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Somos iguales porque somos distintos

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Somos iguales porque somos distintos

Texto por Camila Bettin Escobar

Ilustración por Santiago Gordon 

La violación a la libertad religiosa trasciende las barreras culturales y se sitúa en todos los territorios; este fenómeno se refugia en discursos de odio, prácticas intolerantes y decisiones políticas para unir a la religión con el aparato estatal.

Más de la mitad de la población mundial vive en alguno de los 26 países que sufren violaciones graves de libertad religiosa, según el más reciente informe de Aid to the Church in Need (2021). Lo cual es preocupante ya que se atenta de forma sistemática y directa a la Declaración Universal de Derechos Humanos, en cuyo artículo 18 se consagra que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”.

Desde Occidente los temas relacionados a la religión suelen pasar desapercibidos; recordemos que pese a la emergencia sanitaria causada por la Covid-19 millones de personas han tenido que permanecer en sus casas. En varios países del mundo se han presentado agresiones contra grupos religiosos, incluso algunas de estas promovidas por los mismos Estados. 

En China, por ejemplo, hace dos años salieron a la luz numerosas evidencias de campos de concentración en donde la comunidad Uigur, que es en su mayoría musulmana y cercana en apariencia, idioma y cultura a los pueblos de Asia Central, vive su peor momento. Pese a que la libertad de culto figura en la Constitución de China, el Partido Comunista Chino ha arremetido con una fuerte represión en contra de esta minoría en la provincia de Xinjiang, buscando que abandonen sus creencias musulmanas. Las situaciones encontradas tras investigaciones llevadas a cabo por la BBC son severas y apuntan a que el país asiático ha venido implementando esterilizaciones forzadas en mujeres uigures, además de obligar a esta comunidad a realizar trabajos en “campos de reeducación”, en donde son sometidos a violaciones y torturas sistemáticas. 

Este acontecimiento no es el único ejemplo en donde un Gobierno ha arremetido en contra de minorías étnicas y religiosas sin importar su condición de proporcionalidad. Revisemos el caso de Myanmar o Birmania, recordado por sufrir un golpe de Estado a inicios del 2021 y cuya situación se volvió viral al quedar este golpe de Estado registrado en el fondo de una clase de aeróbic. 

Una profesora dio una clase de aeróbic mientras sucedía el golpe de Estado.

Este país del cual conocíamos tan poco y nos enteramos por el poder de las redes sociales ha sido el protagonista en lo que hoy se conoce como el genocidio rohinyá de 2018, una operación militar de limpieza étnica llevada a cabo por la policía y el ejército birmano, de mayoría budista, contra los musulmanes rohinyá, quienes ya venían experimentando atropellos a la dignidad y los derechos humanos. En este país, una gran parte de las minorías étnicas tienen prohibido votar y se encuentran privados del derecho a la libre circulación y a la educación superior, los rohinyás no se les permite viajar sin un permiso oficial y aunque la ley no fue aplicada de forma estricta, estos fueron obligados a firmar un compromiso de no tener más de dos hijos. Sin contar que estos han perdido cientos de hectáreas cultivables que han sido confiscadas por militares para ser dados a budistas de otros lugares del país.

La violación a la libertad religiosa trasciende las barreras culturales y se sitúa en todos los territorios; este fenómeno se refugia en discursos de odio, prácticas intolerantes y decisiones políticas para unir a la religión con el aparato estatal, es sumamente grave. A través de estas prácticas muchos gobiernos han logrado constituirse como una autoridad válida para la población que, en muchos escenarios, ignoran las violaciones que se cometen.

El pensamiento absolutista que condena directo al infierno a creyentes de otras religiones solo nos ha traído una violencia desbordada y una disputa sin sentido por quién somete a quién. Sonia Picado, directora ejecutiva del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, lo expresa así: 

“En nombre de la religión y en defensa de las muchas veces considerada única fe, millones de personas a lo largo de la historia de la humanidad han sufrido exilio, vejaciones, torturas y muerte. El ´extraño´, el ´diferente´, el ´hereje´ han sido las víctimas de infinitas campañas por la fe. Siglos de sangre y guerras han hallado su vértice en la proclamación o propagación de la ´religión verdadera´”.

Las religiones son un espectro, van desde un rosado pálido hasta el rojo más intenso. Tenemos la idea generalizada que son puentes de unión y paz, pero esas mismas concepciones “pueden ser la principal justificación, la única posible, para el despliegue sin límites de la guerra, la violencia y el terrorismo”, según el periodista chileno Patricio López.

No solamente se legitima esta violencia cuando se emprenden las armas contra otra persona, la violencia empieza desde que se segrega a través del “discurso del odio”; este término es una contradicción porque el odio no razona ni dialoga; aun así, se le puede entender como la fomentación de este hacia una persona o grupo de personas que se justifica en razones de condición personal, como el color de piel, etnia, sexo y religión. He escuchado muchas veces la insípida respuesta de quienes lo defienden alegando que es libertad de expresión, pero lo que no han llegado a comprender es que nuestra libertad llega hasta donde empieza la de otra persona.

El más claro ejemplo puede ser la islamofobia, la cual se acentuó desde comienzos del siglo XXI debido a los ataques terroristas a las Torres Gemelas. Casi de manera inmediata, Occidente catalogó a todos los musulmanes de terroristas, incluso sin detenerse a analizar que ellos también eran víctimas de estos grupos.

Crecí en ese contexto, donde se les veía con miedo, era común pensar que cualquier musulmán podía guardar una bomba en su mochila. Al crecer fui dejando esas ideas a un lado, aunque seguía viendo a los musulmanes muy lejos de mí hasta que visité una mezquita en el Poblado hace unos meses. “No somos una religión de odio”, fue lo primero que me dijo la líder de las mujeres con tal precaución de que estuviese pensando lo contrario.

No basta con no atentar contra la vida, es necesario aprender de nuestras diferencias, no acentuarlas, sino aceptarlas y reconocer que por encima de cualquier creencia o ideología están los derechos de la otra persona. Por encima de cualquier creencia debe primar la carta de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, debe ser una pauta y una condición.

Tras tener contacto con diferentes religiones he comprendido que, tomándome el lujo de generalizar, hay una gran incapacidad para el discernimiento. Debemos llegar a conciliar, a un punto de filosofía de comprensión, tal como mencionó Sonia Picado:

“Cuando Jesús pide el amor al otro como único mandamiento y cuando los derechos humanos exigen el respeto del otro, sin importar sus diferencias, ambos postulados se encuentran en una filosofía de comprensión que reconoce que somos iguales porque somos distintos”, (p. 70).
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