Valeria Jaramillo Giraldo.
A Jonny Castillo el llanto le interrumpía las palabras. El hombre de 51 años se desgarraba ante nosotros contando sus padecimientos en Ecuador, el tercer país a donde migró después de salir de Venezuela. En los seis años que llevaba como migrante, había sufrido humillaciones, robos, traiciones y la experiencia de quedar atrapado bajo una mina durante nueve días, presenciando además la muerte de dos compañeros.
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A pesar de las adversidades, Johny mantenía la esperanza de encontrar el bienestar y la estabilidad económica para su familia. Entonces, visualizó el sueño americano y lo persiguió. Para el momento de nuestra charla, se asentaba junto a otros migrantes en el municipio de Chigorodó, Antioquia, parte del camino que conduce a Necoclí, lugar donde tomarían la lancha que los acercaría al Tapón del Darién.
Me despedí de Johny con la voz entrecortada, intentando asimilar su historia. Pero la suya no sería la única en conmoverme, y después de él, fueron más las conversaciones que recordaría para siempre con nostalgia. Para ese momento, aún no habíamos llegado a Necoclí, el sitio donde haríamos el reportaje sobre la migración masiva de venezolanos y haitianos hacia Estados Unidos, cuando ya la realidad que enfrentaría los próximos días comenzaba a golpearme.
Fue mi primera experiencia como reportera lejos de la ciudad, en la que me adentraba a una problemática que solo conocía a través de los medios de comunicación. Éramos un grupo de ocho estudiantes y dos profesores. Con lo que leía en los periódicos, los videos de internet y las capacitaciones que nos daban en el Semillero de Investigación en Narrativas Periodísticas, creía tener las herramientas suficientes para llegar desde mi oficio a encontrar historias en un territorio como Necoclí, protagonista por el gran flujo de migrantes que cruzan y se instalan en la zona.
Lo que nunca esperé, fue la crudeza de los relatos y la vulnerabilidad que los atrapa. Mi sensibilidad me jugó una mala pasada, o quizás, me era imposible no aceptar en aquellos mi sentido de humanidad.
La barrera del profesionalismo, esa en la que te enseñan que debes mantenerte al margen ante situaciones trágicas que podemos presenciar con el ejercicio del periodismo, se me desdibujaba con las lágrimas de un migrante que con su testimonio me abría la puerta de su dolor, de sus frustraciones, de sus recuerdos, y hasta de las ilusiones que guardaba para él. Mediante las palabras encontraban una liberación, y yo en cambio, recibía parte de esa tristeza para mí. En un principio, escucharlos era devastador.
Al pasar los días, fui convirtiendo esas aflicciones en aprendizajes, pasando de lo profesional a lo personal, que influyeron en varios aspectos de mi vida. Creo que lo más importante, fue reconocer que la verdadera empatía no se adquiere hasta presenciar de frente las circunstancias y conflictos con las que batallan comunidades e individuos en las diferentes esferas sociales, culturales y económicas. Ahora, por más distantes que parezcan, puedo sentirlos como cercanos.
Por mi cuenta, intento no darle mucha importancia a asuntos que terminan siendo más insignificantes de lo que pienso. Mi enfoque está en lo que considero verdaderamente valioso: mi familia, mis amigos, los momentos, las oportunidades y personas que voy encontrando, que de alguna manera me instalan unos saberes que aportan en mi crecimiento. Entiendo que la gratitud no es un sentimiento exclusivo por las cosas buenas que nos pasan, sino que es un sentir que debe manifestarse incluso por lo que en nuestro privilegio solemos menospreciar.
Ir tras el sueño americano, como le llaman al deseo de conseguir prosperidad económica en Estados Unidos, es para un migrante de a pie embarcarse en un viaje sin certezas, en el que se vive el peligro inminente y donde la meta más allá de llegar, es sobrevivir en el trayecto.
La travesía de un migrante requiere de meses de largas caminatas, bajo cualquier pronóstico del clima, sin comer o beber lo suficiente, expuestos a robos, accidentes y enfermedades, con pocas horas de sueño, a merced de las ayudas que les ofrecen en las calles y con la ausencia de un espacio adecuado para suplir sus necesidades fisiológicas. La mayoría lleva niños que deben soportar con sus padres tales condiciones. Y eso, es apenas una parte del camino.
El reto más difícil, es pasar el Tapón del Darién, una extensa y compleja selva que comunica a Colombia con Panamá, en la que diariamente cruzan miles de migrantes que luchan por salir con vida. La mayoría es consciente de los riesgos que enfrentan, pero la esperanza por llegar al país americano les da la fortaleza para continuar. Sin embargo, en ocasiones la voluntad no es suficiente para garantizar la supervivencia, algo que iba a tener que comprender con una pérdida cercana.
Intentando cruzar un río en el Darién, murieron Francisco y su esposa embarazada Dailimar, dos migrantes con los que tuve la oportunidad de conversar, y de paso rastrear su recorrido hacia Estados Unidos a través de WhatsApp. Su muerte fue seguramente el suceso que más me impactó.
Transcurrieron dos semanas desde que su grupo se adentró en la selva, tiempo en el que no recibí mensajes sobre el paradero o estado de salud de ellos, situación que me mantenía en vilo. Joel, uno de los migrantes que los acompañaban y con quien tenía la comunicación directa, me transmitió la noticia el 15 de octubre.
Recuerdo sentirme incrédula en el primer instante. Un nudo me removió el pecho, y entonces pensé en el bebé que esperaban juntos, en el niño que dejaron en Venezuela, en el amor que se expresaban, en los sueños que compartían, en sus temores, en las penurias que habían sobrellevado en el camino, y en particular, en la juventud de ambos, con apenas 22 y 21 años. Eso y más, esfumó la corriente, en un abrazo que sepultó sin piedad su humanidad.
En los días siguientes, se incrementaron mis pesadillas con la selva y las vivencias de los migrantes. No podía mencionar el suceso sin evocar el llanto. A la fecha, más de un mes después, todavía me estremece la tragedia. Nunca esperé que su historia tuviera ese final, lo que también hizo que pudiera terminar de entender el verdadero panorama al que se arriesga un migrante en su viaje por el sueño americano.
Puedo decir que en general, nuestro viaje a Necoclí representó una experiencia que terminó por enseñarnos más de lo que creíamos. Llegamos a Medellín con otras percepciones, con lecciones en mente y la sensibilidad a flor de piel. Hoy, probablemente, somos unos periodistas más conscientes.
Por mi parte, me tracé el deber de seguir con el periodismo para el cambio social y el buen vivir. Debemos salir de nuestra zona de confort y aventurarnos a sentir y a conocer otras realidades. Con la labor periodística podemos visibilizar las problemáticas que enfrentan comunidades que suelen ser olvidadas por los gobiernos y hasta por la misma sociedad. Es posible trazar el sendero hacia las transformaciones y contribuir al reconocimiento de la dignidad de estas poblaciones.