Nadar en el bosque

El monte respondió a nuestro llamado

Siguiendo a Laura Posada, maestra guardiana de la naturaleza, jardinera, herbalista y guía de baños de bosque, activamos los sentidos en una montaña del municipio de La Estrella (Antioquia).

Por: Santiago Nieto Aristizábal

De vuelta en el jardín nos reunimos en torno a un arbolito de jaboticaba repleto de frutos y Laura nos invita a probar. Los humanos metemos la mano y arrancamos las canicas blandas color vino de las ramas, mientras los caninos acercan el hocico y jalan con los dientes. La llovizna que cae del cielo no es suficiente motivo para abandonar la delicia dulce y jugosa que nos regala el jardín de Laura y que disfrutamos entre todos. Ahora nuestras mentes son una.

Al recibirnos, cuatro horas antes, Laura Posada está rodeada por una manada de perros en la Finca Jabalinas, su hogar en medio de una montaña a 8 kilómetros del parque principal de La Estrella (Antioquia), en la vereda San Isidro. Lleva botas de caucho, pantalón cargo, camisa de lana con cuadros azules y verdes, pañoleta anaranjada amarrada en el cuello, aretes dorados en las orejas y un par de anillos en la mano que estira y sacude para saludarnos.

 

Laura Posada

@jabalinas

Eso es el bosque:
una orquesta invisible, sutil, que siempre está tocando aunque no haya nadie para oírla.

Aunque el origen del nombre no se explique solo, pues surgió de un golpe de inspiración y belleza al ver jabalíes en Florencia, Italia, donde estos mamíferos son símbolos de la buena suerte, Jabalinas es el emprendimiento de Laura, que estudió Diseño de Vestuario en la Universidad Pontificia Bolivariana y se especializó en Gerencia de Mercadeo.

Al nacer, en 2012, el proyecto era apenas un pasatiempo, una excusa para hacer de vivero y venderle plantas por encargo a sus amigas. Después de un tiempo creció en Laura un deseo de trascender la matera y enfrentarse al jardín, para estudiarlo y entenderlo mejor. Como parte de un viaje que realizó con su esposo por Latinoamérica en moto, estudió Paisajismo y Técnica Floral en Buenos Aires, Argentina.

Ahora Jabalinas es un árbol, un organismo vivo del que se desprenden ramas interconectadas e independientes al mismo tiempo: talleres botánicos, jardinería ornamental para matrimonios, rituales y baños de bosque.

Más allá de sus incursiones académicas, su escuela ha sido la vida en el campo. En su infancia, las visitas a la ciudad usualmente se limitaban al colegio, y las tardes después de clases consistían en volver al campo a jugar en el jardín, a convivir con las gallinas, a montar en caballo. Cuando llegaba con una picadura, su abuela le decía «hija, junta tres hierbitas, macéralas y póntelas en la picadura». Cuando tenía fiebre, en casa la bañaban con agua de sauco. 

En la actualidad, Laura está entregada al aprendizaje de varias disciplinas que enriquecen su vocación: herbalismo consciente —donde a través de meditaciones con las plantas exploran su taxonomía y su espíritu— y yoga Kundalini —conocido también como el «yoga de la consciencia», se trata de una práctica meditativa proveniente de los yoguis de la India—.

 

Cuando entramos a la casa son las nueve de la mañana. Laura nos da la bienvenida con café, aromática y galletas. En el centro de la mesa hay un matraz Erlenmeyer relleno con piedras, con más de un litro de agua y con raíces subacuáticas que salen por la boquilla superior y respiran el mismo aire que nosotros, transformadas en hojas de un verde intenso y venas casi traslúcidas.

 

El baño de bosque

Si bien el concepto y la técnica nació en Japón, donde se conoce como Shinrin Yoku y se le ofrece a las personas que se sienten desconectadas de la naturaleza, Laura considera importante recordar que nuestros ancestros y antepasados ya hacían baños de bosque, aunque no tuviera ese nombre, porque tenían una relación con la naturaleza tan importante y simbiótica, que siempre que entraban lo hacían con respeto, en silencio, pidiendo permiso al recolectar sus frutos.

—El bosque nos corresponde —dice—. Y esta experiencia de baño de bosque la hemos tenido los humanos desde siempre, solo que se ha ido perdiendo o, mejor, durmiendo. Es algo que está dormido, pero se despierta. Es una belleza.

Hay quienes le dicen que su labor es de «terapeuta forestal», y no es en vano: en el libro Baños de bosque, de M. Amos Clifford, se habla extensivamente del poder curativo de este ejercicio. Una de las razones que nombra el autor son las fitoncidas, «compuestos que los árboles producen y secretan de modo natural». Estas sustancias, que son exterminadas por las plantas cuando detectan una amenaza, tienen en el cuerpo humano un efecto positivo, pues «parecen trabajar en concierto con nuestro sistema inmunitario».

Salimos de la casa y Esmeralda, una cacatúa de copete amarillo, mejilla anaranjada y plumas grises, se une al grupo cuando Laura le ofrece un dedo para posarse. El cielo está despejado y el clima se siente fresco, húmedo.

Antes de emprender camino al bosque pasamos por la huerta, de donde Laura recoge geranio de olor, citronela y menta, y nos entrega de a una ramita de cada planta a cada uno. Nos indica que debemos macerarlas, es decir, aplastarlas con las manos hasta hacer un amasijo de plantitas verdes.

–Huelan… Y frótenselas por la cara y por todo el cuerpo, encima de la ropa, agradeciendo a estas plantas lindas por su bondad… Sus beneficios nos van a permitir alejar a los insectos –entonces lo comprendo: este es el repelente–. La naturaleza siempre tiene algo para ayudarnos.

Caminamos por la vía vehicular y subimos pocos metros hasta la primera curva que dirige a la derecha. Paramos y Laura nos señala un arbusto. «Un regalo de bienvenida», dice cuando miramos los frutos rojos que se asoman entre las hojas verdes. «Frambuesas. ¡Y son tres, qué dicha!». Juana es la primera en probar, y su reacción es más que suficiente para que David y yo perdamos la timidez y nos arrimemos al arbusto con las manos estiradas.

Jalo la planta y observo el fruto que cae sobre mi palma, solo un instante, y la imagen de su figura cónica —repleta de bolitas— aparece como un latido en mi cerebro al masticar con los ojos cerrados. Cuando los abro, Laura ha atravesado el alambrado que delimita la carretera y nos espera del otro lado. Pasamos agachados, con cuidado, y empezamos el descenso.

—No me gusta marcar una ruta: siempre que he bajado a la quebrada, ha sido por caminos distintos —nos cuenta a medida que bajamos en fila india la montaña, pisando firme los pedazos de tierra delgada que, al ojo humano, se muestran como baldosas escalonadas—. Estas cosas son muy orgánicas.

Pienso por un momento en esas palabras, en que la ruta al bosque nunca sea la misma, que no se trate de algo aprendido y repetido, en que siempre haya espacio para descubrir algo nuevo, incluso para ella, y aunque en este momento todavía no lo sé, ese pensamiento terminará siendo una premonición de lo que vendrá más adelante.

A medida que bajamos, el sonido del agua va creciendo. Caminamos en dirección a la quebrada que parte en dos la tierra. Frente a nosotros se erige otra montaña, que nos mira imponente. «El agua se fue abriendo paso con el tiempo», señala Laura. Ahora se va abriendo paso en nosotros, que nos sumergimos campo abajo y, poco a poco, somos cobijados por las montañas y arrullados por su música, que empieza a sonar y que cualquiera podría confundir con silencio.

Justo en el borde del bosque, donde crecen árboles más altos que cualquiera de nosotros, de tronco delgado y corona con hojas en forma de abanico, nos sentamos y escuchamos a Laura.

—Vamos a entrar a un bosque de helechos arbóreos, también conocidos como sarros, que no nacen donde uno quiere, sino donde ellos desean. Es como si pasáramos un portal, una frontera. Es similar a entrar a la casa de alguien, en este caso de muchos, que no sabemos ni siquiera cuántos son. Por eso se entra súper despacio, como cuando uno entra a la casa de una familia que tiene un bebé: en silencio, con calma. 

Ahora nuestras mentes son una.

La tierra debajo del techo de árboles es mucho más húmeda, y mis tenis se resbalan con facilidad. Se acaba el camino ancho y sigue el camino estrecho. Nos adentramos solo un poco en este microclima fresco, en esta luz que es otra y no por eso menos luminosa. Es momento de anunciarle nuestra llegada al bosque. Momento de pedirle permiso, contarle que vamos a estar un rato acá.

Laura saca una hoja de papel y nos prepara para que, entre todos, elevemos una plegaria. Empieza ella.

—A la Madre Tierra: hoy estamos agradecidos con nuestra madre, la Tierra, por darnos todo lo que necesitamos para vivir. Ella sostiene nuestros pasos mientras la caminamos, y eso nos genera alegría, ya que nos continúa cuidando como en el inicio de los tiempos. Ahora nuestras mentes son una —toma aire y procede—. A las aguas del mundo: agradecemos por quitar nuestra sed y proveernos de fortaleza. El agua es vida. Sabemos, querida agua, que eres poder en diferentes formas: cataratas y lluvias, nieblas y arroyos, ríos y océanos. Agradecemos al espíritu del agua. Ahora nuestras mentes son una…

La plegaria sigue adelante, reverberando suavemente en el follaje húmedo de la naturaleza que nos rodea y nos acoge. En nuestras voces, guiados por las palabras que antes escribió Laura, agradecemos también a las plantas medicinales, a los árboles, a las aves y a los cuatro vientos.

—La Tierra tiene miles de familias de árboles, que a su vez tienen sus usos y labores. Muchos nos proveen de refugio y sombra, otros de fruto y belleza. Así, muchísimos más. Varias personas en el mundo utilizan el ícono del árbol como símbolo de paz y agradecimiento.

«Ahora nuestras mentes son una», resuena en mi cabeza como completando la frase del otro cuando percibo que está a punto de terminar su parte. Ese mantra —que en su repetición es un ritual y un deseo, una invitación y un reconocimiento, un cambio de disposición y una certeza— me acompañará toda la mañana.

Mirarse mirando

De ahora en adelante, cada uno tendrá la posibilidad de explorar el bosque con libertad. 

—Vamos a hacer un ejercicio de activación de sentidos, como recogiendo lo sembrado. Caminen y observen, ábranse al bosque, déjenlo entrar. Escojan un lugar, se pueden sentar si quieren. Cuando lo crean pertinente, van a migrar al tacto. Después, en ese punto, quiero que cada uno piense en algo que lo aflija. Desde el parcial que tienen que hacer, la enfermedad de alguien, o alguna dificultad con una persona que queremos, y vamos a entregárselo a un ser del bosque, ustedes eligen a cuál. El bosque tiene la capacidad de alivianar las cosas. Cuando salgamos, la vida no estará resuelta, pero algo habrá cambiado.

Cada uno toma caminos distintos, dejándose llevar por su propia experiencia y, diría yo, sus propias preguntas. Yo camino hacia el frente y bajo un poco más. Me volteo un segundo y alcanzo a ver a Laura, que se ha quedado atrás, abrazando a un árbol de tronco musgoso.

 

Quizás son las expectativas, la emoción que suscita escucharla hablarnos de su conexión con la naturaleza, quizás la presión por captarlo todo, por no perderme nada para contarlo bien cuando escriba este texto; pero apenas me detengo en un sitio hago consciente la velocidad con la que late mi corazón. Lo siento en la garganta.

En ese momento quiero concentrarme en una cosa, elegir algo y mirarlo, pero me cuesta. Eso es como pedirle al mar que se convierta en una piscina. Hago un paneo horizontal, y veo árboles detrás de los árboles detrás de los árboles. Empiezo a pensar que, así como los ojos se acostumbran después de un rato y empiezan a ver en las tinieblas, adentro de un bosque empiezan a aparecer nuevos tonos de verde, como si las copas de los árboles fueran un prisma a través del cual la luz del sol se refracta y se subdivide en todos los verdes del mundo. Identifico los demás colores —los amarillos tostados y brillantes, los marrones húmedos y densos— solo por su cercanía o su lejanía cromática con los verdes que inundan mi mirada.

Elijo, por fin, un lugar para sentarme. Lo que veo frente a mí, a través de una ventana que flota en el aire, construida por ramas que parecen entrelazarse, es la piel clarita de la otra montaña, la que está del otro lado del agua. La miro, y lo primero que pienso es «¿Por qué siempre miro hacia lo lejano, hacia lo que no tengo, hacia el lugar donde no estoy?». Después recuerdo las palabras de Wisława Szymborska, y siento que los ritmos de mi cuerpo se calman, que respirar se hace más fácil:

"Todo es mío y nada me pertenece,

nada pertenece a la memoria,

todo es mío mientras lo contemplo".

De repente escucho las palabras y oraciones formándose en mi mente: he empezado a conversar con el bosque. Así como suena. Le hablo en segunda persona, lo saludo, le reitero mi agradecimiento por acogerme, por dejarme entrar. ¿Voy por el camino correcto?, le pregunto. Le hago una encomienda, y siento que mis ojos tiemblan como cuando voy a llorar, conmovido. Entonces, bajo la cabeza, y mi mirada se detiene en el espacio de tierra entre mis dos piernas. Rodeada por hojas verdes y hojas caídas, decoloradas y opacas, encuentro una seta pequeña, con un sombrero color melón que tiene de diámetro lo que mi dedo índice y corazón juntos. No hay más alrededor, es la única. La habría dejado pasar por alto si no hubiera elegido sentarme justo en este lugar, pienso. Mi lugar en el bosque. Mi lugar en el mundo.

Creo que el bosque me ha escuchado y, antes de que yo me dispusiera a escucharlo con atención, el bosque me había hablado a mí, me había llamado, y yo le había hecho caso sin saberlo. Me había llevado hasta allí. Y yo había ido.

Tocar es crear un espejo

«He visto que se abría un ojo en la corteza del árbol y ahora sé que el secreto del ojo es que antes del ojo la piel ya estaba mirando».

—Juan Cárdenas

Lo primero que toco del bosque, de manera consciente y con la voluntad de tocarlo, es la seta que tengo en frente. El sombrero tiene una superficie blanda como una mejilla y fría como la hoja central de un libro. El estipe, o tallo, también se siente blando por fuera, pero firme por dentro, como piel y hueso en un brazo humano.

Después empiezo a inspeccionar la tierra a mi alrededor y agarro una de las hojas caídas que tengo cerca. Al tenerla en mi mano, veo que en su superficie amarilla, al costado derecho de la vena central, hay un orificio del tamaño de la cabeza de un alfiler. Me acerco la hoja a la mitad izquierda de mi cara, como un parche, y cierro el ojo derecho. El caos de antes, el de las ramas y los verdes por todas partes, parece ordenarse en el visor diminuto que esta hoja y el bosque me regalan. Siento que el bosque me dice «tranquilo, una cosa a la vez. Concéntrate en esto». Miro un rato las cosas, luego descanso. Y ya está.

Detrás de mí suena una melodía tenue con carácter metálico. Me volteo y veo a Laura tocando una armónica en la mitad del pedacito de bosque al que nos trajo. Guardo mi «hoja-visor», le echo un último vistazo a la seta que fue señal y respuesta, y camino al encuentro de los otros.

 

Aroma y sabor

Sentados en un círculo los cuatro, con los perros yendo y viniendo y Esmeralda atenta, compartimos las cosas que vimos y tocamos. Nuestra guía saca tres naranjas de su morral y, con un cuchillo, las va partiendo para que todos comamos. Cada uno cuenta lo que quiera contar, y yo siento que estos relatos nos acercan, nos hacen entendernos más, nos llevan a apreciar la sensibilidad que reside en cada uno. Caen lágrimas y aparecen sonrisas en nuestras caras. Les muestro a los demás la hoja amarilla que me ayudó  a mirar con calma y todos toman turnos para echar un vistazo a su alrededor a través de ella. Laura se toma su tiempo y luego dice que esto le da una idea para baños de bosque futuros: entregarle a los caminantes hojitas y perforarles un hueco pequeño a través del cual puedan fijar su mirada y concentrarse.

—Ahora préstenle atención a los olores. Y luego, si tienen curiosidad, siéntanse en la libertad de probar. Las plantas y la tierra se pueden comer.

Una vez más, nos separamos y volvemos a explorar individualmente. Yo me mantengo por la misma zona que antes. Me agacho para agudizar el olfato y voy percibiendo aromas como puedo.

Después de un rato me dan ganas de probar algo. Un pedazo de tierra, cualquier hoja, algún fruto. Me da miedo. Luego, pienso «es ahora o nunca», y meto la mano al suelo, que se desmorona al contacto, y guardo en ella un puñadito de tierra oscura. En la boca el sabor es difícilmente comparable a algo que haya comido y, sin embargo, no me resulta del todo extraño. ¿Habré comido tierra antes, cuando niño? Todo el tiempo estamos comiendo de la tierra.

Agarro una hojita verde del suelo y me la meto a la boca sin pensarlo dos veces. Me sabe igual a una servilleta: simple y seca. La ironía me parece racional, le veo sentido, aunque no era el sabor que esperaba. No sé qué esperaba: ¿un gusto a cilantro, a albahaca?

 

Encuentro una matica con frutos cilíndricos anaranjados, sin florecer del todo, y los pruebo.

Tienen un sabor amargo. Más abajo, me agacho y veo unos frutos esféricos color rojo granate con líneas que separan los gajos. Me la llevo a la boca y, al morderla, me sorprende su corteza crujiente y su interior líquido y jugoso, que salpica y humedece mis labios. Cuando trago un bocado siento un ligero ardor en la garganta. La guardo y recojo otra para compartirla en el grupo.

De a poco naturalicé algo que me parecía impensado hace unos minutos. Morder. Probar. Saber a qué saben las cosas. Fue realmente como mirar con otro ojo, tocar con otra piel.

La magia de lo sutil

Nos reunimos de nuevo al llamado de la armónica. Compartimos olores y sabores un rato, y después de escucharnos, Laura nos invita a que escuchemos al bosque. Esta vez vamos juntos, y nos sentamos en un bordecillo que parece un balcón que mira hacia la quebrada que no se ve.

Cierro los ojos. Por todas partes se oye el río. Sin embargo, a medida que se es paciente en la escucha, el paisaje sonoro del bosque se va llenando y el oído empieza a notar detalles en los detalles, como quien cierra los ojos en el teatro y sigue viendo a la orquesta tocar. Eso es el bosque: una orquesta invisible, sutil, que siempre está tocando aunque no haya nadie para oírla.

Laura nos despide del bosque con unas palabras de agradecimiento. Agradece a la naturaleza y al bosque por recibirnos, a los guardianes peludos que nos hicieron compañía y a nosotros, por venir con curiosidad y disposición. Dice que agradece cada oportunidad que tiene de compartir lo que sabe. Que se trata de expandir el amor, y que ella hoy también ha aprendido de nosotros.

El ruido de un trueno anuncia el agua que está por caer, como si se tratara de una alarma que avisa el final del recreo. Laura le dice a Juana que escoja el camino de regreso y nos guíe. En un estado de total conmoción y liviandad salimos a la superficie –donde ha empezado a lloviznar– como Teseo con el hilo de Ariadna, guiados por un hilo invisible que lo ata todo. Nosotros somos Teseo, y la Madre Tierra, Ariadna.