Periodistas en condición de calle y los trapos rojos del hambre
Texto por Carlos Mario Correa
Ilustración por Jossi Esteban Barbosa
«Quiero transmitir lo asombroso de la realidad. No existe la verdad absoluta. Los reporteros pueden encontrar todo aquello que deseen encontrar. Cada reportero trae todas sus cicatrices de guerra al acontecimiento. Un reportero nunca alcanza la “verdad”. Alcanza lo que es capaz de alcanzar, lo que él quiere alcanzar.»
Gay Talese
Hoy, a las ocho de la noche, me asomé al balcón de mi encierro para aplaudir a los reporteros; a los periodistas de a pie y en condición de calle. Quienes informan y dan testimonio de las desgracias de la pandemia de Coronavirus, a la intemperie—de frente—, parapetándose en el tapabocas del frenesí que les produce ser testigos excepcionales de un acontecimiento extraordinario.
Estos carga ladrillos, en su mayoría jóvenes — varias mujeres— universitarios en prácticas y recién graduados, pagando el derecho de piso especialmente en informativos de televisión locales y nacionales en Colombia, salieron de sus casas para ponerse al lado de los hechos y de la gente asustada, en emisiones y ediciones a mañana, tarde y noche de cada día, y como tropa de impugnación contra la intoxicación digital; los virus de noticias falsas, bulos, trolls y cadenas de WhatsApp con mensajes de curas milagrosas y ataques catastróficos.
Para Nelson Fredy Padilla quien como reportero persiguió por 25 años las noticias del conflicto armado en Colombia, y hoy es editor de periodistas noveles en El Espectador, el desafío que le plantea al periodismo la pandemia es el equivalente a otra guerra. “Una guerra global contra una enfermedad desconocida en medio de una guerra contra la información verídica”. Y advirtió que sabiendo de la complejidad del trabajo de un corresponsal de guerra, esta situación “es más compleja porque no podemos estar cuando y como quisiéramos en el frente de batalla (2020).
Se ha observado que la primera víctima de una guerra es la verdad. Entonces, los reporteros de guerra tienen que estar ahí en el frente para dilucidarla. Sus cuerpos y sus sentidos son fuentes de información testimonial. Y son insustituibles.
El objetivo principal del periodismo— y su reto— es contar los hechos que suceden. Contarlos con detalles y con pasión desde donde suceden. Aunque esta vez —en palabras del periodista Héctor Gambini de El Clarín de Buenos Aires— la guerra vino a casa. “Una guerra silenciosa y planetaria en la que hay que protegerse de las esquirlas del enemigo: se incrustan en el cuerpo por un estornudo casual. Y a veces matan” (2020).
Por eso pondero a los corresponsales de esta guerra —reporteros audiovisuales, camarógrafos, fotógrafos, cronistas temerarios de la prensa escrita en papel y en internet— que salieron a las calles y asumieron los riesgos. Ellos, por ejemplo, mostraron desde los primeros días de la cuarentena ordenada por el gobierno los trapos rojos del hambre, amarrados a las ventanas de las casas en las barriadas de Soacha[2], Cundinamarca, y luego en localidades urbanas y rurales de varios departamentos y municipios a lo largo y ancho de Colombia que han estado sometidos a una cuarentena perpetua por el abandono del Estado.
En las puertas de esas casas macilentas los reporteros presentaron en primer plano a mujeres sosteniendo con sus brazos manojos de niños semidesnudos, y a cientos de hombres mayores, varados al haberse detenido la maquinaria de los trabajos del rebusque menor y el gota a gota de su paga diario.
Si todas estas personas —sin carnés para acceder a la atención de salud, ni claves de internet ni cuentas bancarias para reclamar el subsidio solidario que el gobierno prometió por televisión— no se botaron a las calles en esos primeros días, desobedeciendo la cuarentena fijada por ley, fue por las acciones caritativas de muchos convecinos que se conmovieron —y se movieron — ante el mensaje de esas banderas insurrectas —banderas que resignifican la desigualdad—que flamearon en las ventanas de la pobreza.
“No le tengo miedo al Coronavirus, le tengo miedo al hambre”, sentenció en voz alta una de las mujeres de Soacha.
Ahí muy cerca estaba Daniela Morales, reportera de Noticias Caracol; la escuchó y replicó su sentimiento de angustia.
Después de 1860 surgió el concepto de reportero —repórter, se le llamó en un principio— heredero de la prensa estadounidense y puente del periodismo con la vida cotidiana de las personas. El papel del reportero era —y es— opuesto al del editorialista politizado, pues su tarea fundamental era —y es— buscar las noticias por fuera de la sala de redacción de los periódicos: despachos judiciales, ministerios gubernamentales, inspecciones y cuarteles de policía y ejército; se identificaba al reportero con el periodista que salía —y sale— a las calles para entrevistar a las personas en busca de noticias de interés para la comunidad.
A comienzos del siglo XX el reportero cambió y modernizó el periodismo, y así lo advirtió el Heraldo de Zamora, de México, cuando en un editorial de 1909, señala que el escritor que ha sido o es reportero tiene el gozo de poseer “un tesoro de conocimientos conquistado directamente a la vida”, puesto que:
El contacto directo del periodista con las fuentes testimoniales de información es único e intransferible. Es una ocasión en la cual se mezclan toda suerte de sensaciones: miedo, prevención, predisposición, prejuicio, preocupación. Si el periodista no las enfrenta por sí mismo le será muy difícil llegar a un nivel de madurez que le permita alcanzar una experiencia importante.
Por eso una de las situaciones que más ha alterado la calidad de los contenidos informativos es la total dependencia que tienen muchos periodistas de las agencias y oficinas de comunicación y prensa, y de las redes sociales de distintas personas. A ellos todo les llega listo a las computadoras de sus puestos de trabajo y a sus teléfonos inteligentes, y así lo publican. De tal manera que estos periodistas se convierten en el correo postal de los comunicados oficiales.
Si el periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente como lo marcó Eugenio Scalfari —fundador del diario italiano La Repubblica—, un periodista competente es un testigo que debe estar pegado a la gente y no a las instituciones, ni a los jefes de prensa, ni a sus comunicados.

“En la guerra no hay horarios. Aquí, tampoco”, es el título de la crónica de Jessica Mouzo Quintáns, la reportera de ciencia y salud de El País, que entró en la Unidad de Cuidados Intensivos, UCI, del hospital Vall d´Hebron de Barcelona, la mayor de España:
Su mirada privilegiada por el contacto que alcanzó en la primera línea con los hechos y su narración omnisciente, nos lleva por este círculo dantesco del infierno en los tiempos del Coronavirus —o Covid-19—:
A ambos lados de un pasillo abarrotado de enfermeras con prisa y carros de utillaje sanitario, la vida se aferra a la vida. A pecho descubierto, enredados en decenas de cables y espiados por varios monitores que retratan sus constantes vitales, 13 pacientes con coronavirus libran su batalla. Ni camas libres, ni estadísticas que valgan. Cada box es una lucha sin cuartel por volver a respirar. Y los pacientes graves siguen llegando.
En una de esas salas de puertas acristaladas y presión negativa (para evitar la salida de partículas virales a las zonas comunes de la UCI), un hombre de mediana edad batalla en silencio. Apenas un suave pitido intermitente de un monitor lejano se cuela en el box. Boca arriba, ajeno al trasiego de las enfermeras tras el cristal, sigue luchando. Un equipo de ventilación mecánica respira por él. “Los pacientes que ingresan aquí tienen, además de la neumonía por Covid-19, una insuficiencia respiratoria aguda y el 90% de los casos necesita intubación y ventilación mecánica”, señala Ricard Ferrer, jefe de cuidados intensivos de Vall d’Hebron.
Allí donde se mantiene el pulso por la vida, un orden perfecto se impone al caos de una pandemia. Aunque el pasillo está revuelto, todo está en su sitio y nada escapa a la improvisación. Asegurada con un equipo de protección individual (EPI) blanco con rayas verdes, una enfermera aguarda de puertas para adentro de un box. Una compañera, al otro lado, le ayuda a quitárselo con instrucciones a viva voz. El contagio acecha y han de hacer turnos de dos horas en los boxes para optimizar los escasos equipos de protección. “Más de dos horas con el EPI no aguantas. Sudas. Vamos con triple guante y para poner una vía, no palpas bien la vena”, admite Elia Olivera, enfermera especialista en UCI.
La escasez de material ha agudizado el ingenio y la lavadora de broncoscopios se utiliza ahora para lavar a conciencia las gafas del EPI. En la UCI no hay rastro de los héroes a los que se aplaude a las ocho. Ni capa, ni superpoderes. Si acaso, exhaustos sanitarios que esconden las ojeras y el cansancio tras una mascarilla obligatoria. “En la guerra no hay horarios. Aquí, tampoco”, resuelve Antoni Roman, director asistencial de Vall d’Hebron” (Mouzo Quintáns, 2020)
Cuando el reportero consigue información por su cuenta y riesgo, el periodismo se aparta de la propaganda. Aplausos desde mi balcón para la reportera de El País en Barcelona, Jessica Mouzo Quintáns y su periodismo de alto riesgo.
El Gobierno nacional prometió un auxilio de 160.000 pesos para tres millones de familias pobres de Bogotá y el Distrito Capital, por su parte, emprendió un programa de ayuda para 500 mil hogares vulnerables.
Pero…
Al menos 3.000 familias padecen dificultades en los barrios Santa Marta, El Recuerdo, Altos de la Laguna y República de Canadá, de Ciudad Bolívar. Los habitantes dicen que si todo sigue igual, tendrán que elegir entre morir por el coronavirus o de hambre.
Así lo constató la reportera de El Espectador, Natalia Romero, en una crónica audiovisual con testigos en primer plano. Una de sus entrevistadas sobre el terreno arenoso del barrio El Recuerdo, Diana Marcela Leal, dejo salir su voz airada por la tela de su tapabocas:
“La señora alcaldesa dice que nos van a dar la ayudas. Pero mentiras, a Ciudad Bolívar no ha llegado absolutamente nada. No nos han venido a censar; no nos han venido a mirar a ver qué es la necesidad que tenemos; llevamos más de ocho días con unos chiros rojos colgados de nuestras fachadas diciéndoles que tenemos hambre, que tenemos necesidad, y no han venido” (Romero, 2020).
La donatón por Medellín realizada el domingo 12 de abril por la Alcaldía y la Fundación EPM, logró reunir 13.316 millones de pesos y 100.435 paquetes alimentarios (mercados). La solidaridad de los paisas asomó con lágrimas en los ojos en los barrios de la ciudad y en las video llamadas de industriales y de artistas.
Pero…
“El estallido de la desesperación se manifestó en algunos barrios periféricos del Valle de Aburrá con pañuelos rojos. Este martes, en Vallejuelos, una invasión ubicada al occidente de Medellín en la comuna de Robledo, el grito acompañado de trapos rojos y blancos era por alimentos y medicinas”, escribió el periodista de El Colombino, Diego Zambrano .
Auris Espitia, representante de la comunidad de Vallejuelos, en el video realizado en el terreno por el reportero gráfico Julio César Herrera, declaró:
“La mayoría de las familias están aguantando hambre, viven del día a día, hay vendedores ambulantes, madres cabezas de familia, empleadas domésticas. Hay hogares que llevan sin comer hasta dos días y entre nosotros tratamos de ayudarnos, pero ya el bolsillo no nos da para más” (2020).
Mientras ella habla frente a la cámara, dos de sus vecinos exhiben la angustia de náufragos en un trapo blanco donde rayaron en rojo la palabra AYUDA.

La reportera Catalina Oquendo, corresponsal en Colombia de El País de España, título su crónica “El hambre como bandera”, y en ella miró y escribió:
Colombia es un país patriotero. La bandera se saca por todo: en las fiestas que recuerdan la Independencia, en los feriados o cuando gana la selección de fútbol. Recién comenzó la pandemia, María Juliana Ruíz, esposa del presidente Iván Duque pidió colgar la bandera tricolor en señal de entusiasmo para superar la pandemia. Pero la realidad convirtió a los trapos rojos en la bandera que se ondea por estos días. Basta mirar solo el edificio de la Plaza La Hoja, en el centro de Bogotá. Una molicie de 14 pisos donde viven víctimas del conflicto armado cuyas ventanas están plagadas de trapos rojos, como si fueran un grito alto de hambre
La alcaldía de Envigado, el municipio más rico de Colombia, colgó uno en la entrada de su sede administrativa. “Nos sumamos a esa iniciativa popular para pedir una ayuda más ágil del Gobierno nacional y a los empresarios”, dijo el alcalde Braulio Espinosa (2020).
“Bogotá solidaria en casa” fue el lema de la donatón virtual que organizó el equipo de la alcaldesa Claudia López y su equipo de trabajo para poder reunir ayudas en dinero y en alimentación que le prometió a otras 150 mil familias de los estratos sociales medio y bajo.
Mientras en Uribia, en el departamento de la Guajira, funcionarios de su alcaldía, impulsaron la wayuudatón para socorrer con agua y alimentos a 36 mil familias indígenas, cuyo desamparo bajo el sol de fuego de esas lejanías es una imagen que hace toman con sus cámaras los turistas que, bajo nueves de polvo, cruzan por sus caseríos en raudas camionetas que los llevan a las costas de su mar de colores.
8:00 de la noche: la alcaldesa López da un parte de éxito en la donatón por su ciudad: se recolectaron 51.696 millones de pesos, entre dinero y especie.
¿Alcanzaran? Y si se prolonga la cuarentena qué…
Noticia —advertencia— de última hora:
La Contraloría General de la República ha emitido varias alertas por problemas en compra de implementos para hospitales, así como sobrecostos en kits alimentación. Ni siquiera en tiempos de COVID-19 se dejan de escuchar denuncias acerca de supuestos malos manejos de los dineros públicos en Colombia. Primero que el virus, la otra pandemia que azota al país es la de la corrupción (Sáenz, 2020).
Estos hechos, vistos de cerca por los reporteros, le plantean un aprendizaje a nuestro periodismo de todos los días: el tratamiento de las emergencias de salud pública combina aspectos humanos, emocionales, económicos, políticos y científicos que determinan la calidad de vida de la población
Los reporteros que los cubren necesitan mayor preparación intelectual, física y emocional para correr con todos los riesgos que implica acercarse para dilucidarlos.
Y, por esto mismo como profesor universitario, es que creo en el periodismo como profesión importante; creo en la preparación académica de los periodistas, en pregrado o en posgrado, y amo el periodismo… Pero además le tengo un profundo respeto al periodismo. Y no creo que sea fácil de estudiarlo, ni fácil de aprenderlo ni fácil de ejercerlo.
Más bien creemos que el periodismo trabajado por reporteros en condición de calle —y también por reporteros en condición de teletrabajo —tiene correspondencia con las tres máximas de quienes se dedican al Montañismo: está más lejos de lo que parece, es más difícil de lo que parece y es más alto de lo que parece.
En su libro El periodismo es un cuento (1997), el escritor español Manuel Rivas, mencionó una anécdota de su infancia: su padre era albañil y solía regresar a la casa empapado por el rigor del trabajo a la intemperie.
Sus ropas, especialmente los zapatos —escribió Rivas—parecían “dos extraños seres exhaustos, escurriendo el lodo de una vida perra” (19). El escritor recordó que al contemplar a su padre en esas circunstancias, su madre, llorosa, lo miraba a él y le decía: “Cuando seas mayor busca un trabajo donde no te mojes” (19).
“De mi primera experiencia periodística —dijo Rivas— salí ya muy empapado” (19. Y, de ahí en adelante, hasta el sol de hoy —reveló—, trabaja como reportero en comisión de calle para conseguir las historias para sus libros de ficción y de no ficción, y para su columna en El País, pues vive cualquier suceso “con la perplejidad de un extraterrestre. Creo que el hecho más irrelevante puede esconder una piedra de toque, el comienzo de un asunto interesante” (23).
El trabajo de reportero es esencial para devolverse el alma al periodismo a pesar de todos los pronósticos en su contra, de tipo estructural empresarial, gubernamental, político, legislativo o atmosférico. El reportero se las ingenia para blindarse contra aguaceros, rayos e inundaciones, pues aunque se empape y se exponga demasiado al fuego, su versión de la “realidad”— la cual, sin embargo, siempre será relativa y sospechosa—, cuando es pasada por el tamiz de sus sentidos y recolectada de las voces de los testigos de los acontecimientos, lo saca a flote en su forcejeo por ganarse la medalla olímpica de la credibilidad.
El objetivo principal del periodismo— y su reto— es contar los hechos que suceden. Cotarlos con detalles y con pasión desde donde suceden.
“Nada hay más sensacional que el tiempo que nos toca vivir y nada más exótico que lo que nos rodea” (2017, 256), valoró Egon Erwin Kisch (1885 – 1948), quien está considerado como el maestro del reportaje literario en lengua alemana.
Pienso que el motor del periodista hoy como ayer no es solo la tecnología sino la curiosidad. Y que el detonante de la curiosidad es el contacto con la gente en los lugares cotidianos de trabajo, estudio, tránsito, creación artística, práctica deportiva y recreativa, recogimiento familiar, convivencia social…de confinamiento…
Y, justamente, considero que el confinamiento al que fue sometida por estos la población de una tercera parte del mundo —paralizada por el ataque de un ente microscópico—es la oportunidad de oro que necesitaban los periodistas de medios individuales y empresariales para poner a prueba su curiosidad, frente a las audiencias ávidas de contenidos convincentes. Trabajando exilados como les tocó estar a la mayoría en sus habitaciones y conectados todo el tiempo a la maquinaria audiovisual de Internet.
Por eso también aplaudo desde mi balcón a la prensa —periódicos y revistas escritos en papel y en internet— ,que en este momento histórico conectaron las 24 horas a sus reporteros, editores, fotógrafos, camarógrafos, diagramadores, infógrafos, a través de las plataformas digitales para proveer a las audiencias de noticias, historias, opiniones y análisis.
A los que se sumaron los equipos de trabajo de los medios sonoros, audiovisuales y multiplataforma.
Contactar, interactuar, evaluar, disponer, informar y contar desde el escenario de la virtualidad. Un reto que las circunstancias activó: imaginación para reunir informaciones y sensaciones con fuentes de información testimoniales y documentales, y para acercase a lugares y situaciones a través del puente tecnológico, apostando por el periodismo con las exigencias éticas y estéticas de siempre, hecho como nunca, y enriquecido con los recursos de la era digital.
Herramientas de la era audiovisual como la video llamada y la video conferencia que, en este tiempo determinado por la pandemia del Coronavirus, desencadenaron la práctica de una narrativa anclada en la conversación—¿se volverá un género periodístico?— que de paso sirvió para refrendar la confianza de las fuentes de información testimoniales y de las audiencias en medios históricos y tradicionales que se bambolean al borde del abismo.
Oportunidades para que estos medios emprendieran acciones de resiliencia en un su recorrido por un camino plagado de virus letales sin vacuna a la vista: entre ellos, la caída en picada del respaldo publicitario, sobre todo en Colombia para los medios regionales.
Además, ayer como hoy, hay que tener mucho cuidado. Salir a las calles a reportear tiene riesgos altos. Es un asunto peligroso en países de gobernantes autocráticos y corrompidos, de delincuentes de todas las calañas, que ven en los reporteros —ajustadamente, esas moscas de la carne como los llamó Tom Wolfe— , a sus enemigos más temidos, sobre todo, cuando no consiguen tenerlos como aliados de sus fechorías. No hay nadie más impertinente que un reportero cuando está ahí donde nadie lo estaba esperando. Esos impertinentes que en esta cuarentena internacional sacaron al sol los trapos sucios del hambre y la inequidad en Colombia; esos indeseables que contradicen las cifras oficiales y oficiosas.
Y, por eso mismo, la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) pidió a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y a la Organización Mundial de la Salud (OMS) que vigilen las violaciones contra la libertad de prensa que se cometen a propósito de la crisis causada por la pandemia del Covid-19.
El secretario general de RSF, Christophe Deloire, recordó que Guterres consideró la pandemia como “el mayor desafío desde la Segunda Guerra Mundial”, lo que obliga a vigilar la “multiplicación de violaciones de la libertad de prensa cometidas por numerosos gobiernos en respuesta a esta crisis inédita” (Efecto Cocuyo, 2020).
Mientras que Ricardo Trotti, director ejecutivo de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), informó que hasta mediados de julio la entidad había registrado 109 reporteros y trabajadores de prensa latinoamericanos fallecidos por la covid-19, contagiados en cumplimiento de su labor informativa.
Es un nuevo desafío para la seguridad de los periodistas —observó Trotti— porque “durante esta pandemia murieron por causas de la covid-19 más periodistas y personal de medios que en cinco años de represalias tomadas por los criminales” (El País, 2020).
El legendario reportero Albert Londres (1884-1932) contó alguna vez que mientras cubría la Primera Guerra Mundial, en el frente de batalla de Amberes, un general del ejército francés se acercó al pequeño grupo de periodistas con el que estaba y les dijo, muy mortificado porque era un día de derrota para sus tropas: “Señores, la gente de su oficio se encuentra muchas veces donde no debería estar”. Y, tras un corto silencio, agregó: “Por eso leemos los periódicos” (Gambini, 2020).
Por eso en nuestro tiempo seguimos leyendo los periódicos y vemos los noticieros de la televisión; por eso vemos, leemos y escuchamos los contenidos multiplataforma que nos ofrecen los reporteros en condición de calle; ellos son ahora los corresponsales de las guerras modernas.
Y porque su instinto de rastreadores los impulsa a acercarse para mirar y para sentir que “de cerca nadie —ni nada—es normal”.
Hoy a las ocho de la noche, me asomé al balcón de mi encierro para aplaudir la mirada de contacto de los reporteros y fotorreporteros de a pie que a su paso por los desiertos de cemento de ciudades colombinas y mundiales, también mostraron las postales de la naturaleza remozada por la cuarentena de sus habitantes. La hierba y las flores brotando por las grietas de los adoquines; los animales silvestres moviéndose por antejardines, parques, senderos, antesalas de hoteles y de edificios públicos, por las aguas y las costas de mares y ríos.
Sus oídos y sus micrófonos captaron el silencio denso que impregno el sistema circulatorio de todas esas ciudades —ciudades que antes no dormían— tras la retirada, al ritmo de espanto de sus marcapasos, de las tropas de turistas, trabajadores y vagabundos.
La naturaleza clama para que los animales humanos y su virulenta ambición sigan en cuarentena, y dejen respirar en paz al planeta tierra. Es la próxima noticia que los reporteros quieren salir a contar desde las calles.