Skip to content

Encerrada en mi casa y en mi cabeza

Compartir:
Encerrada en mi casa y en mi cabeza
Sábado 11 de abril, Medellín
Caos. Eso es lo primero que se me viene a la mente al describir como estaba mi cuarto aquel día. La cama seguía sin tender, pues la verdad no estaba motivada para pararme. No había sentido motivación en varios días.


El libro que estaba leyendo, El Hobbit, estaba descartado sobre mi mesa de noche junto a una taza de café vacía. Esta vez no sentía interés por saber en qué clase de lío se habían metido Bilbo y los enanos.

Traté de ver un capítulo de Brooklyn Nine Nine en Netflix, pero las voces de los personajes solo servían para ahogar los mensajes apocalípticos que soltaba el radio desde la cocina. Lo único que me importaba era Whatsapp… estaba esperando un mensaje de Susy.

Susana Arango, o Susy, es mi mejor amiga y no la veo desde septiembre del año pasado porque se fue de intercambio a Lyon, Francia. Si las cosas hubiesen transcurrido de acuerdo al plan, ella habría vuelto a Medellín a fines de abril. Yo la habría recibido en el aeropuerto y luego habríamos ido a su finca para celebrar su regreso.

Este cambio de planes inesperado sucedió el sábado 14 de marzo y ninguna de las dos sabía cómo se desenvolvería la situación hasta que Susy llegara a Medellín. Finalmente supe de mi mejor amiga a través de su cuenta de Instagram. La publicación mostraba varios vídeos del Aeropuerto de Lyon Saint-Exupéry completamente vacío al igual que la Gran Vía de Madrid.

Debajo de los videos, Susy escribió este mensaje:
“En pocas palabras, salí de Francia porque cerraron las fronteras y justo después de salir pusieron toque de queda. Ahora estoy en España y también está todo cerrado y van a prohibir salir a la calle el lunes a las 8 de la mañana. Mi vuelo a Colombia es el martes. Creemos que nos tocará pedir permiso a la Policía para poder ir al aeropuerto, y luego si sí puedo llegar, entro a cuarentena 15 días”.
Capturas de pantalla enviadas por Susy.
Capturas de pantalla enviadas por Susy.
Después de ver el mensaje, le escribí de inmediato, aliviada de que al menos hubiese podido salir de Francia. No tardó en contarme sobre lo caótica que fue la salida desde Lyon.

“Como iba de Francia a España tenía que pasar por seguridad internacional –explicó–. Pero en el aeropuerto estaban tan desesperados por sacar a los extranjeros que nos dejaron montarnos al avión sin pasar por seguridad ni nada. Básicamente nos querían echar.

¡Ni siquiera me pidieron el recibo del tiquete! También pasó lo mismo en España, inclusive nos dijeron que no nos pondrían problema con documentos porque querían sacar a todos para poder cerrar las fronteras al igual que Francia”.

Ella tuvo la suerte de poder volver a Colombia, pero gran parte de mis amigas aún están en el exterior lidiando con esta difícil situación sin sus familias y amigos.
Melancolía
Ya está bastante tarde y la ansiedad no me deja dormir. La voz suave de Alec Benjamin cantando Water Fountain logra distraerme un poco. ¡Qué tormenta la que cae afuera! Y peor la que tengo en la cabeza en este momento. El desorden en mi cabeza es mil veces peor que el de mi cuarto.

El libro de mandalas colgando al borde de mi cama, los lápices de colores desparramados por las sábanas, el peluche en el suelo… no se comparan con el remolino de pensamientos que tengo en la mente. “No mires el closet”, pensé. Obvio lo hice. Miré hacia el closet, vi la cama de Mati y rompí a llorar.

Mati era mi perro, un chihuahua que llegó a vivir doce años y murió el primero de febrero de este año. Creo que una parte de mi murió con él, pues desde ese día no me he sentido normal. Ir a la universidad y salir con mis amigas mitigaba el dolor, pero ahora que estoy encerrada en esta casa me encuentro rodeada de recuerdos de él.
Sus juguetes siguen donde están, su cama sigue en mi closet, su collar desgastado cuelga de un percherito en el baño de mis papás y sigo encontrando pelitos blancos pegados a mi ropa. Quizás esta cuarentena no habría sido tan insoportable si él siguiera aquí.

Desde la muerte de Mati tuve un bajón sustancial en mi espiritualidad y mi fe en Dios. A veces en la noche rompo en llanto y recuerdo ese horrible momento en el que le rogué a Dios que no me quitara a mi perro. Siento que mis oraciones fueron ignoradas y por el momento estoy peleada con la religión.

Ahora, casi dos meses después, el mundo se desmorona y veo con amargura a la gente rezando y al papa asegurando que perdonará los pecados de todo el mundo. Mi mamá me mira con tristeza al ver que rezo el padrenuestro sin ganas, que estoy dejando de creer. Es que siento tanta rabia e impotencia… siento que tengo suficientes pruebas de que las oraciones no sirven y eso me asusta.

Quiero creer que no estamos solos y que hay un ser que nos protegerá de todo mal, pero, con todo lo que está pasando, me cuesta mucho. Me entristece demasiado, pero con cada día que pasa me pregunto una y otra vez: Si Dios nos ama tanto, ¿por qué nos deja sufrir?, ¿por qué nos quita lo que más queremos?
Extrañar lo cotidiano
Perdí la cuenta de los días que llevábamos encerrados. Creo que por primera vez desde que comencé a estudiar en EAFIT me di cuenta de lo mucho que amo estar allá. Eran cosas tan pequeñas, pero ahora me hacen tanta falta: ir al Tejadito con María José a comer pastel hawaiano y tomar juguito Hit de frutos tropicales, ir con María Victoria a La Bodeguita después de clase, oírle los cuentos a Ana y a Karla, las reuniones de Acústica… nunca en la vida me había sentido tan sola.

Los sonidos que antes eran tan inusuales ya se volvieron normales y hasta cansones. Mi papá se apoderó del escritorio en el estudio y pasa el día intercalando entre español, portugués e inglés, tratando de atender a sus clientes lo mejor posible y nunca cesando ese ‘tiki tiki’ de las teclas de su laptop mientras manda decenas de emails.

El radio en la cocina sigue escupiendo mensajes apocalípticos con esos debates en las emisoras. Mi mamá se niega a apagarlo, asegurando que debemos estar constantemente informados. Quiero tirar ese maldito radio por la ventana… estoy tan cansada de oír la palabra “coronavirus”.

Son momentos como estos en los que me doy cuenta de lo mucho que agradezco la existencia de la música. Solo es cuestión de ponerme mis audífonos y poner algún playlist en Spotify para ahogar todo ese alarmismo.

Quizás, ahora que lo pienso, también servía para silenciar mis propios pensamientos. Siempre es mejor escuchar a Juan Luis Guerra cantando Amapola que escuchar mis propias dudas y miedos resonando en mi cabeza.
El radio apocalíptico de la cocina.
Extrañar lo cotidiano
Al menos Susy estaba a salvo en Medellín, pero, ¿y mis demás amigas qué? Seguían en el exterior, completamente expuestas y con la moral muy baja. Valentina Echavarría y Juliana Gutiérrez son otras dos de mis amigas cercanas y en este momento están estudiando en Estados Unidos. Trato de llamarlas lo más que pueda para asegurarme de que estén bien, pues sé lo difíciles que están las cosas por allá.

Valen está estudiando Desarrollo Sostenible en la Universidad de Elon en Carolina del Norte. A pesar de la calidad regular de nuestras video-llamadas, puedo ver su sonrisa débil y agotada, lo cual me entristece porque a ella la conocemos por ser alegre y positiva.

“Aquí ya se acabaron las mascarillas. Espera te muestro lo que hice”, dice ella mientras enfoca la cámara en una camisa despedazada.

“Mi mamá me explicó cómo se hace esto: corté la manga de la camisa y usé una grapadora para hacerme una mascarilla. No es mucho, pero funciona. Como van a cerrar mi universidad, tengo que viajar ocho horas en bus para quedarme con mi tía en Atlanta y esto es mejor que nada”.
Estudiar teatro por internet
No creo que Valen tenga muchos problemas con sus clases online, pues gran parte del material que ve en su carrera se puede aprender virtualmente. Juli, por su parte, se encuentra en una situación más complicada: ¿Cómo rayos se puede hacer teatro musical a través de un computador?

Juli estudia en el Snow College, en Utah, con un enfoque en teatro, canto y danza. Cuando le escribí a preguntarle por su situación, me contó muy entristecida que la gracia del teatro es que sea presencial y tiene toda la razón. ¿Qué sentido tiene practicar un guion a través de una pantalla y no en un escenario?

Sin mucho ánimo en su voz, me explicó que sus profesores estaban intentando innovar para continuar las clases. Al menos para sus lecciones de baile, su profesora le mandaría los pasos y ella tendría que grabar videos de la coreografía para las evaluaciones.

De la nada, oigo a mi mamá llamarme desde el balcón. Le contesto que estoy ocupada escribiendo mi crónica, pero ella insiste en que tengo que venir rápido. Con un suspiro agotado me paro de mi escritorio y me dirijo hacia el balcón. Mi mamá está aplaudiendo y gritando alegremente y me doy cuenta que los vecinos también lo están.

“¡Nikki, hay un señor cantando en el edificio de al lado!”, dijo mi mamá emocionada. Mis ojos se ajustan a la oscuridad y quedo en un silencio sorprendido al ver la escena surreal que estaba ocurriendo ante mí.
Color Esperanza
Cornetas, cacerolas, centellas… luces desde los apartamentos encendiéndose y apagándose. Bulla, mucha bulla… y una voz hermosísima cantando una canción que nunca falla en sacarme lágrimas: Color Esperanza de Diego Torres.
Se me aguaron los ojos, pues esta canción significa mucho para mí. La escuchaba sin parar cuando estaba de intercambio en Francia y aunque no estaba confinada a un apartamento, la soledad que llegaba a sentir era muy similar a la que estoy sintiendo ahora.

Esa canción era de las pocas cosas que me traían calma. “¡¿A dónde vas?!”, preguntó mi mamá cuando eché a correr de nuevo a mi cuarto. Abrí el cajón de la mesa de noche e inmediatamente encontré lo que buscaba: un pequeño silbato de la Cruz Roja Canadiense.

Este silbato nunca salía de mi mesa de noche, donde había estado desde mis días viviendo en Canadá. Lo conseguí cuando estaba en preescolar en una charla que vino a dar alguien de la Cruz Roja Canadiense a mi colegio de ese entonces.

Era un silbato que se debía usar en caso de emergencia y resultaba gracioso que la primera vez que sonaría en tantos años sería para un caso tan distinto. Corrí de nuevo al balcón con el silbato en mano. El cantante ya estaba en el coro de la canción y apenas llegué a la terraza comencé a tocar el silbato para animarlo.
El silbato canadiense.
Mi mamá y yo, los vecinos, la gente de los otros edificios y el cantante, todos compartimos algo hermoso en ese instante. Comprendí que yo no era la única con este miedo, esta angustia tan abrumadora. Todos hemos perdido algo y todos tenemos miedo de seguir perdiendo. Algunos rezamos más, otros no le vemos más el sentido a rogarle a la nada.

Fue en ese instante que entendí todo: el virus, el aislamiento, la preocupación por mis amigas… todo esto era como cualquier otro reto que había afrontado antes. Y como todos los desafíos que me puso la vida, este también se acabará eventualmente. Quizás algún día recupere mi fe pero, por ahora, lo mejor que puedo hacer es pintarme la cara color esperanza y persistir lo mejor que pueda. Después de todo eso es lo que he hecho siempre, solo que esta vez estoy encerrada en mi casa además de mi cabeza.
Este contenido hace parte del especial
Diario de la pandemia
Compartir: