Carolina Mejía Mejía
Sé que de nombre y rostro muchos no me conocen, pero lideré la primera huelga de mujeres en este país sin una familia imponente, sin dinero ni mucho menos un padre o un marido a mi lado. Así es, sin más ni menos, soy Betsabé Espinal, líder de las señoritas de la Fábrica de Tejidos de Bello.
Aquí más de mí
Nací en Bello (Antioquia) y, según mi partida de bautismo, mi madre, Celsa Espinal, en compañía de mi abuela materna María Espinal y mi padrino Luis María Agudelo, me presentaron por primera vez al santísimo en la iglesia parroquial de Bello, el 9 de diciembre de 1896 y me dieron por nombre María Betsabé Espinal.
Tuve una infancia sumida en la pobreza y la necesidad. Mi madre, quien solo me tuvo a mí por hija y que tuvo que lidiar con el rechazo de una sociedad que todo el tiempo la juzgaba por no tener la supervisión y el cuidado de un hombre, terminó internada en un hospital psiquiátrico.
Siendo aún una niña, me acogieron en el patronato de obreros de la Fábrica de Tejidos de Bello, fundada en 1904 por el empresario, político y latifundista de cultivos de algodón y caña de azúcar, Emilio Restrepo Callejas. Allí las monjas me educaron, me enseñaron a tejer y a rezar, hasta que ya en edad, me dieron trabajo como hiladora junto con otras valerosas mujeres, de entre los 13 y 25 años, en jornadas de más de diez horas. Y si se preguntan cuánto nos pagaban aquí va la respuesta: entre $0.40 y $1.00 a la semana, es decir, un 250 % menos que a nuestros compañeros varones por las mismas labores.
Así, fruto de los maltratos y atropellos de los que éramos víctimas, decidimos proclamar la huelga que estalló el 12 de febrero de 1920 a las seis de la mañana. Vean les cuento: paralizamos la puerta de acceso a la fábrica para convencer al resto de compañeras y compañeros de no ingresar. Las mujeres acataron, pero los hombres fueron reacios, y como acto de protesta, nos burlamos, les gritamos cobardes y “pollerones pendejos” y hasta los invitamos a ponerse nuestras faldas, mientras nos subíamos bien los pantalones.
“Esto no puede seguir muchachas. Tenemos que parar esa práctica que lastima nuestra intimidad.; se nos está llenando la taza. No más, no más muchachas. Unámonos”, Mamachama, 2021
En este evento que pasó a darnos un lugar en la historia, exigíamos el despido del supervisor Manuel Velásquez, hombre de escasa estatura, delgado y padre de cinco hijos, quien nos daba orden de despido por no acceder a sus pretensiones y quien, incluso, internó a algunas de mis compañeras en la “Casa de las arrepentidas”, sitio donde expiaban su culpa las mujeres violadas y deshonradas.
También, solicitamos que nos permitieran trabajar con alpargatas, ya que hasta descalzas nos obligaban a laborar, pues don Emilio tenía la idea de que perdíamos tiempo tratando de no embarrarnos los zapatos en el trayecto hacia la fábrica, de modo que, para él, lo mejor era que fuéramos descalzas. Además, nos multaban por llegar tarde, por estropear accidentalmente una lanzadera, por enfermarnos sin previo aviso, por distraernos en el trabajo e, incluso, por negarnos a acceder a las solicitudes sexuales de los capataces de la fábrica.
Otra exigencia era reducir la jornada de trabajo, que se extendía de seis de la mañana a seis de la tarde, con una hora para la ingestión de alimentos. Y, por supuesto, también exigimos que se mejoraran las condiciones higiénicas en los galpones de trabajo.
Otro punto del pliego fue que se acabara la vigilancia cerril, las ofensivas requisas a la salida de la fábrica y el trato despótico por parte de Jesús Monsalve y Teódulo Velásquez, los dos administradores. Monsalve, por ejemplo, era tirano y grosero de palabra, a lo que él se defendía aduciendo que solo estaba cumpliendo bien con su deber… Sí, claro, con su deber.
La huelga
En esta huelga, la primera en Colombia y la segunda en Latinoamérica, participamos entre 400 y 500 mujeres, estando a la cabeza Teresa Tamayo, Adelina González, Carmen Agudelo, Rosalina Araque, Teresa Piedrahíta, Matilde Montoya y a quien están leyendo, Betsabé Espinal.
A mí, por ejemplo, se me encomendó negociar con los patrones, intervenir en las asambleas, atender a la prensa en Medellín e impulsar la creación de un Comité de Solidaridad o de Socorro para financiar la huelga y obtener alimentos para mis compañeras. Tareas que asumí con todo el compromiso y llevé hasta el final.
Tanto fue que, al primer día, ni las amenazas de los capataces ni los ruegos y suplicas del cura de la parroquia fueron suficientes para frenarnos la huelga y mandarnos de vuelta al trabajo.
Al segundo, ya con la presencia del alcalde de Bello y las autoridades eclesiásticas de Medellín, generalizamos la huelga y los poquitos obreros hombres que quedaron en la fábrica apenas alcanzaban para aceitar las máquinas y asear el edificio. Ya con esto, no había de otra que seguir para adelante.
Al tercer día, viajé a Medellín para hacer llegar nuestros reclamos al gobernador de Antioquia, visité las sedes de los periódicos El Espectador, El Correo Liberal y El Luchador, concediendo entrevistas, gracias a lo cual la huelga tuvo un gran alcance en la región. Así, los estudiantes de Medicina de la Universidad de Antioquia hicieron una colecta para socorrernos, mientras que una fábrica de tejidos de Medellín se ofreció a apoyarnos durante dos meses para que no cediéramos y nos mantuviéramos firmes en nuestra lucha.
“No tenemos ahorros para sostener esta huelga, solo tenemos nuestro carácter, nuestro orgullo, nuestra voluntad, y nuestra energía”.
(BBC, 2020).
Durante varios días, estuve dando discursos donde exigía respeto a la dignidad femenina, denunciaba la persecución laboral, los bajos salarios, la discriminación, los tratos humillantes y el acoso sexual, por lo que un día fui interrumpida por el sacerdote de Nuestra Señora del Rosario de Bello, Luis M. Peláez, quien me pidió a mí y a mis compañeras parar con esta locura, pues Dios acechaba. Pero ¿cómo podía quedarme en la mitad del camino y dejar de luchar? Hice caso omiso a sus peticiones, continué suplicando el perdón de Dios y me gané el aplauso de todos los presentes.
Poco a poco la huelga fue tomando dimensión nacional, al punto en que el presidente Marco Fidel Suárez, hijo ilustre de nuestras tierras, expresó su preocupación por la situación que vivía la más “grande e insigne empresa del país”; mientras que el expresidente Carlos E. Restrepo, primo hermano de don Emilio, en una conmovedora carta nos dio la razón.
Bastante numerosas me parecen las horas de trabajo asignadas a las obreras de Bello y demasiado rígidas las condiciones en que lo hacen, especialmente si se mira el trabajo de las mujeres y los niños y las malas condiciones fisiológicas de los trabajadores. Creo que ese camino, si se extrema, trae anarquismo como consecuencia forzada y de ellos son los contratos de huelga que usted habla y que empiezan con nuestra primera fábrica.
(AIL, 2017).
Tras 24 días de huelga, conseguimos un aumento salarial del 40 %, reducción de la jornada laboral a nueve horas y cincuenta minutos, mejores condiciones de higiene, el despido de los supervisores acusados de conductas indebidas y de los administradores enemigos, así como la regulación del sistema de multas. Para esto, el párroco de Bello y el arzobispo de Medellín intercedieron por nosotras y, como por obra del Espíritu Santo, se nos concedió el milagrito.
Una vez finalizada la huelga, algunas de mis compañeras y yo viajamos en un tren que salió a las nueve de la mañana hacia Medellín para firmar el acuerdo en la sede principal de la empresa, e impulsamos una multitudinaria marcha entre la Estación Villa y el Parque Berrío del Ferrocarril. Ese día visitamos los periódicos El Espectador, El Liberal, El Luchador, El Correo Liberal, El Socialista y El Sol. Luego asistimos a la Gobernación para enterar al primer mandatario Pedro Nel Ospina de la situación.
Apenas salimos de estos despachos, nos topamos de nuevo con la multitud en las calles. Entre la muchedumbre, me alzaron en un taburete y me vi en la obligación de proclamar un discurso que fue aplaudido, incluso, hasta pólvora lanzaron en nuestro honor. Me pusieron una corona de laureles y me volvieron a cargar. Un joven levantó una bandera roja y gritó “viva la revolución”.
Hasta en la prensa, el logro quedó reseñado de varias formas.
Honor a esos cientos de mujercitas que han tenido la locura galante y fértil de confrontar la resistencia y furia del capital, sin más equipaje que una buena porción de rebelión y dignidad… Cómo no secundarlas si son heraldos de una provechosa transformación social, si pueden ser las primeras víctimas ineludibles de toda revolución que se inicia.
(El Espectador).
El triunfo de esta causa ha sido, pues, completo. Por eso batimos nuestras palmas entusiastas a esas heroicas y viriles mujeres de Bello, que han dado un altísimo ejemplo de valor a Medellín, a Antioquia y a Colombia.
(El Espectador).
Surge una mujer de nombre bíblico a encabezar un movimiento huelguista, el primero, el único de alguna significación que ha podido llevarse a cabo en la tierra más impropia para las huelgas: Antioquia.
(AIL, 2010).
Lastimosamente, un mes después de este gran logro, el recuerdo de la huelga se fue esfumando y don Emilio Restrepo Callejas nos filó a varios compañeros, entre hombres y mujeres, y nos entregó una carta de despido.
Tras la huelga
Sin hogar y trabajo, decidí emigrar a Medellín en busca de oportunidades y, a pocas cuadras del Cementerio San Lorenzo (hoy Niquitao), en la carrera Villa (carrera 41) con calle 41 (Los Huesos), muy cerca de la casa de María Cano y sus hermanas, me radiqué con mi amiga Paulina González hasta mis últimos días.
En la madrugada del 16 de noviembre de 1932, a mis 36 años de edad, mientras intentaba reparar un cable suelto caído por una tormenta, una descarga eléctrica me recorrió todo el cuerpo, y aunque algunos vecinos me llevaron corriendo al hospital perdí esta batalla.
Algunos diarios, como La Defensa, reseñaron mi muerte.
La noche anterior, a causa de una tormenta, en la calle frente a su casa cayó un cable de energía eléctrica de alto voltaje (una primaria que llaman). Un vecino madrugó a alertar a todos del peligro que corrían, pero Betsabé en un acto temerario, propio de su carácter, hizo caso omiso y decidió solucionar el problema con sus propias manos. Así que fue hasta la primaria, la agarró para retirarla, y ahí mismo cayó electrocutada. Alcanzó a llegar con vida al hospital, donde falleció el 16 de noviembre de 1932, a la corta edad de 36 años