En los brazos de mamá

Por Sofía Castellanos Velásquez

Caminar más de 7000 kilómetros con dos hijas en brazos es una travesía a la que no cualquier mujer se le mediría. Esa es la historia de Rosneidy, pero no es la única. Como ella, cientos de madres han salido de Venezuela para cruzar la selva llevando a sus bebés con la esperanza de darles una mejor vida del otro lado del continente. ¿Qué súper poder se necesita para completar esta travesía?

Katy y su hijo menor.

Cuando le dije a mi mamá que quería venir a Colombia con mis hijas a cruzar la selva para llegar a Estados Unidos ella me dijo que estaba loca, y que si lo hacía me olvidara de ella, que ella no me apoyaba.

Fue duro que mi propia madre no me apoyará en este viaje que lo único que busca es darles un mejor futuro a mis hijas. Aun sin la bendición de mi madre, mi hermano Mariano de 20 años, mis dos hijas, Aidana de tres, Alana de cuatro y yo nos vinimos a Colombia.

Venimos de Perú. Ahí trabajamos un tiempo en lo que salía, pero aún así la plata no nos alcanzaba para pagar hotel, a veces ni nos alcanzaba para comer. Acá en Necoclí a veces pasamos mi hermano y yo hasta tres días sin comer porque lo que la gente nos da de comida y la plata que recogemos vendiendo dulces, todo es para las niñas.

Esto lo hago por amor. Si yo supiera que en Venezuela le puedo dar una vida digna a mis hijas no me habría venido a cruzar la selva, pero yo sé que eso no es así. Si quiero que mis hijas tengan una buena vida tengo que cruzar la selva y llegar a Estados Unidos para poder conseguir ese sueño americano.

Esta travesía no es fácil, me estoy arriesgando mucho y puede que lo pierda todo, pero el deseo de ver a mis dos chiquitas en un lugar donde puedan encontrar una mejor calidad de vida es el impulso que necesito cada día.  

Espero que cuando esté en Estados Unidos pueda llamar a mi mamá, hablar con ella y que entienda que este viaje lo hice por el futuro de mis hijas.

Una decisión difícil de tomar

Katy, Jonathan, y sus tres hijos. Foto tomada por Simón Felipe Barreras.

Mi nombre es Katy Polanco, tengo 27 años y nací en el parque natural Morrocoy, en el estado Falcón en el norte del país, igual que mi esposo Jonathan Seco de 28 años. Tenemos tres hijos: Thiago, de cinco años, nació en Venezuela en el mismo sitio de donde somos su padre y yo; Derek tiene tres años y nació en Bogotá; por último tenemos a Itan Gael de ocho meses y nació en Guayaquil, Ecuador.

Mi familia y yo venimos desde Ecuador, llevamos dos meses caminando. Decidimos abandonar Ecuador porque los ingresos que teníamos no eran suficientes, abusaban de nosotros y de nuestro trabajo.

Yo era señora del aseo en un hotel y Jonathan trabajaba en una peladora de arroz y como domiciliario, pero él es rapero, en Venezuela era artista y participaba de grupos de rap.

En total al día, entre mi esposo y yo conseguíamos unos 10 dólares de pago por nuestro trabajo. Eso no era suficiente para poder comprar la comida de los niños.

Decidimos dejar Ecuador y venir a Colombia para poder encontrar un mejor futuro para nuestros hijos. Los primeros meses vivimos en Bogotá, pero la situación laboral era peor que en Ecuador: yo trabajaba en un restaurante y como aseadora en un hotel y recibía como pago 35 mil pesos por las 12 horas que trabajaba al día.

Cuando comencé a investigar sobre los costos de la lancha desde Necoclí hasta Capurganá me enteré de que los niños no pagaban pasaje. Fue por eso que decidimos renunciar a nuestros trabajos y venirnos a Necoclí, pues ya teníamos los pasajes de mi esposo y míos y un poco que dinero que íbamos a utilizar para comprar comida y utensilios para la selva. Pero cuando llegamos nos enteramos de que los niños también tenían que pagar pasaje.

Ya llevamos 12 días en Necoclí intentando recoger el dinero que nos falta para el pasaje de los niños, pues yo sin ellos no me voy. Así me toque cargarlos todo el tiempo en la selva y caminar pocas horas al día para que ellos no se vayan a enfermar, yo no me voy sin ellos, no los suelto por nada en el mundo.

Para conseguir los 400 mil pesos que nos faltan para el pasaje de los muchachos vendemos manillas hechas a mano por Jonathan y por mí. Cada una cuesta cinco mil.

Las manillas que la familia de Katy vende. Foto tomada por Simón Felipe Barreras.

Nuestro objetivo es llegar a New York donde tenemos unos amigos que ya están acomodados y nos están esperando. Este viaje lo hago porque quiero un futuro mejor para mis niños, quiero que tengan las oportunidades que en mi Venezuela no podrían tener. Además, el hecho de que aprendan un segundo idioma les abre las puertas.

El mejor combustible

Rosneidy y sus dos hijas. Foto tomada por Simón Felipe Barreras.

Yo jamás pensé que iba a caminar por tres meses aguantando frío, hambre y teniendo angustia, con mis dos hijas en mis brazos. Pero el amor de una madre es un combustible y me ha permitido caminar y seguir adelante sin importar lo duro que sea la situación porque lo único que quiero es ofrecerles un mejor futuro a mis hijas y que puedan tener una vida mejor.

Considero que el amor de una madre es el combustible que permite a un humano normal hacer lo imposible. Mi nombre es Rosneidy Silva y tengo 21, soy de Venezuela pero vengo caminando desde Chile. Ya llevo en esto tres meses. Vengo con mi esposo y mis dos hijas, Alexmar Silva, que tiene un año, y Angelbismar Silva, que tiene tres años.

Mi esposo es militar y cuando empezó la dictadura a él y a unos compañeros les tendieron una trampa que era considerada como un crimen en contra del gobierno. Por este crimen los sentenciaron a 35 años de cárcel, pero él sólo pagó uno porque logró hacer un trato. Fue por esto que abandonamos Venezuela y nos fuimos a Chile.

Los primeros meses en Chile fueron muy buenos, él consiguió un trabajo como carpintero y mecánico en un pueblo. El salario no era el mejor, pero nos servía para conseguir lo justo. Un día un venezolano le robó a un chileno y durante el robo el chileno salió lastimado y desde ese día en el pueblo donde vivíamos nos empezaron a ver feo y a tratarnos mal. 

Fue por esto que decidimos dejar Chile y venir a Colombia para cruzar el Darién y llegar a Texas, donde tenemos conocidos que nos están esperando.

Brazos y ternura

Así estén en campamentos improvisados al borde de una carretera, hay madres que no sueltan nunca a sus hijos ni permiten que nadie los toque. Foto tomada por Simón Felipe Barreras.

El viaje con una bebé no es fácil, toca cargarla todo el tiempo porque no contamos con un coche o una cuna. Además la niña ha estado muy enferma últimamente. En los puestos de Cruz Roja nos han atendido y nos han dado remedios, pero cuando estos se acaban es muy difícil conseguir el dinero para comprarlo otra vez.

Ser mamá no viene con manual, pero yo cada día aprendo más y todo lo que estoy haciendo en este momento es por ella, por su futuro.

Mi familia es venezolana, yo nací allá, pero hace unos años una de las personas más cercanas a mi familia, al que le decimos “el abuelo” se fue a Ecuador. Allí consiguió un trabajo en una mina ilegal. Un día él y tres compañeros se quedaron encerrados en la mina y después de una semana que lograron rescatarlo, porque sus compañeros murieron, el abuelo se dio cuenta de que las personas con las que vivía le habían robado sus pertenencias y se habían ido de la ciudad. Fue por esto que decidió irse de Ecuador a Colombia.

Cuando el abuelo nos contó que se iba de Ecuador y se venía a Colombia para intentar cruzar la selva del Darién, mi esposo y yo decidimos unirnos a él, pues ambos queremos que nuestra hija crezca en Estados Unidos y pueda tener las oportunidades que un niño debería tener. 


Además, tengo 19 años y no he terminado mis estudios, pero allá en Estados Unidos sé que es posible que mi hija entre a una guardería y yo a un colegio público donde pueda terminar mis estudios y en un futuro entrar a la universidad.