Por Juan Gonzalo Betancur B.
Quizás para los migrantes el futuro soñado sea un mero espejismo. Tal vez todo este viaje no sea nada más que un sueño.
Partir como lo están haciendo miles de personas podría ser el producto de una peste que siempre ha existido en el mundo, pero que es inaudita, infame en este tiempo de la historia: la de tener que irse, la de huir.
Una peste que se va contagiando de persona en persona, de familia en familia y en la que todos, al final, embriagados por la idea deslumbrante de que un día no muy lejano van a triunfar y a tener un mejor futuro (al menos un futuro), se embarcan en este viaje bíblico como un pueblo enloquecido que después de empezar a salir no es capaz de parar.
¿Por qué viajan con niños si el camino por la selva es aterrador?
¿Por qué arriesgar a las mujeres si también las acecha un violador?
¿Por qué ese deseo de salir a toda costa si todo puede ser peor?
“La suerte es individual, pero todo migrante cree que le va a ir igual de bien que a aquel que lo espera en un país ajeno”, dice otro migrante que se quedó en Necoclí porque a sus 45 años se siente viejo para la travesía por la selva y es cobarde para emprender esa marcha.
O es demasiado racional para entender que el peligro va más allá del que implica cruzar el mar y caminar la selva: andar en todo momento acompañados de la muerte.
Los más pobres entre los pobres que asumen estos viajes de la desventura no tienen nada que perder: en su país no tienen nada, en el camino no logran nada, pero están seguros que al llegar al destino final existe algo bueno para sus vidas. Entonces, ¿qué se puede perder con irse?
“Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”, escribía el poeta León de Greiff, como si hablara a nombre de estos desafortunados.
La enfermedad del viaje carcome a quien ve que sus familiares, amigos y vecinos salen con rumbo norte. Y entonces deciden que también se tienen que ir, que quedarse significa seguir en el fracaso, que es mejor arriesgarlo todo porque allá lejos está algo parecido al paraíso.
No ven otra alternativa porque las fiebres que produce la peste de irse nublan el pensamiento. Por eso en Necoclí se ven decididos, se dan moral entre sí frente a todo lo que venga en el nuevo tramo del camino.
Los que ya salieron y los que vendrán van igualmente resueltos a la suerte que les toque porque la peste de huir tiene la capacidad de neutralizar cualquier duda.
Se van igual que aquellos soldados que fueron destinados a la guerra: saben que posiblemente no sobrevivirán, pero que no tienen otro camino.
En una de las calles de este pueblo costero, un grupo de migrantes carga con determinación sus mochilas, colchonetas y botas de caucho, mientras sus niños juegan trepados en un pequeño árbol y gritan: “Estoy en la selva, estoy en la selva…”.
Cuando arrancan a paso firme para el embarcadero, su lancha debe ser, a esta hora de mediodía, la 12 o la 13 que ha salido desde cuando comenzaron a surcar el mar a las seis de la mañana. Se les ve alejarse por otra calle empolvada, cuidándose los unos a los otros.
No van felices, pero tampoco tristes. El más pequeño del grupo, de unos tres años, llora a los gritos porque debió bajarse del triciclo azul que le prestó otro niño del pueblo. Cada partida implica rupturas emocionales, todas de proporciones enormes, de acuerdo con lo que cada uno siente y vive.
Ojalá sobrevivan al viaje sanos y salvos. Ojalá la vida por fin les sonría.
Pero también, ojalá la peste de la huida tenga algún día su antídoto: la equidad social, las oportunidades para todos, la tolerancia, el fin de las barreras sociales y políticas, la justicia social… utopías todas, tan grandes e inalcanzables como las ilusiones que lleva consigo cada migrante.