Por Maria Victoria Avendaño
No se trata de dinero, hablamos de la sentencia al suplicio, la zozobra y la pena que se carga en la espalda a lo largo del camino que lleva a una “tierra de triunfo”. Hacemos hincapié en la conmoción que para unos es desmesurada y para otros escasa.
Primera factura: llegada a Necoclí
“Yo a veces le pregunto al de arriba por qué unos viven tan bien y otros tan mal”.
-José Francisco, migrante venezolano. Estuvo alrededor de 2 meses muleando antes de que uno de los caudalosos ríos de la selva del Darién lo arrastrara al cementerio de que los que no lo lograron.
Alexa Romina llegó a finales de agosto de 2022 a las playas de Necoclí, Antioquia, con sus hijas Aidana de 3 años y Alana de 4, también va a su lado su hermano Mariano de 20. Son de Venezuela, pero estuvieron 2 años en Perú tratando de conseguir una mejor vida. Viene con la ilusión puesta en Estados Unidos, pero antes de empezar a respirar un aire de gloria los espera el paso de la frontera entre Colombia y Panamá.
Un terreno al que muchos llaman la puerta al infierno, donde dicen que se respira el miedo y el dolor de los que no salieron, donde reina el ruido de los animales y el sinsabor de no poder controlar nada, un lugar al que denominan el Tapón del Darién y que solo lo más afortunados han logrado atravesar.
-Yo sí he escuchado lo que dicen del Darién, que es muy peligroso y que incluso hay gente que se muere, pero yo me imagino feliz con mis hijas en Estados Unidos… si es que algún día salimos de Necoclí -dijo Alexa con una media sonrisa.
No puede pagar un hotel, ni el más barato que cobra $25.000 pesos colombianos la noche por persona -y parece una construcción sin terminar con tantas paredes sin repellar, el techo lleno de tubos, los bloques en cada rincón del lugar y un aire de tristeza que no lo quita ni el mini ventilador que prestan- porque ni siquiera tiene los $2.000 pesos colombianos que le cuesta usar un baño diferente al mar; así que se resigna y duerme con sus bebitas y el hombre que las cuida junto a la playa en un viejo colchón que encontraron, lo ubican al lado de una palmera para sentirse “seguros” mientras se acuestan con la esperanza de que si les llueve las hojas de palma sean el techo que les falta.
Ay, ese viejo colchón roto, desgastado y maloliente que los pone cómodos en medio del hambre y el sol, la enfermedad y las lágrimas, la desesperación y la utopía de una vida soñada. Ay, ese viejo colchón que muchos de los migrantes de esa playa quisieran tener para no conformarse con un bolso como almohada y un pedazo de trapo como cama.
Un descuido y les roban lo poco que tienen. A toda hora hace turnos con su hermano para cuidarse entre ellos, mientras uno descansa el otro le hecho un ojo a todo, si uno sale a vender dulces el otro se queda con las niñas para que el bienestar no las vea vendiendo, se las vaya a llevar y mueran las razones para viajar.
No a todos les cobran como a Alexa
Irene y su esposo empezaron su trayecto a Estados Unidos a finales de septiembre, viajaron de Venezuela a Medellín en bus donde se encontraron con su hijo, Luís de 12 años, quién había llegado hace unos días en avión. A Necoclí arribaron el sábado primero de octubre y pasaron la noche en una amplia, cómoda y fresca habitación de hotel que incluía baño interno, una cama grande, ventilador de techo y hasta un televisor.
En la mañana del domingo se sentaron en la cocina de su hospedaje a tomar chocolate y deleitarse a comer el desayuno que les habían preparado. Se encontraban tranquilos y serenos conversando sobre temas triviales; que si el niño se había llenado, que si el esposo por qué no se sentaba a tomar el chocolate para que lo digiriera mejor, y que si habían apagado la luz de la habitación.
El encuentro con ellos se sentía como ir a tomar café en casa de una tía, confortable, plácido y con una conversación fluyente que incluía risas y un interrogatorio sobre nuestras vidas -quiénes éramos mis dos compañeros y yo, qué estábamos haciendo en Necoclí, cuándo llegamos y cuándo nos íbamos, y de paso qué sabíamos de “toda esa gente que está en la playa”-.
Para Irene y su familia era otro domingo en el que desayunaban juntos y pensaban qué hacer el resto del día, para los que estaban a pocos metros de ellos en la playa, era un día más con el estómago sonando y los rayos del sol en la piel picando.
-En Venezuela teníamos una fábrica de pastelitos, hacíamos ponqués y esas cosas para fiestas, pero después solo ganábamos 10USD por semana, que son como unos $10.000 pesos colombianos. ¿Dime tu cómo vas a mantener una casa, un hijo y una vida con diez mil pesos? -comentó Irene.
La idea de vivir en el país de las oportunidades empezó a ser tentadora, mas fueron las palabras de aliento de unos amigos que ya estaban allá lo que hizo que Irene, su esposo y su hijo agarraran las maletas y cogieran rumbo a un sueño.
Fue gracias a los ahorros de Irene y su esposo, la ayuda de sus hijas que siguen Venezuela y un par de familiares, lo que ayudaron a Irene a costear el viaje de una manera diferente a la tradicional: en vez de adentrarse sola con su familia por el Darién pagó por un experto en esa ruta.
Trayecto inclemente y algo excluyente
Para entrar a la selva del Darién existen diferentes rutas. Están quienes toman una lancha hacia Capurganá, municipio del Chocó, y de ahí se aventuran por aproximadamente 15 días en el pantanoso y lluvioso Darién hasta llegar a Panamá. También está Acandí, en el Chocó, por donde se tarda alrededor de una semana en cruzar el tapón.
El acceso desde Necoclí hacia Capurganá o Acandí es por vía aérea o marítima. Opciones muy limitantes para los migrantes de bolsillos rotos.
$160.000 pesos colombianos es el costo de la lancha que se debe tomar para llegar a Capurganá desde Necoclí, más $40.000 pesos colombianos del brazalete que se necesita para poder ingresar a los campamentos de refugio que hay a lo largo del paso por el Darién. Los niños pagan pasaje a partir de los 2 años y si se lleva mascota se cobra la mitad del tiquete.
Cuando Alexa decidió buscar mejor vida en “los yunaited” su mamá se lo reprochó y le negó el apoyo.
-No, yo para allá no voy, esa es una travesía muy fuerte. No sé cómo vas a hacer para llevarte a las niñas por allá. Conmigo no cuentes porque no soy capaz de meter un hijo mío por allá -comentó Alexa imitando a su mamá.
Motivada por un mejor futuro, Alexa arrancó para Colombia con la cabeza vuelta un ocho tratando de pensar, qué iba a ser de ella y de sus hijas cuando llegaran a Necoclí si apenas y tenía lo justo para salir de Perú. ¿Qué iban a comer? ¿dónde iban a dormir? ¿qué iba a hacer?
-Nosotros pagamos un guía para cruzar el Darién, nos cobró 300 -comentó Irene.
-¡¿300?! ¡¿por los tres?! ¿O sea 900.000 pesos colombianos? -pregunté sorprendida.
-No, 300 USD por cada uno, 300 mi esposo, 300 mi hijo y 300 yo. Eso incluye el hotel en el que estamos, el desayuno, la cena, la lancha hasta Acandí y un guía que nos ayuda a cruzar la selva -aclaró Irene tranquila para luego tomar un sorbo de su café.
Irene y su familia pagaron un guía equivalente a $1.500.000 pesos colombianos aproximadamente.
Mientras hablábamos con ella, su esposo y su hijo, les mencionábamos algunos sucesos que los migrantes, con los ojos aguados y el corazón arrugado, nos contaban a cerca de los momentos más humillantes y dolorosos que han tenido que soportar para seguir su camino a Estados Unidos.
-¿O sea que toda esa gente que está en la playa va para el Darién? -preguntó Irene.
-Sí. Hace poco conocimos unos que llevan caminando tres meses desde Venezuela -le respondí.
-¡¿Tres meses?! ¡¿desde Venezuela?! ¿y cómo hicieron? ¿por qué no se vinieron en bus? -dijo Irene.
Entre mis compañeros y yo nos miramos serios sin saber qué responder, ¿acaso no se daba cuenta de la pregunta que estaba haciendo?
Aunque al final, cuando se está en medio del camino barroso del Darién y las plantas que le sirven de escondite a los reyes del lugar -animales, pero también las personas que ven la selva como una forma de lucrarse-, todos se vuelven igual de vulnerables. Ni los 300USD ni los $200.000 pesos colombianos son un seguro de vida en el Tapón.
¿Cuántas lagrimas te cobran en el camino?
-Mi hermano y yo hemos aguantado hambre hasta tres días. Lo que uno recoge vendiendo dulces apenas y alcanza para comprarle algo de comer a las niñas. Ya hasta se me han enfermado con tanto sol, agua y suciedad… y claro, la comida que a veces no tenemos para darles -aseguró Alexa.
Ella sabe que no es fácil, que está arriesgando demasiado y que puede perderlo todo sin conseguir nada, mas el deseo de ver a sus dos chiquitas en un lugar donde puedan encontrar una mejor calidad de vida es el impulso de cada día.
Alexa se acomodó en el troncó en el que estaba sentada, se arregló como pudo los cabellos que la brisa de mar le había desordenado, abrazó a sus hijas que sonreían al comer un pedazo de pan que unas muchachas les habían regalado, y ubicó una a su derecha y la otra a su izquierda. Permaneció en silencio por unos segundos, luego me miró y aguantando las ganas de llorar dijo:
-Es desesperante, pero no imposible. Sé que son cosas difíciles, pero va a llegar el momento en que nos vamos a reír de esto.
Y aún sin un peso en la cartera, sin tener certeza de qué será de ella mañana y con la incertidumbre de no saber si logrará llegar a su país soñado, me sonrió y agradeció por tomarme unos minutos para sentarme en la arena a escucharla.
Nota: si todavía te preguntas cuánto cobra el diablo basta con decir que a veces unos cuantos sollozos y otras veces unas cuantas vidas.