguir muchas indicaciones, pudo reunirse con él en persona en un paradero cerca a Útica, también en Cundinamarca. El comandante guerrillero le dijo que no tenía a nadie secuestrado, ya que a mediados de diciembre hubo un operativo fuerte del Ejército y la orden del comando central de su organización era que entregaran a los secuestrados a otros frentes.
En su desespero por encontrar a su hijo, le preguntó al comandante que para qué frentes los habían llevado, a lo que el hombre contestó: “Vea, yo sé que algunos se fueron para el frente 35, otros al frente 41, otros al 53…”
Gonzalo, junto con personas del alto gobierno, ubicó a todos y cada uno de los frentes y a sus respectivos comandantes y se reunió con ellos sin importar las distancias que debía atravesar para llegar a donde se encontraban.
Un frente estaba hacia Girardot, otro por la zona de Guasca, el frente 41 se encontraba sobre el río Magdalena y en cada lugar estuvo Gonzalo. Las noticias siempre fueron negativas: nadie decía conocer a su hijo Daniel, ni sabían qué había pasado con él.
Sin embargo, el comandante del frente 41 tenía la información de todos los secuestrados en un laptop. Le dijo que, a la fecha, nadie tenía a su hijo, así que dejara de buscarlo con ellos.
Desesperado, sin ánimos y con el corazón en la mano, Gonzalo volvió a Bogotá a intentar seguir su vida junto a su esposa y sus otros dos hijos.
Buscando a Romaña
Pasó el tiempo y cerca al mes de abril, Gonzalo fue contactado por un cliente que le pidió que lo acompañara a Villavicencio a resolver un problema legal con su esposa que lo estaba demandando.
En medio del viaje, el cliente le preguntó por su hijo: “Me encontré un muro sin salida –respondió–. Hice hasta donde pude, me encontré con una pared y aún no sabemos nada. Yo creo que lo mataron en una intervención del Ejército con el frente en el que él estaba”.
En ese momento ocurrió una de esas coincidencias que parecen de mentira. El cliente le comentó que durante ese momento aún era teniente del Ejército y formaba parte de la Brigada 20, entones conocía su caso y supo del operativo. Manifestó que, al estar recién retirado, aún tenía contactos que le podían ayudar con información de lo que pasó ese día.
A los pocos días, el cliente volvió a contactar a Gonzalo y le confirmó que ese 13 de diciembre su hijo Daniel Enrique Perry estaba con el frente 22 de las Farc en Nocaima, bajo el mando de un comandante guerrillero conocido como Hugo.
Gonzalo se dio cuenta de que era con quien él había hablado y le manifestó no saber nada de su hijo. Entonces le pidió a su amigo que lo ayudara a contactar de nuevo al tal Hugo, pues seguro debía tener más información que la que le había dado.
Para su sorpresa, el hombre tenía contacto con Romaña, quien estaba al mando del frente 53 y fue reconocido en la década de los años 90 por haber realizado muchas “pescas milagrosas”.
Semanas después, su cliente lo volvió a llamar: Romaña había accedido a ayudarle y Gonzalo debía ir de nuevo a Villavicencio a reunirse con él.
De nuevo con la guerrilla
Gonzalo se sorprendió al ver que ese personaje que estaba siendo buscado por las autoridades lo citó en uno de los restaurantes más finos y reconocidos de la ciudad. Prefirió no decir nada y simplemente ir a la cita.
Al poco tiempo de llegar al restaurante, se le acercó una mujer muy elegante y bien vestida, adornada de joyas y oliendo a perfume fino. Le preguntó si era Gonzalo Perry.
“Ella me manifestó que no tenía mucho tiempo, pero que le dijera qué era lo que yo quería del comandante Romaña”, cuenta Gonzalo.
Él le explicó y la mujer le respondió que vería qué podría hacer. Y que, en caso de que el jefe guerrillero accediera, lo contactarían.
Regresando de Bogotá, le entró una llamada: era el comandante Hugo. Tuvieron una conversación corta en la que Gonzalo le pidió que volvieran a hablar. El guerrillero, reacio, le respondió que no tenía más información y que no veía qué más tenían que hablar.
Tras una semana, Hugo se volvió a poner en contacto con Gonzalo y le volvió a dar indicaciones para llegar al lugar donde se encontrarían, muy cerca de aquel en el que se habían visto la primera vez.
“Allá llegué. Era un hombre bajito, no muy viejo y cuando me recibía lo hacía con sus guardaespaldas armados hasta los dientes”, relata Gonzalo.
–Vea, a mi hijo lo mataron, y lo mataron aquí en su región –le dijo Gonzalo.
–Nosotros no fuimos –respondió el hombre.
–Yo no estoy diciendo que hayan sido ustedes, pero ¿quién más actúa aquí o quién más tiene poder? Porque si no, lo que me está diciendo es que usted es un pendejo que no tiene palabra ni control de su área.
De inmediato, uno de los guardas se le abalanzó a Gonzalo mientras le decía que debía respetar a su comandante y que cuidadito con ponerse muy alzado.
El jefe guerrillero le dijo que se tranquilizara y, de paso, le pidió a un niño que estaba cerca que le trajera dos cervezas bien frías porque ese hombre estaba muy caliente. Una vez se sentaron a hablar con cerveza en mano, el insurgente afirmó que haría algo que nunca hacía y era ayudarlo.
Pasados los días, Gonzalo recibió una llamada que ningún padre quiere recibir: Hugo le confirmó que su hijo había muerto en medio del operativo del Ejército a mediados de diciembre y que ya le tenía ubicado dónde estaba enterrado el cuerpo.
Luego de esa conversación, otros hombres se pusieron en contacto con él y le pidieron 50 millones de pesos para que le indicaran dónde estaba enterrado su hijo. El acuerdo al que llegaron fue que les pagaba la mitad del dinero antes y la otra mitad una vez Medicina Legal confirmara que sí era su hijo.
Otra dura negociación
En un primer momento ellos aceptaron y Gonzalo hizo el pago de los primeros 25 millones. Faltando unos días para la entrega, los hombres volvieron a llamar y en esa ocasión contestó María Teresa.
Manifestaron que las condiciones habían cambiado y que debían pagar la totalidad antes de darles la ubicación. La madre se enojó, respondió que después de todo lo que habían vivido además los querían estafar, que si ya sabían dónde estaba su hijo le pusieran una rosa encima en nombre de ella y que se olvidaran del tema y los dejaran en paz. Y colgó.
Pasados dos días, volvieron a llamar y dijeron que si querían seguir con el acuerdo debían decirle a la mujer que se calmara, pues ellos solo estaban ayudando. Retomaron el acuerdo y se acordó como fecha de entrega de cuerpo el 21 de junio, 8 meses después del secuestro de Daniel. Además, que Gonzalo iría acompañado de la Cruz Roja.
Pero sucedió algo con lo que no contaban: ese 21 de junio la Cruz Roja entró en paro ya que unas personas se habían tomado sus oficinas y no podrían ir. Gonzalo acudió a la Defensoría del Pueblo y allí le prestaron unos carros marcados con sus logos y banderas blancas. La Cruz Roja nacional le facilitó otro vehículo.
Doloroso retorno
Como se esperaba, el cuerpo estaba en Nocaima, en un lugar cerca a donde el padre lo había estado buscando.
“Hacia el mediodía llegamos a la última pista que nos habían dado –recuerda Gonzalo–. Las indicaciones siempre eran: llegue aquí y haga señas, allí alguien lo llevará a otro lugar y luego otra persona los guiará a otro sitio… Al final llegamos a una casa en donde estaba una campesina más o menos estudiada y ella me recomendó no seguir más, que el chofer la llevara hasta el lugar que ella volvía con el cuerpo de mi hijo”.
El carro se perdió en la distancia. A eso de las 5:30 de la tarde se vio a lo lejos que regresaba. “Ese es su hijo”, le dijo la mujer a Gonzalo, al señalar un bulto.
“En el pueblo, una persona que hacía las veces de médico forense, que claramente no era un médico sino que cumplía la función de ello, destapó la bolsa que contenía los restos de mi hijo y nos hizo un acta que decía que yo portaba una bolsa en tales condiciones y me expidió un certificado con el que supuestamente me podía trasladar a Bogotá”, recuerda Gonzalo.
Los funcionarios de la Defensoría del Pueblo y de la Cruz Roja dijeron que hasta ese momento lo acompañaban y que se debían retirar. Entonces comenzó un nuevo martirio para el padre: cómo volver a Bogotá.
El hombre que había hecho de médico forense le recomendó convencer al conductor de un camión que todas las autoridades conocían porque trasladaba frutas y verduras al pueblo, y le pidiera que lo ayudara a llevarlo a él con los restos de su hijo.
Emprendieron el viaje de regreso con la bolsa que contenía los restos en la parte de atrás, debajo de las cajas de frutas y verduras. Llegaron a Medicina Legal y allí le pidieron las placas dentales de su hijo.
A los días, la familia Perry recibió la última llamada que cerró por completo esa terrible pesadilla de la que no habían podido salir por más de 8 meses: les confirmaron que sí era su hijo Daniel Enrique Perry y, por fin, pudieron darle cristiana sepultura.
El carné de automovilismo es uno de los pocos objetos que la familia Perry conserva de Daniel, recordando una actividad que amaba pero que, lastimosamente, lo llevó a un secuestro sin salida.
Agradecimientos a la familia Perry, en especial a Gonzalo y a María Teresa, quienes me permitieron conocer la historia de su hijo y me abrieron sus corazones para escribir este reportaje. Los admiro profundamente.
En memoria de Daniel Enrique Perry Wobst.