A la Hueso no le sacan los restos

Si supieras lo afortunada que soy, a pesar de lo apestadas que están mis aguas y de la basura que me llena.

"Últimamente está tan débil, repitiendo una y otra vez que lo liberen, que le quiten ese concreto de mierda, que ya no tiñan más sus aguas de rojo y que dejen en paz a su familia."

A veces, cuando no está cayendo un aguacero, tengo tiempo para pensar. Lo sé, suena raro, pero cuando tienes tantos años como yo y haces un recorrido tan largo cada día, tienes mucho tiempo para hacerlo. ¿Quieres saber qué estoy pensando? Yo sé que huelo maluco, pero acércate, tápate la nariz si tienes que hacerlo y escúchame: pienso que mis hermanas no me entienden. Si te pones a conversar con alguna de ellas, te darás cuenta del resentimiento tan grande que tienen hacia los humanos.

No digo que no las comprendo, los humanos nos han fallado muchas veces y pueden llegar a ser muy malos vecinos. Creo que se pondrían furiosas si supieran esto, pero a ti te contaré porque me caes bien: a pesar de sus errores, los humanos me parecen maravillosos. Son tan peculiares, tan interesantes y creativos. Fíjate bien en las paredes de mi canalización, fueron ellos los que me hicieron estos tatuajes.

Aparentemente los llaman ‘graffitis’. Qué palabra más graciosa, ¿no ves? Y los humanos fueron quienes la inventaron para nombrar el arte que se desprende de ella. Mi familia te dirá que los humanos solo sirven para destruir, pero también tienen una capacidad enorme para crear. Tan lindos mis humanos, como se meten a mi canalización para colorear mis paredes, para dejar una historia en ellas. Mis tatuajes son mi posesión más preciada, incluso me aguanto la pena de que vean mis aguas grises desde el metrocable tan solo si es para que los admiren. ¡Y este no es el único regalo que ellos me han dado! Ven, acompáñame un rato y te muestro los tesoros que encuentro cada día. Empecemos por San Javier, ahí al lado de la famosa Casa Kolacho. Deja atrás los prejuicios, amigo, y observa el por qué este es uno de los mejores puntos de mi recorrido.

Si supieras lo afortunada que soy, a pesar de lo apestadas que están mis aguas y de la basura que me llena. Hay muchos árboles a mi alrededor que me acompañan, y los humanos plantaron huertas a lo largo de mi camino. De mis hermanas, soy de las pocas que aún tienen a nuestra mamá Tierra tan cerquita. Agradezco tanto que aún puedo abrazarla, lo disfruto mientras dure. Sus parques verdes están llenos de puentes que me cruzan, y tengo el placer de ver a mis humanos pasar por mis puentes todos los días. Van en moto, paseando a sus perros, echando chisme, de vez en cuando pasan esos con carritos llenos de helado y todos los niños se les vienen encima vociferando qué sabores quieren. Los veo sentados cerca a mi canalización, tomando cerveza, jugando partidos de póker, con puestos de venta y reproduciendo música desde sus parlantes. ¡Cómo amo la música! Me fascina cuando suenan los rugidos de algún punkero, la poesía del hip hop, el despecho de un vallenatero y la melancolía de las baladas.

Según lo veo, San Javier es el barrio más hermoso del mundo. Sus casitas están muy cerquita a mi canalización y, mientras paso a su lado, me gusta observarlas. Amo verlas pintadas de colores, con macetas florecidas colgando de sus tejas y el gato ocasional descansando en la ventana. Es un lugar tranquilo, vigilado constantemente por una Virgencita al final de la calle. Nunca me canso de ver cómo los humanos creen en ella y le piden protección. A veces yo también me detengo frente a su pequeño altar y le pido por mis humanos. Dios sabe lo mucho que puedo llegar a lastimarlos cada que un aguacero llega.

No les cuento a mis hermanas, pero los aguaceros no me gustan. No me malentiendas, no veo casi a mi familia y los aguaceros son una oportunidad para vernos. Nos salimos de nuestras canalizaciones, mezclamos nuestras aguas, se intercambian saludos, abrazos y rabia compartida porque nuestro mundo está cambiando hasta enfermarnos. Además es de las pocas veces que vemos a mi papá fuerte, mostrando todo su poder como el río Medellín. Últimamente está tan débil, repitiendo una y otra vez que lo liberen, que le quiten ese concreto de mierda, que ya no tiñan más sus aguas de rojo y que dejen en paz a su familia. Siempre es lindo verlo empoderado, como lo era cuando mis hermanas y yo estábamos más chiquitas. A pesar de todo eso, digo que no me gustan los aguaceros porque, cada vez que vienen, significa que debo volverme violenta.

En la lluvia, mi cuerpo cambia: crece, se transforma, ya no baila alegremente al ritmo de la música. Me desenvuelvo y pierdo control de mi corriente, y todo a mi alrededor se inunda. Los niños ya no juegan en los parques, los vendedores de helados no pueden vender con este frío y, lo más doloroso, se van borrando mis hermosos tatuajes. No puedo evitar llorar al ver todo lo que arruino cuando me descontrolo así. Mis hermanas celebran mis daños, aplauden la venganza y los ataques de ira. Yo solo asiento, pero en el fondo añoro las tardes soleadas donde no tengo que lastimar a nadie para hacerme escuchar, y le pido a la Virgencita que por favor las traiga de vuelta.

Llegando a Santa Lucía, mi canalización se hace un poco más pequeña. Me siento un poco incómoda sin tanto espacio para fluir, pero los humanos llenaron mis alrededores de pequeñas huertas, senderos y parques. Puedo ver a los niños jugando, sus papás y abuelos sentados en las bancas conversando. Recuerdo cuando esos adultos tenían la edad de los niños que ahora juegan en mis parques. Mis aguas aún eran claras, aún no estaba canalizada y se metían todos con los pantalones remangados a pescar corronchos y otros peces. Hoy en día ya no quedan corronchos nadando en mi corriente, y los extraño más de lo que me gusta admitir.

Mientras voy dejando atrás el barrio y las casitas, cada vez veo menos a mis humanos. Las calles parecen elevarse sobre mí, inalcanzables. Ya no escucho música a mi alrededor, solo el retumbar constante de los vagones del Metro de Medellín que serpentean sobre sus rieles, sonando esa cancioncita que ya me aprendí de memoria. Mi mamá ya no está conmigo, y extraño sus árboles verdes llenos de frutas. En su lugar me rodean los cambuches de todos los habitantes de calle que escogieron montar campamento alrededor mío. Poco a poco, mis paredes comienzan a hacerse más altas. Se alzan sobre mi como si fueran rascacielos. No veo nada excepto dos muros tan grises como mis aguas rodeándome, sacudiéndose levemente con el pasar del metro. Creo que así se debe sentir un preso, extendiendo los brazos hasta donde más pueda por entre las barras de una celda, añorando ver el mundo una vez más.

Comienzo a fluir más rápido mientras más me voy acercando a mi desembocadura. Sin embargo, ya no tengo el ritmo vivaz con el que bailaba en San Javier. No me gusta pensarlo porque me asusta, pero creo que me estoy muriendo. Dicen por ahí que la muerte debe ser silenciosa y pacífica, como un abrazo. Yo la siento por el ruido y la turbulencia, los camiones pasando, el humo negro de las chimeneas, los chapuzones causados por kilos de basura que caen sobre mí con creciente frecuencia. Sí, mi muerte hace tanta bulla que ya ni se escucha mi voz. Cada vez se hace más evidente para mí el por qué a mis hermanas les gustan tanto los aguaceros.

Mis pensamientos se vuelven deprimentes y, hundida muy abajo, comienzo a pensar que así se debe sentir estar en un ataúd. ¿Por qué me entierran si no estoy muerta? Yo sé que me llamo La Hueso, ¡pero no soy un cadáver! Sé que me están matando, pero quiero vivir. Por favor, no quiero que me entierren viva como a mi hermana la Santa Elena, que taparon en cemento mientras ella gritaba pidiendo auxilio. Yo sé que pueden salvarme: si me construyeron parques y huertas, me pueden devolver mis aguas claras, los corronchos nadarán de nuevo en mi corriente y mis humanos compartirán conmigo como lo hacían antes. Estoy llegando al Estadio y, cuando me encuentre con mi papá y mis hermanitas, les contaré que un día volveremos a estar bien. Sé que no me creerán, pero vale la pena tratar de convencerlos antes de que llegue el próximo aguacero. Ya escucho los truenos en la distancia.