Por Jerónimo Hernández Aristizábal y Juan Daniel Arias Mejía
Antes de entrar al Darién, los migrantes tienen que llegar a Necoclí. Si no hay dinero, hay que caminar o “pedir cola” a camioneros. Viajan en grupos para protegerse y hacerse compañía. ¿Qué pasará cuando se encuentren con el Golfo de Urabá?
Viernes 30 de septiembre, mediodía. La sombra de unos pocos árboles protege a un grupo de treinta migrantes, entre ellos varias mujeres con niños en brazos, del sol inclemente de Chigorodó, en el Urabá antioqueño. Son todos venezolanos y van camino a Necoclí. Algunos se conocieron en Ipiales; otros se les unieron en Medellín, y los últimos miembros del grupo son dos perros recogidos que encontraron en Santa Fe de Antioquia. Decidieron hacer juntos la travesía para cruzar el continente y llegar a Estados Unidos.
En esta especie de familia improvisada, cada miembro tiene una función. Algunos cocinan, otros lavan la ropa y otros van a pedir dinero para pagar los pasajes de la lancha que los llevará de Necoclí hasta el Darién. Así las madres se pueden dedicar el día completo a cuidar a los niños. Juan Rodrigo Vásquez, de 39 años, por no viajar con su familia, es el encargado de la vigilancia.
Juan Rodrigo salió de Maracaibo hace tres años y llegó a Chile. Tenía experiencia como técnico de maquinaria industrial, pero allí se dedicó a la construcción, trabajando en invierno sin abrigo. Sus jefes no le brindaban el equipo necesario para protegerse. Estando allá supo de un par de amigos que vivían en Chicago y Boston, donde había trabajo en construcción. Una vez más decidió migrar.
Aguantó hambre e insultos en su recorrido, especialmente en Chile, Ecuador y el sur de Colombia. “A mí ya se me ven los huesos. Ahí como me ve, yo he perdido entre 10 y 12 kilos. Me da mucha pena estar sin camisa, pero la dejé en la carpa porque tengo mucho calor. Voy con el cuerpo débil, pero el cerebro muy fuerte. Yo camino por mi fortaleza mental y mi fe en Dios”.
A las afueras de Chigorodó encontraron un río y la sombra de los árboles, que con el calor y el cansancio parecieron irresistibles. Decidieron acampar ahí y quedarse tres semanas por la hospitalidad de la gente. “Estamos muy amañados aquí porque la gente ha sido muy amigable con nosotros y nos ha tratado como seres humanos; no como animales”. La alcaldía de Chigorodó les mandó mercados y la gente les compró ropa y comida.
Juan Rodrigo quiere llegar a Estados Unidos para ayudar económicamente a sus padres, que siguen en Maracaibo. Dice que, a pesar de que el camino es duro, si se devolviera a Venezuela seguiría aguantando hambre. Esta es la situación de miles de venezolanos que esperan cumplir el sueño americano.
Un sueño que los mueve
“Mejor quédense donde están”, dijo en su visita a Necoclí el embajador de Estados Unidos en Colombia, Francisco Palmieri, refiriéndose a los extranjeros que planean pasar por la selva del Darién, frontera entre Colombia y Panamá, para llegar a EE.UU. Esta recomendación es dada por la decisión del gobierno estadounidense de cerrar la frontera con México por 90 días y responde a una clara intención de desincentivar la migración irregular con rumbo a Estados Unidos. Es claro que la llegada de más migrantes agravaría la crisis humanitaria, que está siendo superada, en este municipio del Urabá antioqueño, pero es inevitable preguntarse qué pasará con los migrantes que están varados en Necoclí o zonas cercanas y con los demás, con los miles de migrantes, que ya iniciaron su recorrido por las calles de Latinoamérica, desde Chile hasta México, con la esperanza de llegar a Estados Unidos y cumplir el sueño americano.
Y es que la travesía que hacen los migrantes, la cual tiene a Colombia como paso obligado, atraviesa todo tipo de climas, terrenos y situaciones particulares que se agravan o suavizan dependiendo del alcance económico de los migrantes y de cómo se va a afrontar: a pie o en bus.
Cientos de familias han emprendido el enorme reto de llegar a Estados Unidos caminando, la mayoría motivadas principalmente por el cambio en sus políticas migratorias.
La difícil situación económica no les permite ni siquiera realizar el trayecto en flotas de transporte público, así que se lanzan a las principales vías nacionales de países como Perú, Ecuador y Colombia con la esperanza de que los conductores de vehículos de carga los ayuden y los dejen subir a la parte de atrás de los camiones o tractomulas, práctica peligrosa a la que los migrantes llaman “mulear” o “pedir cola” y que les permite cruzar el continente de sur a norte sin gastar dinero en pasajes. Eso sí, si la suerte no los acompaña, los esperan días enteros de caminatas de 30 a 60 kilómetros a merced de las condiciones climáticas y los riesgos de caminar en vías que están diseñadas solo para vehículos.
Medellín es un punto de encuentro obligado de miles de estos migrantes, más específicamente la terminal del norte. Si bien muchos migrantes entran por el sur de la ciudad provenientes de países como Perú, Ecuador y Chile, la mayoría son venezolanos que vieron en el cambio de políticas migratorias para venezolanos una oportunidad para emigrar de estos países en los que estaban y en los cuales, según muchos, la calidad de vida ha desmejorado.
En la vía que conduce de Medellín al Occidente antioqueño y al Urabá es común ver grupos y familias de “mochileros”, como ellos mismos se llaman, que caminan al borde de la carretera con enormes morrales, chanclas o zapatos desgastados. “Por aquí pasan más o menos cada hora y media o dos horas un grupo de estos”, dijo refiriéndose a un grupo de unos diez migrantes un habitante del corregimiento de Pinguro, en el municipio de Giraldo.
Los osados que se aventuran a atravesar el continente a pie deben estar preparados para todo; el recorrido está marcado por la diversidad de climas y pisos térmicos. Las bajas temperaturas y constantes lluvias en la vía entre Santa Fe de Antioquia y Cañasgordas contrastan con el calor inclemente y la humedad una vez entrados en el Urabá; escollos que no son nada comparados con lo que les espera una vez lleguen a Capurganá tras cruzar el golfo en Necoclí: cruzar el mítico tapón del Darién.
Un camino cuesta arriba
Viernes 30 de septiembre, 08:40 de la mañana. Cinco hombres venezolanos suben a pie la cordillera occidental de los Andes desde Santa Fe de Antioquia. Andan en chanclas porque los zapatos los cansan y les sacan ampollas. Hace veintiséis días salieron de Venezuela.
Uno de ellos trabajó como bartender mientras estudiaba y, con los ahorros que había guardado, abandonó su hogar apenas se graduó del bachillerato. Otro ha conseguido dinero en el camino, trabajando como barbero. Ahora no sabe qué hacer, porque vendió la máquina con la que hacía los cortes. “Ya no tengo con qué trabajar”, dice. “Ya a limpiar vidrios”.
El camino que les queda por recorrer es largo. Los esperan más de treinta kilómetros, casi siete horas de caminata, para llegar a Cañasgordas.
Saben que atravesar el Darién será, según las palabras del barbero, “horroroso”. Lo sabe gracias a las historias que cuenta su familia, que ya llegó a Estados Unidos. Su compañero bartender continúa hablando. “Sé que nos vamos a conseguir muertos y todo, pero vamos con Dios y listo. Como sea”.
Familias que rezan unidas…
Otro grupo ya está llegando al corregimiento de Pinguro. Son dos familias que viajan juntas. Suman siete personas, entre mujeres y hombres. Uno de ellos es un adolescente; dos son niñas pequeñas. La mayor de ellas, de entre tres y cuatro años, tiene su cara sucia y no suelta su muñeca de trapo. Es la única de los menores que se ha enfermado: tuvo una infección en la garganta que requirió antibióticos. Con los cambios de clima que han tenido que aguantar, desde el calor de Santa Fe de Antioquia hasta el frío y las lloviznas de este día en Giraldo, lo raro es que no le haya ido peor.
Carlos Martínez (izquierda) y Weffer López (centro) con dos de sus hijos. Foto tomada por Simón Felipe Barrera.
Igual que el grupo anterior, andan con chanclas en vez de zapatos. “Los zapatos te sancochan los pies, te dan hongos, dan de todo. Y si se mojan es peor”, dice Weffer López, el papá de las niñas, un ex teniente venezolano que viene de Ecuador. Dejó Venezuela luego de que lo condenaran a treinta años de cárcel por obedecer la orden de un superior de cobrar una extorsión, según él, sin saber lo que realmente estaba cobrando. Estuvo un año en prisión, se dio de baja y emigró. De Ecuador salió por la situación económica, pues, a pesar de que consiguió trabajo como técnico de celulares, no le alcanzaba para vivir o, a veces, ni siquiera le pagaban.
Carlos Martínez, el papá del adolescente, ha caminado y “muleado” con su esposa y su hijo por tres meses. Vienen desde Chile. Se fueron por la discriminación. “Yo estaba trabajando bien. Pero llegaron unos venezolanos y mataron a un chileno, entonces ya comienzan a mirar feo a uno y ya conocen a uno”, dice Carlos. “Por uno pagan todos, entonces ya los malos tratos, ya no me trataban igual y uno conoce. Yo le dije a mi esposa ‘¿sabe qué? Mejor vámonos”.
Las dos familias se conocieron en el camino y tomaron la decisión de permanecer unidas. “Hemos llegado a cuadrar bien”, dice Carlos.
“Llegamos juntos hasta el final. ¿Sí? Estando allá vamos a estar juntos, porque nosotros no fumamos, no tenemos vicio. Por eso es que estamos pegados. El vicio de nosotros es comer y caminar”.
“Hasta el próximo pueblo quiero que lleguemos hoy”, dice Weffer, refiriéndose a Cañasgordas. Espera llegar hasta Houston y asentarse ahí. Veintisiete de sus amigos han emprendido la misma travesía; dos murieron. Uno, que sufría del corazón, murió en la selva. “Se murió así, le dio como una hipotermia, una tembladera y ahí quedó. Otro murió ahogado. Se lo llevó el río y chao”.
Weffer no teme por su vida. Ha tenido entrenamiento militar en ambientes muy hostiles, desde las selvas de Venezuela hasta la tundra de Siberia. Teme por sus hijas. “A uno lo tiran hasta amarrado en un mar. Yo estuve en Siberia, en Rusia, haciendo cursos de la marina. Yo te puedo decir, yo creo que yo puedo pasar esa vaina relajado. Pero yo no puedo tirarme a llegar a Estados Unidos y mis hijas atrás”.
“No es lo mismo uno pasar nadando y ya con un niño encima”, dice Carlos. “Ya con un niño encima es más complicada la cosa. Tenemos que buscar algo para pasar para que ellos no vayan a tener una desgracia en el cruce”.
A pesar de los miedos, seguirán adelante, sin dejar a nadie atrás. “La mente domina el cuerpo”, dice Weffer. “Uno tiene que trabajar la psicología, ¿entiendes? Por más fuerte que sea la situación que estés pasando, siempre mente positiva, y ganas de hacer otros senderos. Pa’llá. Porque Pa’lante es pa’llá. Pa’trás ni pa coger impulso”.
… No necesariamente permanecen unidas
Ya en Necoclí, los migrantes esperan en la playa para abordar una lancha, atravesar el golfo y adentrarse en el Darién. Hay quienes se desaniman al no poder pagar el pasaje en barco; otros hacen lo que pueden para reunir el dinero. A pesar de los riesgos, muchas familias con niños deciden seguir adelante. Hay quienes cambian la ropa de sus hijas por ropa de niño para disfrazarlas y protegerlas de la violencia sexual, que en la selva es muy común.
Otras personas cambian de parecer al llegar. Josué Antonio Díaz, otro ex militar, ya tiene suficiente dinero para enviar a su esposa y a su hija de vuelta a Bogotá. Él seguirá caminando. Le falta conseguir lo de la lancha.
Él pedirá asilo político en Estados Unidos. Se fue de Venezuela por diferencias ideológicas con su gobierno. “Ahorita ya no puedo regresar porque estoy solicitado por la fiscalía militar. Si regreso, como estoy en contra de la política, puedo tener hasta cadena perpetua, por traición a la patria, porque no estaba de acuerdo con Maduro. Deserté. Me dieron permiso; de ahí no regresé más. Salí por la frontera de Cúcuta, solo. Después mandé a buscar a mi familia”.
“Veníamos en autobús y ella se sentía mal del estómago por la cuestión de las curvas”, cuenta acerca de su hija. “Entonces me la imaginé así cómo sería. Si se sentía mal en el bus, ¿cómo será tenerla allá en el monte”. Así tomó la decisión de continuar a solas, únicamente con sus zapatos. Por su entrenamiento militar sabe que usar botas de caucho, cosa que hacen muchos migrantes, solo le traería problemas.
Duermen en un colchón frente al mar, con apenas una cobija para cubrirse de la brisa y de la lluvia. Están aprovechando sus últimos días juntos tanto como pueden. Para la niña, se trata de un paseo. “Nos hacemos a la idea de que estamos de vacaciones, durmiendo en una playa”, dice Josué.
Si se vuelven a ver, será en Estados Unidos. No saben cuándo tendrán esa oportunidad. “Si es que alguna vez alguno de los gobiernos de algún país, por lo menos Panamá, habilita vuelos, ahí. Pero si no, cinco años, cuatro años, diez años. Solo Dios sabe”.
Y todo lo que falta
Nadie puede saber lo que pasará. Algo que comparten la mayoría de los migrantes es la fe en que Dios los ayudará. ¿Quién pasará? ¿Quién no? ¿Qué será de la vida de cada uno? No se puede contestar con certeza, pero hay algunas cosas que se pueden suponer.
Dentro de algunos años, pensando en su papá, la hija de Josué Antonio Díaz quizás recordará esas vacaciones tan divertidas que pasaron bañándose en el mar de una playa antioqueña, y deseará poder volverlo a abrazar.
Las hijas de Weffer López, si tienen la suerte de vivir, quizás recordarán vagamente los días que pasaron en las carreteras de Colombia y en esa selva en la frontera con Panamá. Su madre, si tiene la fortuna de que la travesía no se convierta en algo tan doloroso que lo quiera olvidar, les contará lo increíble de su historia. Siendo unas niñas que apenas podían hablar, atravesaron todo un continente caminando y llevaron a una muñeca de trapo a conocer uno de los lugares más peligrosos del planeta: el tapón del Darién.
La selva que acecha
Una vez los migrantes llegan a Necoclí se instalan en carpas en el malecón principal del municipio, algunos para descansar y reponerse, y otros para intentar rebuscarse el valor del pasaje en lancha que los llevará a Capurganá. Vale 160.000 pesos y es totalmente regulado por el municipio, que cobra una tasa portuaria por bajarse de la lancha -sí, por bajarse- lo que significa que si no se paga este valor, que no supera los 3.000 pesos, no se puede descender de esta y el viajero será embarcado de vuelta al lado antioqueño del golfo.
Una vez los migrantes llegan a Capurganá, junto a los turistas que disfrutan de este paradisíaco destino, se adentran en el Darién, una vasta selva tropical de 575.000 hectáreas entre Colombia y Panamá. Su popular apelativo del tapón no es en vano, pues en este punto se interrumpe la carretera panamericana que cruza el continente americano, desde Canadá hasta la Patagonia; nunca se hizo la carretera que la atraviesa, por varias razones que van desde lo espeso de la selva, que es parque nacional panameño, al poco interés que tienen Panamá y EE.UU. en construirla.
Atravesarla es todo un reto que no todos logran. Hay que superar la Serranía del Darién una cadena montañosa que marca la frontera natural entre los dos países y en la cual está la famosa montaña de la Llorona, punto crítico para los migrantes donde cientos se ven sobrepasados por la fuerza de la naturaleza. También hay que cruzar ríos difíciles de identificar, entre los cuales están el Membrillo, Ucurgantí y Armila, además de los otros peligros de la selva: enfermedades, temperaturas extremas, insectos venenosos y demás fauna silvestre. Si logran superar todo esto llegarán al resguardo indígena de Canaán Membrillo, conocido como “la puerta de salida del infierno”.
Allá podrán continuar su camino, atravesando toda Centroamérica y cruzando la frontera en México. Hasta hace poco, eran recibidos por las autoridades migratorios que les daban permisos especiales de permanencia y trabajo, pero ahora, con las recientes declaraciones del gobierno estadounidense, no se sabe qué pasará con ellos. Los que tienen suficientes recursos pueden volver a sus países, pero ¿y el resto?