Saltando de casa en casa, de barrio en barrio y de pueblo en pueblo. En eso se resume la vida de Yuli Andrea Contreras, víctima del desplazamiento forzado y la suma de todas las desgracias que se desprenden de ese fenómeno. Cuando fue desplazada del Chocó, la arropó el sol del día y el sereno de la noche. Cuando fue desplazada en Medellín, una cobija la cubrió a ella y a sus hijos de la lluvia y de los males callejeros.
Huir del reclutamiento de las Farc: el primer desplazamiento
En 1999, en el municipio de Nóvita (Chocó), estaba un ranchito levantado con madera y protegido con techos de metal, junto al río San Juan, rodeado por la arboleda del Darién donde vivía una familia campesina y minera afrodescendiente.
La voz con acento chocoano de dos mujeres negras y los gritos juguetones de dos niños con la misma piel, hijos de la más joven y nietos de la más vieja, encendían el espíritu hogareño de la casa.
Estaban adaptados a una rutina agotadora pero tranquila que realizaban desde hacía 12 años con mucha facilidad. Iniciaban en la mina en horas de la madrugada, para luego dirigirse al cultivo a sembrar y cosechar arroz, plátano, yuca, maíz y borojó. Y en la tarde, caminar hacia su casa por las trochas que entraban a la selva.
Más de una década casi felices y casi tranquilos… hasta el día que los desplazaron. Aquel miércoles, luego de una jornada de diez horas inclinados hacia el frente meciendo las bateas, sacando kilos de tierra y gramos de oro, la familia llegó a su casa.
Yuli Contreras, la niña de 12 años que vestía trapos sueltos y sandalias de cabuya, recibía un sol tardero que picaba mientras atrapaba pescaditos con las manos y lanzaba ¨sapitos¨ en la orilla del río junto a su hermano menor, Ronal. Su madre, María Sermira, reposaba bajo una sombra cerca a ellos y su abuela María Leonor encendía el fuego para cocinar una tortuga.
El último año atisbaban más visitantes de lo normal, venían e iban en tropas y caminaban la herradura de municipios que sale desde El Carmen y conduce a Quibdó, Istmina, Nóvita y San José del Palmar.
La cordillera Occidental, que costeaba este rancho en la región del Pacífico, se componía de caños y corredores poco expuestos que comunicaban con Antioquia, Risaralda y el Valle, y se convertía en una ruta estratégica para los grupos armados y su transporte de armas y drogas. A eso se le suma el atractivo límite con Panamá que tiene el territorio.
Ese día, mientras Yuli jugaba con el descenso del sol, detuvo su risa cuando la mirada se vio curioseada por unos 15 hombres y mujeres que se acercaban con botas pantaneras, otros con zapatos desgastados, con morrales pesados y armas largas.
Pasaron por el lado de ella sin alguna determinación, se dirigieron hacia María Sermira y un joven que llevaba sombrero negro la llamó. Yuli no dejaba de repararlos, una mujer tenía una camisa amarilla con estampados de caricaturas que la niña nunca había visto.
La llegada de la tropa
“Era un hombre muy negro, con los dientes amarillos, alto y acuerpado quien se arrimó donde mi mamá¨, recuerda Yuli. Su nombre era Jorge, lo llamaban Macho Rucio, aún vive y esta no sería la única vez que le destrozaría la vida a la niña Yuli.
Él, con cierta autoridad y sin permiso, le hizo saber a María Sermira y a María Leonor que cocinarían y pasarían la noche allí. Ellas, sin ninguna intervención, se hicieron al costado de la puerta y los dejaron pasar.
Se derramaron por toda la cocina y el patio, se quitaron las botas, estiraron los pies, desempacaron toallas y cepillos de dientes.
–¿Ey, vení, qué haces ahí mirando? –se acercó Jorge para cerrarle la puerta de la cocina a la niña que los espiaba. Pero antes le preguntó:
–¿Cuántos años tienes?
–12 –le respondió Yuli.
–¿Qué es eso que tiene la seño? –preguntó la niña un poco intimidada por aquel hombre. La mujer se puso de pie y estiró el paquete.
–Son toallas higiénicas, ¿las quieres? –una sonrisa sin disimular en la cara de Yuli aceptó el ofrecimiento de la señora y recibió el paquete sin saber siquiera para qué era.
La picardía de la niña generó cierta gracia en él, por lo que se inclinó a su estatura para preguntarle:
–¿Te gustaría ser parte de nosotros?
La espontaneidad e inocencia de Yuli le hizo dar una respuesta instantánea.
–Uy sí, a mí gustaría mucho salir de acá.
De pronto, ella sintió que una mano la zarandeaba y la sacaba a regañadientes.
–Disculpe señor, la pelada se me fue del lado –le dijo María Sermira a Jorge.
Una isla en el mar de la guerra
El pico más alto del conflicto armado colombiano comenzó en 1997 con una serie de acontecimientos que avivaron el fuego. Se expandieron las Autodefensa Unidas de Colombia (Auc) para contrarrestar a las guerrillas, principalmente a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), que igualmente se desplegaban y crecían con fuerza, lo que produjo más violencia.
Se aprobó la Ley 387 que buscaba establecer gestiones del Estado frente a la población desplazada. Pese a esa normatividad, la realidad dejó en evidencia la incapacidad del gobierno para solucionar esa problemática. El cúmulo de apatía hacia la población colombiana explotó y cayó en un período de mucha sangre.
Posteriormente, el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) comenzó un proceso de paz mal estructurado que se reflejó en 2.453.628 víctimas dentro del conflicto armado, según el Registro Único de Víctimas. En los gobiernos anteriores, las estadísticas oscilaban entre 285.327 y 781.754 personas afectadas por ese delito.
Los descuidos del exmandatario no solo se vieron en un crecimiento desbordante de afectados por la guerra sino que, a la vez, su ausencia proporcionó los espacios para la entrada con más fuerza del narcotráfico como medio de sustento de todos los grupos armados ilegales.
Ese conjunto de hechos políticos y militares se reflejaron en escenarios insignificantes como el de aquel día, cuando aquella familia de cuatro integrantes se refugió en una habitación de su casa esperando impacientemente las primeras horas del día siguiente para que esos 15 guerrilleros continuaran su recorrido.
El anuncio que no esperaban
En la mañana siguiente, cada uno se alistaba, mientras Macho Rucio, ya vestido y organizado con mayor anticipación que sus compañeros, se dirigió hacia donde la madre y la abuela.
–Buenas –saludó el sujeto a las dos mujeres paradas en la puerta.
–Buenos días.
–¿Ustedes saben que los dos pelados que tienen ahí ya aguantan? Vamos a descargar unas cosas cerca y regresamos por los niños.
–Ah, sí señor…
“Recuerdo muy bien la cara de mi mamá y mi abuela cuando escucharon eso de ‘ya aguantan’. Se quedaron completamente calladas”, dice Yuli. El grupo salió. Tal vez eran parte del frente Aurelio Rodríguez o del 34 de las Farc, ambos con influencia tanto en Risaralda y Caldas como en el Alto Chocó, que abrazaba toda la zona donde se encontraba Nóvita.
Para aquel entonces se habían desencadenado grandes operativos militares contra los dos frentes mencionados, junto al 57 que se localizaba en Alto Atrato. Las bajas de combatientes que habían sufrido habían sido enormes, así que el reclutamiento de niños y jóvenes se presentaba con más frecuencia, y a la familia Contreras Asprilla le tocaba ese día.
Inmediatamente salieron aquellos huéspedes, Leonor y Sermira dispusieron su día a buscar una canoa para enviar a los niños hasta el municipio de Istmina, una que consiguieron cuando iban siendo las 5 p.m. gracias a un pescador.
Su desespero era obvio, estaban lejos de entender las razones de la guerra, pero el exceso de sangre derramada en los últimos años, vaporada por el calor chocoano, era el ambiente inhalado que les había quitado la paz de a poquito y le temían a eso.
El intento de venderla
En el embarcadero de Nóvita se despidió la familia huyéndole al regreso de Macho Rucio. Las mujeres cogieron hacia Medellín (Antioquia) horas después del desembarque de sus niños y estos fueron enviados hacia el norte del Chocó. Fue un plan que salió mal calculado porque el reencuentro lo tendrían seis años después.
“Nos demoramos dos días en llegar al pueblo de Istmina, el pescador nos acompañó uno y el otro lo remamos mi hermano Ronal y yo”, relata Yuli. El río San Juan los acompañó todo el trayecto, los acompañó el desazón que reposaba con angustia en el estómago de dos niños sin madre ni abuela, los acompañó el día y la noche, el hambre y la sed, la brisa y el cansancio, y los acompañó un enorme interrogante: ¿qué había sucedido?
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, en el Informe Nacional del Desplazamiento Forzado en Colombia del año 2015, fueron un total de 869.863 las personas víctimas de desplazamiento forzado que pertenecían a un grupo étnico.
Eso quiere decir que esa forma de violencia afectó al 14 por ciento de la población étnica censada en 2005. De este universo se autorreconocieron como afrodescendientes o negras y negros 688.248; como palenqueras y palenqueros, 617; y como raizales, 6.962.
No fueron ni casi arruinados, ni casi divididos, fueron desarraigadas tres generaciones con herencias afro que construían una parte de la identidad del país. Un fenómeno que destruyó el núcleo social, ya que la guerra le apuntaba a las ideologías políticas, le disparaba a los grupos ilegales y legales e impactaba de manera directa o indirecta a todas las familias colombianas.
En Istmina, Yuli se despidió de su hermano Ronal, allí lo esperaba su abuelo Manuel Antonio Mosquera. La niña estuvo unos días en la calle mientras lograba ubicar a su tía María Dora Mosquera, quien la recibió con desagrado durante unos meses, en los que trabajó como empleada de servicio y otros oficios informales que la calle le presentaba.
Un día, recuerda Yuli, “mi tía me vistió, me pintó y me peinó”. Llegó un minero con mucho dinero y “me vendió”. Esa noche, Yimi, el hermano de la tía, no lo permitió y golpeó a Dora en defensa de la niña. Al día siguiente, ella echó a Yuli de su casa.
Yuli encontró una finca donde trabajó interna en el servicio doméstico. La recibieron con 14 años de edad. El día que salió, su patrona Araceli le regaló 50 mil pesos con los que tomó rumbo a Medellín.
Violencia en la calle y en el hogar
Yuli entró en un terreno minado: a la ciudad de la eterna violencia. Creció entre el asesinato de sus vecinos en el barrio Santa Cruz y las balaceras producidas en el centro de la ciudad mientras arrastraba un carrito para vender chuzos en el estadio.
Más adelante se mudó al barrio Zamora para presenciar el microtráfico, las bandas criminales y, sobre todo, la violencia intrafamiliar más devastadora a causa de su primer novio, Franklin, el futuro padre de su hijo Brayan.
Luego huyó hacia el barrio Moravia después de una golpiza que recibió por parte de su pareja, quien la amenazó con enviarle a “los manes del barrio” si no abortaba.
Tuvo a su hijo el 28 de julio del 2004 y reestableció vínculos con su madre. Las situaciones económicas y familiares se siguieron apretando en Medellín y Yuli Contreras convenció a su madre María Sermira para regresar a Istmina.
“Fue la peor decisión de mi vida. Todo iba muy bien, mi mamá trabajaba en una casa y yo en otra cerca al parque de Istmina. A mi niño me lo cuidaba la tía Dora, y la platica nos alcanzaba”, dice.
La venganza de Macho Rucio
Un día de 2005, cuando Yuli cruzaba el centro del pueblo después de trabajar, un hombre se paró frente a ella y la frenó bruscamente. Se demoró en leer su rostro 30 segundos, pero cuando reconoció a Jorge un grito interno aturdió la cabeza de Yuli.
“La vas a enterrar muy pronto”, fue lo único que este hombre le dijo. Incluso, se lo gritó entre risas fastidiosas cuando ella lo estrujó hacia un lado para seguir caminando.
“Fue venganza”, manifiesta Yuli. Sin ninguna espera, al día siguiente, mientras se dirigía a su casa, la señora Torpella, una vendedora ambulante y vecina del barrio, le gritó: “¡Yuli, corre mija, corre… te mataron a tu mamá!”
La encontró tirada en la sala de la casa, sin ropa, golpeada y violada. “Ese hombre hizo con mi mamá lo que se le dio la gana”, cuenta Yuli entre lágrimas. María Sermira fue asesinada de 45 años, velada sobre una mesa y envuelta en una sábana blanca. Yuli regresó a Medellín con su hijo y sin mamá.
Esa guerra en la que vivía Macho Rucio normalizó la violencia a un nivel tan enfermo que provocó en él los deseos más oscuros, una sed de venganza por el simple hecho de haber regresado por los niños aquel día y no haber encontrado a nadie de la familia.
La Constitución, letra muerta
La idea popular que se tiene sobre el desplazamiento forzado es superficial. Este fenómeno desprende un conjunto de desgracias dentro del marco de la violencia que se mantienen desapercibidas delante de los ojos del gobierno y la sociedad.
Marco Ramos, director de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), en entrevista con el periódico El Espectador, dijo: ¨El desplazamiento está asociado al despojo de muchos derechos […] Es la causa de muchos daños. Y la gente lo ve normal, incluso la misma institucionalidad […] Hay que dar un mensaje: nada de esto es normal”.
Ese mismo artículo de El Espectador expuso el caso de Myriam, una campesina que tuvo tres desplazamientos forzados: “uno en 2012, otro en 2015 y un último en 2017”.
Es un caso, además del de Yuli Contreras, que no lo alcanzó ni la Ley 1448 de 2011, ni la 387 de 1997, ni la Unidad para las Víctimas, ni la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), ni la Unidad para la Atención y Reparación de Víctimas, ni ningún otro organismo creado con el fin de, supuestamente, mitigar el impacto social que han cargado estas personas.
Más de 20 instituciones del gobierno para proteger a las víctimas del conflicto armado y, aun así, el Registro Único de Víctimas hace un conteo histórico de 8.219.403 víctimas de desplazamiento forzado por eventos ocurridos desde 1985 hasta el 31 de diciembre de 2021.
Esto se debe a ¿un Estado perezoso? o a ¿ese papá/Estado ausente que ha dejado vacíos socioculturales, económicos y políticos en la identidad de su hijo/nación?
La cobija los salvó la noche del segundo desplazamiento
“Ese lunes llegué muy tarde de trabajar, eran las 10 de la noche y apenas le estaba haciendo la comida a mis hijos. Mientras tanto, yo les extendí en el piso una cobija para que jugaran y no tocaran el frío”, cuenta Yuli. La cobija que reemplazaría su hogar en los próximos días bajo un puente.
Era 2010, vivían en el barrio Olaya Herrera, en la comuna de Robledo, en el Noroccidente de Medellín. Ella, como madre cabeza de hogar, velaba por sus dos hijos: Brayan, de 6 años, y Sofía de un año, hija de Enrique, un soldado profesional del Ejército Nacional con un perfil posesivo, alcohólico y violento, de quien se había separado recientemente.
En aquella época, la mayoría de las comunas de la periferia medellinense eran el resultado de un proceso migratorio que había dejado el desplazamiento interno; las consecuencia de la guerra insurgente y contrainsurgente se habrían consolidado, dejando de ser un simple “fenómeno” para convertirse en una realidad intrínseca en el país y, sobre todo, de esta ciudad.
La capital de Antioquia era el territorio urbano de las milicias de la guerrilla, de grupos del narcotráfico, de bandas delincuenciales y del paramilitarismo. Y estaban presentes en muchos barrios marginados a donde llegaban las familias con procedencia rural que sufrían el desplazamiento forzado.
Sus vecinos más comunes eran los paracos, o los del Pesebre”, como le decía la vecindad. Se emborrachaban en las tiendas de las esquinas, caminaban campantes por las aceras del barrio, reclutaban jóvenes (aunque unos se iban por decisión propia), pedían vacunas y robaban de forma arbitraria, entre otras artimañas.
Los bloques Cacique Nutibara y Metro, de los paramilitares, eran quienes comandaban el barrio Olaya Herrera en esa época, según un informe de la Fiscalía.
La cobija, su vida…
Ese día, en medio de una tempestad llegaron dos hombres a tumbarle la puerta a Yuli. El forcejeo fue tan intenso que ella se orinó en la ropa. Le quebraron todo y le preguntaban insistentemente: “¿dónde está la plata?”
De pronto, “el hombre que más detestaba fue quien me ayudó: un vecino marihuanero que fumaba todas las noches al lado mío”, menciona ella.
Cuando aquel sujeto intervino, Yuli rápidamente envolvió a la bebé en la cobija, tomó a Brayan del brazo y salió corriendo bajo la lluvia nocturna. Quienes la ultrajaron fueron dos jóvenes paramilitares con los que Yuli se cruzaba a diario en las calles de ese sector.
Dentro de la cobija quedó guardado un pedazo de vida que se iba de la familia Contreras. Esa cobija los acompañaría en la angustia de esperar el siguiente día en la calle, los cobijó del frío y les tapó la vergüenza. A la vez, los confortaría por ser el único objeto que habrían rescatado.
“Se quedó mi fogón y mi cama”, las primeras cosas que había comprado Yuli en su adultez. Al siguiente día no tuvo más remedio que llamar nuevamente a Enrique, el padre de su hija pequeña. “Aguanté, yo no quería vivir más en la calle y menos con mis hijos”, recuerda ella.
Hoy, esa cobija es uno de los objetos más preciados que tiene la familia.
¿Quiénes son los antagonistas de esta historia? ¿El Estado ausente o los grupos armados ilegales que nacieron a partir de esa misma ausencia? En todo caso, no ha habido justicia completa para las víctimas de desplazamiento forzado y eso es una deuda pendiente.
“Hacia el año 2010, fuentes oficiales, entre ellas el Ministerio de Agricultura, el Departamento Nacional de Planeación y el Proyecto de Protección de Tierras y Patrimonio, estimaron que existían más de 8,3 millones de hectáreas que habían sido despojadas o abandonadas por la fuerza por las víctimas desplazadas”. Varios metros dentro de esas hectáreas son de la vida desplazada de Yuli Andrea Contreras.