El golfo de los dólares

Por Juan Daniel Arias Mejía

La llegada masiva de migrantes a Necoclí cambió la economía local: muchos ya no venden para turistas, sino para aquellos que cruzarán el golfo; el peso compite con el dólar como moneda de transacción y hasta en casas de familia venden botas y machetes para quienes se van a adentrar en la selva.

Amanece en Necoclí. Cientos de extranjeros, venezolanos casi todos, salen de sus carpas para ver el golfo de Urabá. Al otro lado, su próximo destino: la serranía del Darién, montañas que para los turistas, que antes abundaban, solo decoran el paisaje, como si detrás no hubiera nada. Ahora, amenazantes y misteriosas, retan a los migrantes a cruzarlas, recordándoles los peligros a los que van a enfrentarse y el sueño por el que están ahí.

La playa de Necoclí, en la que los migrantes quedan varados hasta poder cruzar el golfo. Al fondo a la derecha se ve la serranía del Darién. Foto de Andrés Mauricio Gómez Loaiza.

Antes que ellos se levanta María Isabel, vendedora de empanadas. Desde las cinco de la mañana, sin importar que sea domingo, hace presencia junto al muelle. Es necocliceña y lleva ocho años en la misma labor. Su producto no ha cambiado, pero la clientela sí. “Vendiendo aquí me va más o menos”, cuenta mientras me atiende a mí y a otro par de clientes, “porque yo lo que vendo es comida colombiana”.

Y es que ese golfo, al que María Isabel le da la espalda, ya no atrae a los medellinenses paseadores que solían comprarle. En su lugar, la playa se llenó de venezolanos exiliados, quienes quisieran poder seguir en su tierra comiendo sus propios platos típicos.

Como otros comerciantes, ella se ha dado cuenta de que debe adaptar su negocio. “Estamos en esas, bregando, claro”, me dice, “aprendiendo a ver qué se hace para poder venderle a ellos”.

Al otro lado de la calle se encuentran más puestos de ventas ambulantes que se ven mejor surtidos, pero no ofrecen comida. Sus dueños madrugan a vender impermeables, repelentes y otros productos necesarios para atravesar la selva. En ninguno faltan las botas de caucho. Es un negocio lucrativo. A pesar de la amplia oferta, hay una demanda insaciable que hace subir los precios.

Las botas de caucho son uno de los productos más vendidos en Necoclí. Foto de Simón Felipe Barrera

Casi todos los migrantes quieren tener un par de botas, pero son pocos los que pueden pagarlo. Muchos están tan desesperados por irse que se suben a los barcos apenas logran reunir los 160 000 pesos que vale el pasaje. Comprar el calzado adecuado podría significar varios días de retraso. Cada par de botas, en cualquier tienda que se pregunte, cuesta alrededor de 40 000 pesos o su equivalente en dólares.

Tiquete de ida para cinco personas. Foto de Andrés Mauricio Gómez Loaiza.

No es raro que en Necoclí se anuncien los precios en dos divisas a la vez. El golfo de Urabá, por donde se le mire, es un lugar perfecto para pescar dólares.

Con las playas que posee, la región tiene potencial para atraer turistas internacionales que lleguen con monedas extranjeras. Pero como obstáculo para quienes quieren pasar a Panamá, el mar se convierte en una verdadera red atrapa-divisas.

Indios, bengalíes, ghaneses, haitianos y cubanos, que llegan también en números considerables, suelen llevar más dinero que los venezolanos. Compran o venden dólares según su necesidad inmediata. En medio de su esfuerzo por llegar a Panamá, gran parte de su dinero lo dejan en el pueblo.

Si por las botas les cobran de más, por sus divisas pagan menos. El fin de semana entre el 30 de septiembre y el 2 de octubre el precio del dólar en Colombia rondó los 4.610 pesos. En las mismas fechas en Necoclí, junto al muelle del que salen los migrantes, ofrecían a gritos tan solo 3.900 pesos por un dólar.

Los migrantes, desesperados por sobrevivir en el pueblo mientras logran salir en barco, cambian sus divisas por lo que les quieran dar.

La otra probable fuente de divisas se hace más visible de noche. Cuando cierran los restaurantes playeros que ponen vallenato y sirven pescado a los locales y a los pocos turistas que hay en el sector, la zona queda a oscuras.

Algunos migrantes —los que acampan más lejos del centro, en el costado oriental del pueblo— han visto cómo, a esa hora, pequeños grupos de personas cargan lanchas con afán, montando lo que parecen pipetas de gas. No hay manera de saber qué transportan, pero se puede sospechar.

El viernes 30 de septiembre, cuando llegamos, algunos de los colegas que viajaron conmigo recibieron una sugerencia: se podía hacer periodismo, pero lo más conveniente era no preguntar por la economía. En especial por esa economía.

Tan cerca de la desembocadura del Atrato, de la frontera con Panamá y con vías que lo comunican fácilmente con Córdoba y el interior de Antioquia, el golfo tiene las condiciones perfectas para ser un epicentro de economía ilegal. Trátese de contrabando o de narcotráfico, esas lanchas probablemente también salen a pescar dólares.

Lancha de migrantes en su camino a Capurganá. Foto de Simón Felipe Barrera.

Pero no todo el mundo participa en el mercado de divisas. Al llegar a Necoclí, muchos ya no tienen nada. Esa gente, aun así, sigue pudiendo recoger de lo que atrapa la red. El golfo no solo recoge billetes, sino que retiene todo lo que no se puede llevar por la selva.

La gente abandona ropa, morrales, colchones y cobijas en la playa. Los nuevos migrantes que llegan toman lo de los que ya pasaron y hacen trueques. Así se mantienen, sin gastar el dinero que les llega, para poder pagar la lancha. El dinero en efectivo es lo más valioso que pueden conseguir.

“Dejo de comer para poder guardar algo y así voy”, me contó un venezolano ese sábado en la mañana. “Ahorita a mi hija le dieron 10.000 pesitos por hacer unas trenzas. Ella me había dicho ‘compra algo para comer’. Yo lo pensé. Dije ‘no; me quiero ir’.”

No todo lo que cargan los migrantes hasta Necoclí lo pueden llevar por la selva. Antes de embarcarse deben decidir qué abandonarán. Foto de Andrés Mauricio Gómez Loaiza.

Es la misma situación de la mayoría de las personas que nos rodeaban mientras hablábamos. Pero esto cambia a medida que uno camina hacia el occidente, hacia el centro de Necoclí. Cada vez hay menos migrantes, hasta que se llega al puente que separa ese lado del pueblo de la playa del Pescador. Ese puente es una frontera para los que no pueden pagar hospedaje. No tienen permitido cruzarlo.

Al otro lado se ve gente jugando en la arena y restaurantes para turistas. Casi todos son habitantes locales o vienen de otros municipios de Urabá y Córdoba. También se ven algunos extranjeros: los migrantes asiáticos, africanos y caribeños que sí pueden pagar hospedaje y comer en restaurantes.

A pesar de todo, el turismo no es lo que fue. Por donde antes pudo haber varias personas vendiendo juguetes de playa, ahora apenas se ve a un viejo ofreciendo flotadores y lamentando que ya no vende tanto, quejándose de que, con los migrantes, la gente ya no visita.

“Antes pasaban por Turbo. Uno aquí no los veía”, me dijo cuando le pregunté por los cambios que había tenido Necoclí, mientras él iba con su mercancía del centro a la playa del Pescador.

Algunos turistas se bañan en el mar de Necoclí con la serranía del Darién al fondo. Foto de Andrés Mauricio Gómez Loaiza.

Andando en el sentido contrario al que venía él, el sábado a mediodía, pasé por una sucursal de Western Union atestada de gente. Me acerqué a preguntar en cuánto cambiaban ahí el dólar. 

—No te lo cambian —me dijo uno de los venezolanos que estaba en el tumulto– Ese es el problema de aquí, que no cambian dólares.

—¿Cuánto vas a cambiar? —me preguntó otro hombre que había a un lado. Le pregunté en cuánto lo cambiaría.

—3.500 —me dijo, y siguió insistiendo en que le contara cuánto tenía.

Le agradecí y me alejé. 

En varias tiendas cercanas al parque que vendían tanto artículos para turistas como botas para migrantes sí cambiaban dólares por valores que oscilaban entre los 3.500 y los 3.900 pesos.

Al día siguiente, el domingo por la mañana, a una cuadra del parque, me topé con una tienda que les vendía exclusivamente a los turistas. Tenían artesanías de madera y de cerámica con todo tipo de formas alusivas a la playa y el mar, aunque ocupaban un lugar de prominencia unas que parecían penes.

El nombre del local era Artesanías Gecko, según me dijeron John y Diego, que atendían adentro. En la fachada no había ningún letrero.

“Viejo, la verdad, se podría decir que sí nos ha ido bien, a pesar de que ha estado, pues, difícil”, me contó Diego. “No hay tanto flujo de turistas y todo eso”.

La gente de Necoclí no duda en afirmar que la disminución del turismo está relacionada con la llegada de los migrantes.

“Uno como turista llegar de pronto aquí, a una playa o a un lugar recreativo y ver, por ejemplo, tanta gente en esa necesidad, en esa situación”, dice Diego, “el turista que llegue y vea eso así no va. ‘No, no, vámonos pa Arboletes’”.

Aunque reconocen que los migrantes han pasado por Necoclí desde hace tiempo, piensan que la situación actual no es como la de años anteriores.

“Qué le digo, viejo —continúa Diego— En este momento están es los venezolanos. Ya ellos creo que afectan más, pero también están en la calle. Están pidiendo lo que puedan en la calle. En cambio, los africanos, los haitianos, se van para otros lados, ellos no hablan, ellos no piden. Generan más terror los venezolanos”.

Eso no significa que otras olas de migrantes no hayan traído inconvenientes para la industria turística. “Con los haitianos qué pasaba —sigue diciendo— que llegaban los turistas a hospedarse y no había alojamiento porque estaba todo lleno”.

A pesar de esto, Diego y John no culpan a los migrantes por la situación, y hasta se compadecen de ellos. Cuando les pregunté si los precios, como los del alojamiento, habían aumentado en el municipio por la llegada de los migrantes, ambos se sorprendieron de que existiera esa posibilidad.

“¿Cómo se les va a aumentar? Antes hay que bajarlos. A esa gente se le baja porque es que vienen con niños. Se les da la ayuda”.

Lo que los vendedores del pueblo reclaman es que haya más orden, que a los migrantes los ubiquen en zonas especiales para que puedan seguir su camino sin afectar a los demás.

Diego y John incluso reconocen que la presencia de los migrantes puede beneficiar a algunos sectores de la economía, pero ellos no pueden sacar provecho.

“Ellos ayudan mucho a la economía”, me dijo Diego, “pero por ejemplo a mí no me compran nada y antes los turistas bajan, que son los que llegan aquí. Los migrantes, dígame qué van a comprar aquí. Ellos tienen que comprar es víveres, botas. Estamos resistiéndola. Por ahí va”.

Estas son las condiciones en las que vive la mayoría de los migrantes, principalmente los venezolanos, durante su estadía en Necoclí. Muchos turistas han dejado de ir al pueblo debido a su presencia. Foto de Andrés Mauricio Gómez Loaiza.

Me despedí de ellos y seguí caminando por el centro. Llegué a un lugar donde había varias tiendas juntas. Todas eran similares y vendían las mismas cosas. Adentro había un gran almacén con una caja registradora y muchas estanterías con todo tipo de productos: desde flotadores y pelotas hasta vajillas y decoración. Afuera tenían canastas en las que exhibían botas, carpas, gafas, bolsas para mantener secos los celulares y los documentos, y machetes. Muchos machetes.

Aunque era domingo y eran poco más de las once de la mañana, las tiendas estaban llenas, sobre todo en la parte de afuera, donde se juntaban haitianos y personas del sur de Asia, limpias y bien vestidas, recién salidas del hotel, preguntando por los productos que necesitarían en el Darién. Hablaban una mezcla de francés, creole, inglés y español. En una de las tiendas, algunos de los que atendían eran haitianos, lo que facilitaba la comunicación.

Adentro, en la caja, se sentaba un colombiano tan ocupado que, al acercarme como periodista, me decía que no tenía tiempo y me pedía que hablara con alguien de afuera.

Finalmente, uno de los cajeros aceptó hablar: Gerardo, de Maximax. En un tono tranquilo y pausado me contó que le ha ido bastante bien con el negocio. “A nosotros la migración nos ha servido mucho por dos cosas. Porque las venticas se han aumentado, ¿cierto? Uno. Y lo otro porque, pues, hay más personal y todo esto y uno proporciona ayuda a otras personas también consiguiendo más trabajadores”.

“Nosotros tenemos 27 años de estar acá”, dijo cuando le pregunté cómo se había adaptado a la migración. “Siempre se ha vendido lo mismo. Lo que pasa es que ahora se ha duplicado la venta. Todo el tiempo hemos vendido las botas. Casi todo lo que hay aquí todo el tiempo se ha vendido. Lo que pasa es que ahora las ventas se multiplicaron”.

Gerardo reflexionó un momento antes de continuar. “De pronto una cosa más que sí se nota bastante son los machetes. Que nosotros no vendíamos machete grande, sino cuchillo y cosas así domésticas, de la casa. Y ellos usan mucho machete”.

Los machetes, a los que los venezolanos llaman peinillas, son uno de los productos indispensables para atravesar la selva. Foto de Andrés Mauricio Gómez Loaiza.

Le conté lo que había visto en otras zonas de Necoclí y en Artesanías Gecko, y le pregunté si el descenso del turismo no le había afectado a él o a su modelo de negocio.

“Ah, sí. En cuanto a eso sí. Lo del turismo sí ha bajado mucho acá. También nos ha afectado porque de todas maneras ya uno al turismo no le vende”. De nuevo, Gerardo reflexionó: “A algunos negocios no les ha ido tan bien, verdad. Pero a la mayoría de los negocios sí”.

Gerardo tuvo la fortuna de que Maximax ya tenía una línea para migrantes desde antes de que llegaran las olas de haitianos y venezolanos de los últimos años. Para otros, como Diego y John o el viejo vendedor de flotadores, ha sido difícil adaptarse al nuevo tipo de huéspedes, que no compran lo que ellos venden.

El pueblo está cambiando; tiene que satisfacer las necesidades de la gente que llega. Mientras algunos, como María Isabel con sus empanadas, siguen buscando la manera de atrapar a los nuevos clientes, otros ya estaban preparados desde antes. 

El comercio se ha volcado hacia ellos. La playa se llenó de pescadores que, con sus lanchas y sus botas, sacan provecho de todo eso que atrapa la red, de todo lo que los migrantes, en su afán por irse, abandonan ahí. Para prosperar en Necoclí, hay que saber navegar las aguas de ese golfo que está lleno de dólares.