Una trinchera Coreana en el suroeste antioqueño

A sus 21 años Jorge Velásquez Mesa partió a Corea del Sur como parte del Batallón Colombia, prestó su servicio en la Guerra de Corea durante 1 año pero las secuelas de un enfrentamiento bélico lo persiguieron hasta el día de su muerte. Su casa y su familia son testigos de las secuelas de la guerra en la mente de Jorge.

Una capilla construida hace 420 años todavía se puede contemplar desde algunas colinas de Montebello, un municipio en el departamento de Antioquia. En la cima de uno de esos morritos, a media cuadra de su casa de muros gruesos, se paraba Jorge Velásquez con su esposa Ema, cada mañana.

Como es costumbre en los pueblos y corregimientos de Colombia, todos se conocen. Sin embargo, en ciudades grandes como Medellín la historia es otra; allí, en la capital antioqueña también conocían a Jorge, todos le decían “el temible coreano”.

¿Por qué decirle “coreano” a un paisa de pura cepa? Lo de “temible” se comprende; regresó bravo de la Guerra de Corea y la mano no le temblaba cuando le daba mal genio, muy seguido. Quedó psicoseado, como él decía.

Nació en Medellín en 1932, allí creció con su mamá Carmén, sus hermanos Guillermo, Alicia y Blanca, y un padre que se ausentó en su adolescencia y del que ningún familiar vivo recuerda el nombre. Cuando tenía unos 30 años se enamoró de Ema, una muchacha de Montebello, tras conquistarla a punta de serenatas se casó con ella y consiguió allá, a unas 3 horas de su ciudad natal, su propia casa.

La región es característicamente fría, las mañanas entregan una neblina espesa que impide ver a lo lejos y que se alcanza a entrar a la casa por el patio trasero; la ventaja para Jorge es que las paredes gruesas de la casa ayudan a aislar el helaje que, además, no se asemeja al clima de eterna primavera de Medellín.

El frío espeso recorre la cocina y se acomoda en un espacio amplio porque, aunque grande, todos los elementos están situados contra la pared, el pollo fogón – como le dicen en Antioquia al mesón para picar y hacer preparaciones – , la estufa, el lavaplatos, los cajones y la nevera, todos arrinconados. Pero eso puede ser una ventaja porque mientras Ema pone a pitar los fríjoles al medio día Jorge Mario, el hijo, se puede acomodar en una silla rimax y conversar con ella. Lo mismo hacía Jorge cuando vivía y gozaba de buena salud.

En las mañanas y las noches predomina el frío pero la casa se calienta en horas de la tarde, la construcción es de un solo piso y recibe, en el techo, todo el sol que a veces es muy picante; el patio vuelve a jugársela como estabilizador climático, deja entrar la brisa con el aroma fresco del pasto y los dos árboles que le dan sombra.

El patio y el techo no son la ruta únicamente de la neblina y la brisa; Jorge Mario y Ema, que comparten los nombres de papá y mamá, se encaramaban por los muros de ladrillo para brincar afuera de su casa; las pelas – como le dicen los paisas a las golpizas que reciben algunos niños como castigo de sus padres – que Jorge les daba eran cosa seria.

Cuando tenía 21 años, en 1953, cuidaba prisioneros en medio de una guerra de la que no tenía ni idea; estuvo peleando en Corea del Sur contra lo que se posicionaba como el gran enemigo del mundo y acaparaba los titulares de la época: la invasión comunista. Su travesía duró más o menos un año, incluyendo los viajes de 30 días y 30 noches en mar abierto, las paradas en Hawái y en Japón, las imponentes pagodas, los prisioneros norcoreanos que custodiaba, el inclemente invierno, los chicles y cigarrillos americanos, los compañeros sin extremidades, el tiro de gracia que el soldado Cuartas Nazareno le imploró, su negativa a quitarle la vida que ya no soportaba, los aviones chinos, las bombas que caían del cielo, las trincheras, las pesadillas, la zozobra, la psicosis.

 

Aunque entregó el uniforme tan pronto llegó a Colombia, en 1954, decir que Jorge dejó de ser militar es negar la esencia de todo lo que transmitía, es negarlo a él. “Mi papá era un militar”, dicen sus hijos porque tenía siempre los zapatos impecablemente lustrados, les arracaba las hojas de los cuadernos si tenían un error de ortografía, les exigía que al amarrarse los cordones las dos puntas quedaran alineadas a la perfección, siempre madrugó y no caminaba, marchaba.

Cada que podía hablaba de la guerra, era la historia de su vida; las reuniones en la sala de su casa estaban casi predestinadas a terminar con él en el piso haciendo demostraciones de cómo se atrincheraba, ambientadas con improvisadas representaciones de bombas y disparos que hacía con la boca.

La sala es el primer espacio con el que se topa un visitante, con dar un solo paso dentro de la casa está automáticamente en ella, sin embargo, puede pasar desapercibida porque no tiene muchas cosas, lo esencial: tres muebles de madera con cojinería café de cuero, rústicos, una repisa esquinera con un reloj y muñequitos de porcelana, no hay mesa de centro. La simplicidad, tal vez, es una invitación inconsciente a avanzar al corazón de la casa, donde recide el alma que la vuelve hogar.

Aproximadamente 5 pasos más adelante se rompe la clásica estructura lineal del pasillo, hacia la izquierda hay un espacio de unos 2 metros cuadrados lleno de fotos y recuerdos familiares. Retratos de la juventud de un Jorge muy elegante, su porte muestra que es culto y bien hablado. A la derecha, una foto reciente suya, posa envegecido con una gorra verde igual de antigua que nunca se quitó y que dice bien grande “Veterano, Batallón Colombia, Korea”. En medio de las fotos, como en el podio del museo familiar, dos diplomas: “Medalla de Servicio de las Naciones Unidas al soldado Jorge Velásquez Mesa” y “Estrella de Bronce concebida al soldado Jorge Velásquez Mesa en vista de haber prestado sus servicios en la campaña de Corea en 1953 y 1954”.

Otros 5 pasos hacia adentro, siguiendo el camino que dicta el pasillo se encuentra la habitación de Jorge, la cama se cambió por una camilla de hospital con comandos eléctricos para sentarlo o levantarle las piernas. El 24 de enero del 2020 le dio un derrame cerebral que casi se lo lleva; perdió la autonomía y la motricidad pero la memoria la mantuvo intacta. Siguió contando que estuvo en Corea, que Laureano Gómez los dejó tirados y les robó la plata que de Estados Unidos le mandaron, que le gustaba el aguardiente y los boleros, que llegó de la guerra con pesadillas de bombardeos y muerte, que quedó piscoseado.

Falleció el 4 de marzo luego de pasar sus últimos días en la casa que resguardó por años sus tesoros: Ema, sus hijos y los recuerdos del orgullo de su vida, la historia que convirtió, eternamente, a un paisa en “el temible coreano”.